Pero la pobreza es mucho más que una mentalidad, es más contundente y aberrante que una simple divagación. La pobreza no se discute, se padece. No es elucubración mental que se diluye al dormir, es un pesado y palpitante dolor de muelas que persiste y nos aleja el sueño y el descanso.
La pobreza, con toda la carga negativa de la calificación, es una infamante maldición, una niebla densa y envenenada que nos dificulta la respiración, un barranco que nos arrastra a seguir cayendo, que nos anuncia el destino doloroso y definitivo de las rocas al fondo. No se quieren ni se ven, pero ahí están.
Puede decirse que no es inevitable, que muchos hombres han sabido levantar sus cabezas y sus manos y han salido de ella, y es cierto, hemos conocido casos incluso personalmente, en el mundo y en Venezuela. Algunos han herido y han matado para escalar el barranco apoyándose en cadáveres y víctimas, otros no lo han hecho, han dejado las uñas en el difícil ascenso. Lo que cuenta es que han demostrado que de la pobreza puede salirse. No es fácil ni rápido cuando se hace con honestidad, pero es factible.
Pero son los menos. Los más, eso que llaman “las masas”, nunca salen. No tienen el talento ni la voluntad porque tampoco han tenido la instrucción ni la motivación pedagógica –maestros, familiares, también envidias, orgullos- son los que se diluyen en sueños y esperanzas que no atrapan para convertirlos en propósitos. Y sin propósitos, las oportunidades les pasan al lado y ni siquiera las ven.
Por eso mismo, porque se acostumbran a adormecerse en fantasías, se convierten en carne para los propósitos de otros. En unos tiempos fueron soldados reclutados por condes, duques y reyes para crear ejércitos que dejaran vidas y sangre en campos de batalla para lograr los grandes propósitos, las ambiciones de esos caudillos.
Fueron las masas hambrientas y sucias que los intelectuales franceses lanzaron a derrumbar una monarquía desgastada e indiferente que no veía ni entendía nada más allá de los muros y rejas de Versalles, con enormes jardines entre ellos y las ventanas de los reyes. Fueron las masas menos hambrientas pero igualmente desguarnecidas de voluntades propias que los monarcas y gobiernos alemanes y austrohúngaros empujaron a una feroz guerra, por motivos baladíes, contra las masas francesas, inglesas y estadounidenses en la primera guerra mundial, iguales a las que treinta años después siguieron las órdenes de un loco llamado Adolfo Hitler y un comediante pedante y constantemente equivocado llamado Benito Mussolini que los echaron a los campos europeos, y la casta militar japonesa a China y las islas del Pacífico, para terminar siendo aplastadas por las masas y el poder tecnológico de la democracia estadounidense, la férrea tiranía del asesino Stalin con millones de hombres a su disposición, la resistencia británica y algunas resistencias francesas e italianas, entre otras esclavitudes.
Porque con las masas mucho depende de quién las convoque. Fueron los mestizos, mulatos y criollos los que salieron a llanuras y montañas a conquistar las independencias latinoamericanas guiadas por hombres sin duda ilustres e inspirados que debieron llevar la democracia y los derechos en el corazón, pero las espadas en las manos.
Hoy las cosas son diferentes, en cuanto que los líderes no llaman a sus masas a grandes guerras por motivos necios o grandiosos con las libertades y las normas como pretextos, sino que hacen de la pobreza un pretexto, la justifican como un destino no deseado por las víctimas sino impuesto perversamente por quienes, aseguran, lo tienen todo porque se lo han quitado a quienes no tienen nada, excepto sus vidas y sus votos para entregar.
Así los Castro y sus secuaces arruinaron una Cuba con problemas sociopolíticos, pero próspera, y los Chávez y sus adjuntos desolaron una Venezuela en la cual había grandes problemas pero también dinero y empuje. El petróleo venezolano fue una ayuda fundamental, sin la menor duda, pero también los ingenieros, ejecutivos, capataces, especialistas y trabajadores que lo sacan de la tierra y lo transforman en productos de alta rentabilidad, el petróleo no lo convierten en riqueza los políticos ni los leales seguidores, sino los que son y se hacen expertos.
Venezuela fue hasta fines del siglo XX tierra de pobres, pero también de emprendedores. No piensen sólo en las grandes compañías, recuerden las innumerables medianas, pequeñas y mínimas empresas que integraban aquella economía en la que quienes buscaban en las bolsas de basura no eran hombres y mujeres hambrientos, sino aquellos especialistas nocturnos llamados “lateros”, que recogían las latas de diversos productos que todos desechábamos. Y los “lateros” y sus familias comían todos los días. Aquella Venezuela densa, extensa, profunda, no era la de los excelentes restaurantes ni la gran importadora de whisky escocés, era la de esas miles de compañías de todo tamaño que daban empleo a millones de ciudadanos.
Los políticos siempre han hecho de todo un tema político. De la pobreza, pero también de los ascensos militares, de la enseñanza a millones de niños de una población que crecía con empeño, de la atención a la salud, de la construcción de obras públicas. Donde usted volteara, encontraba un político que buscaba votos en el tema que a usted le interesara o él o ella creyera que a usted le podría llamar la atención.
De tanto buscar votos terminaron por confundir a los seres humanos con papeletas electorales y se fueron alejando, sin darse cuenta porque parte de ser político es ser ciego y sordo a la realidad, del contacto real con las personas. No fueron los únicos culpables, claro, ni lo son hoy en día, también un pueblo que dejó de interesarse en las canciones para dejarse subyugar por los cantantes.
Hoy seguimos siendo, con veinte años de retroceso, un país con futuro. Un país pobre que sueña con volver a tener la riqueza moderada que un día tuvo. Todos los políticos nos lo prometen si obedecemos y creemos lo que ellos dicen. Pero ésa es sólo una Venezuela de comiquita, país de Tom y Jerry y de Tio Tigre y Tio Conejo, la nación donde siempre hay una cucarachita Martínez que se enriquece sin merecerlo y un ratón Pérez que se ahoga en la olla por ingenuo.