Hemos visto de todo en los últimos veinte años. Violencia, persecución, amedrentamiento, tortura y tratos inhumanos y degradantes, desaparición forzada de personas, juicios políticos, ajusticiamientos, en fin, muchas cosas que jamás habíamos visto, en medio de la mayor impunidad y complicidad del alto gobierno.
Y más grave aún, el grupo de delincuentes en el poder que actúa como poder del Estado, lo hace con una sonrisa de triunfo y de placer, como la expresada por el psiquiatra diabólico, el abominable vengador de todos los tiempos, Jorge Rodríguez, quien junto a su hermana Delcy Eloína, han hecho todo para “reivindicar” el nombre de su padre quien junto a otros cometieron crímenes horribles que muchos parecen olvidar.
Esta pandilla bien organizada, que es dirigida desde Cuba y se inspiró en el legado nefasto de Hugo Chávez, intenta crear un nuevo hombre similar al psiquiatra de la tortura, de la muerte y del mal.
El venezolano ha dejado de ser el hombre cordial, amable, solidario, expresivo y feliz que trabajaba y disfrutaba la vida en medio de una sociedad que avanzaba y que, aunque lo nieguen los destructores hoy, permitía el ascenso social, en medio de una democracia social que muchos también parecen olvidar.
Había desigualdad es también cierto, pero habían oportunidades, pero sobre todo, había justicia, había un orden jurídico que nos protegía a todos, no había tortura ni tratos degradantes e inhumanos en forma sistemática, como la que llevan a cabo hoy la pandilla de delincuentes del Maduro y Cabello bajo la tutela del psiquiatra del mal.
El Estado era para todos. Los gobiernos democráticos presentaban y cumplían planes y programas de gobierno. Una vez se construían autopistas, represas, hospitales, escuelas, sistemas eléctricos, industrias del Estado, casas dignas, se creaban orquestas sinfónicas, se premiaba el trabajo, la vocación. El venezolano, todos, y así lo veíamos en los terminales de entonces, disfrutaba sus vacaciones, salía sin temor de no regresar. Tenía los mejores médicos, hospitales de primer orden y podía acceder a la medicina, sin distinción o carnet alguno.
Hoy la delincuencia organizada destruye todo para llevar el país a cero y reinventarlo para simplemente someterlo y dominarlo, explotarlo con migajas representadas en los “Claps”, la lonchera de la vergüenza, pago al servilismo diseñado por el psiquiatra satánico.
El venezolano dejó de ser alegre. Hoy está triste, sometido. Una vez vivía, podía hacerlo. Hoy sobrevive.
La venezolanidad está en peligro, pero no dejaremos que desaparezca como expresión de un pueblo que por décadas disfrutó de libertad y progreso.
Hoy, lamentablemente, se agrupa para asaltar, tomar espacios públicos ante la mirada cómplice de las policías y cuerpos de seguridad, ante las indignas fuerzas militares. La delincuencia se ha apoderado no solo del control del Estado, sino de la ciudad, del pueblo, del barrio, del país. La impunidad prevalece, se impone, lamentablemente; y ese poder secundario se hace cada vez más fuerte y dominante, lo que genera terror. Ello responde y se inserta en la política de terrorismo de Estado que ha obligado a millones de venezolanos a emigrar y comenzar una nueva vida, en medio de las dificultades que supone ser un extranjero.
La sociedad hoy debe plantearse el pronto regreso al orden y a la libertad y la dignidad. Debe considerar, sobre todo, más que la recuperación económica y la reconstrucción de las instituciones, la recuperación de la venezolanidad. No podemos dejar que un grupo de delincuentes contamine un país y haga desaparecer todo lo bueno que nos caracterizaba como pueblo amable.
Robert Carmona-Borjas