Es la consecuencia mecánica de los regímenes comunistas: la soberbia y la altivez de sus líderes, que se asumen divinidades, facultadas para manejar a las sociedades a su antojo. Que todos se sometan a sus caprichos.
Nicolás Maduro anunció una serie de medidas económicas que lo exhiben como un tirano soberbio, delirante, de pretensiones sacras. Uno más que se adhiere al libreto comunista, vademécum obligatorio de otros que también se han creído dioses.
Un aumento de salario obsceno, la invención de una supuesta criptomoneda a la cual ahora se «anclará» la economía, el impuesto sube, aquello baja; unos ajustes aquí y allá; todo disparato. Absurdo. Medidas que ni siquiera pueden someterse a un análisis económico. Pero sí político. Porque de eso se trata. De una ofensiva exclusivamente política, decidida a demoler los últimos cimientos de un país.
Y en ello reside lo perverso del sistema. Que Maduro crea que el mercado le obedece y que los ciudadanos también. Que estos son objetos inanimados, que se aclimatan a sus caprichos. Pero solo así pueden funcionar los totalitarismos comunistas. Es la única forma.
El socialismo, bajo cualquier definición, requiere de una tremenda concentración de poder en las manos de unos pocos: poder para controlar, para regular, para redistribuir y para administrar a las sociedades, ya no Gessellschaft, sobre lo que ha escrito Max Weber, sino convertidas en masas.
Porque este totalitarismo caribeño no concibe individuos. Solo un inmenso colectivo. Y Maduro, ungido en Dios, lo somete y manipula para alcanzar lo que él, ya divinidad, ha decretado como el «bien común» —o la abolición íntegra del ciudadano venezolano—.
Por ese «gran plan» —diseñado durante los primeros años de la tiranía chavista bajo la tutela de los de Cuba—, Maduro, como toda deidad que entiende qué es lo que más conviene, puede decidir cuáles son los sacrificios a los que debe someter al colectivo. Y entonces lo humilla, lo degrada y sojuzga. Y al apóstata, lo mata o lo condena al ostracismo, porque qué egoísta disentir del «bien común». Y un buen Dios no tolera tales vicios.
Se cree imperturbable, como las otras deidades socialistas. Por eso se arriesga con medidas extravagantes cuyos únicos resultados pueden ser el desorden y la rebeldía. Pero lo que el tirano-deidad-comunista no recuerda, evade o ignora, es que los otros que también se han sentido todopoderosos, han caído. Han muerto y su legado se ha alzado como prueba del fracaso de una ideología. Porque en verdad no son dioses, sino criminales que juegan a ser Dios.
En un país en el que las diferentes crisis han llegado al límite, no parece una buena estrategia estimular la anarquía. El hambre, las deserciones y conspiraciones militares, el decaimiento de los servicios públicos y el masivo éxodo: ya nada da para más. Pero Maduro insiste con su «gran plan». Decidido a profundizar la miseria, el dictador juega con fuego. Y andar con esas niñadas, de prender fósforos junto a un bidón de combustible o creerse omnipotente, podría terminar siendo contraproducente. Porque como con todas las torpezas que han cometido, la soberbia podría terminar condenando a Nicolás Maduro.
Orlando Avendaño