Veinte años atrás, era inimaginable una PDVSA agónica. Pero hoy todo es mengua en nuestra corporación estelar. Mes a mes desciende la producción. Para el pasado junio, la OPEP reporta 1 millón 340 mil barriles diarios, equivalentes a 40% del volumen de 1998. Debacle que, al igual que la miseria del país, no es consecuencia de catástrofe alguna.
Por Ramón Peña
Una suerte de relación amor-odio hacia PDVSA, acunada en el espíritu de Hugo Chávez, abrió la espita destructiva de la empresa. Amor por los petrodólares para sembrar en el continente su socialismo del SXXI, resentimiento hacia quienes los producían. Su calculado asedio culminó despidiendo a 20 mil trabajadores que eran la espina dorsal de la corporación. El reemplazo de conocimiento por servidumbre ideológica, roja rojita, inició la procesión hacia el barranco. Su panfletaria ostentación de la mayor reserva petrolera del mundo, hizo de PDVSA una cornucopia inagotable para sostener a Cuba, comprar votos en la OEA, importar y dejar podrir pollos, remendar la descuidada electricidad del país, pagar campañas electorales y, como constante, verter millardos de dólares por los desagües de la corrupción. La expropiación de calificados socios estratégicos, reemplazados por anodinas corporaciones de países ideológicamente afines; la nacionalización de servicios contratados a empresas con probado know how petrolero, entre otras ocurrencias, contribuyeron a la debacle.
Hoy destacan como emblemas del desastre: el rico yacimiento de El Furrial, el más importante descubrimiento geológico desde la creación de PDVSA en 1975, diezmado por mala praxis y reducida su producción a menos de la mitad, y la Refinería de Amuay, diseñada para 600 mil barriles diarios, remodelada en 1995 con sofisticada tecnología de punta, cuyas unidades de procesamiento están corroídas y silenciadas por la desidia.
Como último recurso, se ruega en una misa cristiana que prendan las calderas y se muevan los taladros. Quiera la providencia que esa liturgia no termine convertida en requiem.