Recientemente, ha fallecido Manuel Da Silva. De origen lusitano, lo hizo acá porque era un venezolano como el que más.
Fundador de la legendaria heladería “Coromoto”, ubicada en el estado Mérida, fueron muy numerosos los sabores que aportó, llegando a casi seiscientas variedades de acuerdo a la certificación del Récord Guinness Cada vez que tocábamos la capital andina, fue visita obligada visitarlo y deleitarse, además de los sabores tradicionales, con los helados de caraotas o de ajo, por citar apenas dos.
De haber sido otra la suerte del país, la suya hubiese sido distinta: por lo menos, en el de antes, mantuvo abierto su local con la modestia que caracterizaba a Da Silva; ahora, en medio de la trágica situación económica que nos ha dado alcance a todos, a duras penas ofertaba lo que difícilmente alcanzó para la supervivencia. Quizá una promisoria franquicia, generadora de empleos y de un novedoso tren gerencial, nos hubiera permitido darnos a conocer en el mundo con las innovaciones del paladar, más allá del petróleo y de los concursos de belleza que, siendo astillas de un mismo palo, redundaron en una atroz mentalidad rentista y, a la vez, banalizadora.
Un vistazo rápido a nuestras posibilidades pasadas, acá hubo toda una industria y red de comercialización, extraordinarias, en el rubro de los helados. Sólo por mencionar algunas, EFE y Tío Rico, por siempre se disputaron el mercado masivo local, pero también sintieron la presencia de Frapé y Crema Paraíso, por no señalar a más antiguas marcas, como Cruz Blanca que igualmente hizo rodar sus carritos por las calles del país.
Irrefutable, con todo esto terminó de acabar el socialismo, aminorando hasta donde le ha sido posible a las empresas que, siendo capaces de crecer y de competir, sobreviven como un hecho registral. El encarecimiento de un producto considerado como no básico en la cesta correspondiente, impide que cualquier hijo de vecina mitigue el calor, siendo la barquilla de una poderosa – aunque disminuida – franquicia hamburguesera, la más barata del mercado, junto a la alternativa callejera que no reporta garantía alguna respecto a su calidad y sanidad.
Los convenios contraídos con Cuba, insuficientemente conocidos a estas alturas del siglo, forzaron a la dictadura venezolana a promover o a propagandizar a los helados “Coppelia”, facilitándole los recursos a lo que aspiraba la dictadura habanera, añadido uno o más locales en Caracas. En las redes, es fácil constatar la inauguración hacia 2012 de una fábrica en San Juan de Los Cayos (Falcón) y, por los años siguientes, hay registros de una millonaria inversión en dólares (Portuguesa), de lo que hoy nada se sabe.
Es evidente que esta dictadura, expropiadora por excelencia, no quiso meterse en la complejidad de un negocio que hubiese agravado – adelantándose – la situación en la industria heladera nacional, tanto como que ha actuado cual insigne agente de los intereses cubanos para una marca que, por cierto, no es de la tradición insular, pues, fue una vulgar y desmedida ocurrencia de Fidel Castro a mediados de los años sesenta. Marca que nunca pudo rivalizar con la Coromoto de Da Silva, ni con las restantes marcas venezolanas, las que algún día recuperaremos y reimpulsaremos.