Abandonado ya cualquier discurso alturado o principista, o cualquier expresión legítima o corajuda de protesta, no quedan sino las coreografías sonsas
“Es la sumisión. La idea asombrosa y simple, que nunca ha sido completamente expresada, de que la cumbre de la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta”, se lee en la fantástica novela del francés Michel Houellebecq.
Porque ahora hay quienes —y son muchos— sugieren que, para distorsionar la intención tras el carnet de la patria, ese peligroso instrumento de opresión, no hay sino que generalizar su implementación.
Y bajo esa retorcida narrativa, a la que someteríamos a las gentes, podríamos también lograr que, por ejemplo, todos nos inscribiéramos en el Partido Socialista Unido de Venezuela. Porque, ¿cómo podría entonces volverse la afiliación al partido un instrumento de discriminación, si todos estamos en él? O, ¿por qué no anclarnos todos al grillete? Además de ahorrarle trabajo a la tiranía, deformaríamos por completo el propósito tras la bola de hierro y la cadena.
Es molesto escuchar insinuaciones tan atrevidas, sobre todo porque la mayoría salen de las bocas de individuos, sometidos ya y encarcelados, dentro de un país que es una gran mazmorra. Y en vez de desear la libertad, de aspirarla con todo y como todo, de quererla sabiendo que se trata del mayor valor, inherente al desempeño humano, se le desprecia. Se huye de ella.
Como una suerte de síndrome de Estocolmo, estas gentes, porque ya no ciudadanos, frente a la difícil empresa que significa conquistar la libertad, empiezan a elucubrar sobre alternativas para calzar dentro del modelo; para no sentirse excluidos. Y entonces, empiezan a insinuar que prestarse a las indignidades podría volverse una manera loable de ganarle una partida al sistema.
Y el problema ahora reside en que no se comprende el verdadero carácter del régimen de Nicolás Maduro. Su sistema, con claras pretensiones totalitarias, no permite espacios para la disidencia. Sobre ello escribe bien Hannah Arendt en su gran obra y, de haberla comprendido, se sabría que, cualquier parcela dentro del Estado totalitario, esté a nombre de quien esté, por más adornada que parezca, solo será una parte más del totalitarismo.
Los mismos que sugieren que sacarse el carnet de la patria, a cambio de las dádivas, es una expresión legítima de rebeldía, son quienes en su momento aseguraron que los «gobernadores» adecos, al subordinarse ante la Asamblea Nacional Constituyente, lo que hicieron fue blandir una muestra menospreciada de pragmatismo, frente a la eticidad inútil y sonsa de un tipo como Juan Pablo Guanipa, que se quedó sin la gobernación y sin relevancia política.
Sobre esto, el francés Étienne de La Boétie, en su imprescindible ensayo The Politics of Obedience: The Discourse of Voluntary Servitude dice: “¿Puede darse condición más miserable que no poseer cosa propia, dependiendo únicamente del capricho de otro, la conservación, la libertad y aún la vida?”.
“Pero prefieren servir para acumular tesoros, como si les fuera permitido adquirir nada para sí, cuando no pueden decir que sean dueños de sí mismos; como si nadie pudiera tener nada propio bajo un tirano (…) No consideran que aquel mismo fruto de sus usurpaciones, que es el aliciente más peligroso para que un día ejerza el tirano con ellos su natural fiereza”, agrega Étienne de La Boétie.
Y entonces tenemos a una gobernadora indigna, como la del Táchira, que solo existe para mendigar al Estado; cuya existencia agrada al régimen y cuya permanencia dependerá de los antojos del dictador. También, al mismo tiempo, se desprecian las exposiciones de dignidad, como la de Guanipa, o como la del que, ante las pretensiones de someter a todos a un carnet, revira.
Por otro lado, también hay algunas expresiones, insólitas y timoratas, que avergonzarían a un pensador como Étienne de La Boétie o a grandes hombres de la democracia, como Rómulo Betancourt, Leoni o Gallegos.
Ante el crimen contra el diputado Juan Requensens, que logró la cohesión de todo un país en torno al más grande sentimiento de ira e indignación, valdría que esa «Generación del 2007», apagada, agostada, se manifieste de nuevo y con toda la fuerza. Pero en cambio, cuando uno esperaría que frente al más dantesco crimen, esos jóvenes, se alcen, sucede lo contrario.
El 11 de agosto, en una manifestación en Chacaíto, varios militantes del partido Primero Justicia se desvistieron. Todos, jóvenes. Quisieron manifestar su solidaridad luego de que se difundiera un video del diputado Requesens, semidesnudo, lleno de excremento y claramente drogado.
Luego, este 14 de agosto, en una sesión de la Asamblea Nacional, el diputado del partido Voluntad Popular, Gilber Caro, también se desvistió. Mientras lo hacía, vociferaba: “La dignidad no se lleva en la ropa. No es algo que que puedan quitarnos, como pretende hacer el Gobierno”.
Resulta conmovedor presenciar cómo los partidos han logrado, al final, banalizar por completo el ejercicio de la política.
Abandonado ya cualquier discurso alturado o principista, o cualquier expresión legítima o corajuda de protesta, no quedan sino las coreografías sonsas. Muestras lastimeras de indignación y desobediencia. Donde una generación, joven, en vez de blandir la gallardía necesitada por la coyuntura, se expone desvestida e indefensa.
Como quienes sugieren que lo sensato sería sumarse a la mazmorra a la que condena el carnet de la patria, ahora aparecen estos que, tratando de distorsionar las intenciones del régimen tras el crimen y la humillación contra Juan Requesens, buscan exponerse a la misma deshonra. Es el peligroso «si lo humillan a él, nos humillan a todos». Y todo, al final, solo revela un inquietante rechazo a la libertad.
“La causa principal de constituirse los hombres voluntariamente esclavos, consiste en que nacen siervos y son educados como tales; y de ahí se origina otra consecuencia, a saber: que los hombres fácilmente se vuelven, bajo los tiranos, afeminados y débiles”, dice Étienne de La Boétie, en un texto demasiado vigente.
Es esa sumisión voluntaria a la que ya se ve reducido al venezolano. Porque cuando hay oportunidades idóneas para esgrimir los más grandes actos de indocilidad, las propuestas son vergonzosas: por un lado, someternos todos al carnet de la patria, o arrodillarnos ante un armatoste como la Constituyente; y, por el otro, desvestirnos, ¡desnudarnos!, si es necesario llenarnos de mierda, para dejar claro que la humillación no nos acongoja, no nos molesta.
“Los pueblos deben atribuirse a sí mismos la culpa si sufren el dominio de un bárbaro opresor, pues que, cesando de prestar sus propios auxilios al que los tiraniza, recobrarían fácilmente su libertad. Es el pueblo quien se esclaviza y suicida cuando, pudiendo escoger entre la servidumbre y la libertad, prefiere abandonar los derechos que recibió de la naturaleza para cargar con un yugo que causa su daño y le embrutece”, se lee en The Politics of Obedience: The Discourse of Voluntary Servitude.
Como muy bien escribe Etienne de La Boétie en su imprescindible trabajo, quien busca aproximarse al tirano, mimetizarse entre sus prácticas, para sobrevivir o para, presuntamente, resistirse, no odia sino su libertad. Y no hay nada más despreciable que un hombre que rechace su condición de hombre. De ser libre.
“El acercarse al tirano es apartarse de la libertad natural, y por así decirlo, abrazar voluntariamente y con ahínco la esclavitud”.
En su gran novela, Houellebecq describe el tránsito de un hombre libre a la sumisión islámica. Quien protagoniza la obra no se somete a la fuerza, sino de forma voluntaria; porque, como bien escribe el autor, “la cumbre de la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta”.
Hay quienes creen en esa máxima que plantea Houellebecq y no tienen problemas en someterse. Es la sumisión voluntaria de quienes viven de ilusiones y detestan la libertad.
Y es cierto que hay muchas formas de terminar sometido a los delirios de un tirano; pero la servidumbre voluntaria es, como bien dijo el pensador francés, la peor.