Daisy Santana teme más regresar a una Venezuela en crisis que a la xenofobia. Como ella, miles de venezolanos atraviesan Colombia rumbo a Ecuador o Perú, sabiendo que están expuestos a eventuales rechazos o agresiones.
AFP
El turbante improvisado protege a Daisy del penetrante frío de Tulcán, el municipio fronterizo que separa a Ecuador de Colombia y bisagra de los venezolanos que esperan reconstruir sus vidas en alguna nación del sur americano.
“El temor lo llevamos todos, pero más temor tuviéramos si nos tuviéramos que devolver”, dice a la AFP con dejo de resignación esta mujer de 48 años.
Acostumbrada al clima cálido de su país, a esta mujer le congelan más los huesos las noticias que llegan desde Brasil: el sábado una turba incendió las pocas pertenencias de algunos de sus compatriotas que, como ella, huyen de la crisis económica de Venezuela.
El ataque de Pacaraima, en la frontera norte del gigante suramericano, fue la respuesta de la comunidad a un supuesto robo cometido por unos venezolanos. A la zona, al igual que Ipiales y Cúcuta, en el suroeste y noreste colombiano, llegan a diario miles de migrantes. Parecen en procesión.
En busca de la seguridad
Daisy se pone en el lugar de sus compatriotas y se aferra al morral negro donde carga sus pocas pertenencias y a los tenis rosados con los que se echó a andar hace 17 días, cuando salió de Venezuela.
Hace horas finalizó su periplo por Colombia y ahora espera el visto bueno de Ecuador, que pide pasaporte a los venezolanos, para continuar su odisea. Las autoridades colombianas calculan que la mitad de los migrantes viajan solo con cédula ante la escasez de papel en su país para imprimir el documento internacional.
Santana tampoco tiene pasaporte. “Nosotros mismos estamos buscando seguridad en otros sitios porque en nuestro país no podemos ni siquiera estar tranquilos”, afirma. “Estar en otro sitio es mejor que estar en Venezuela”.
Ella recorrió los 1.500 kilómetros que separan a Cúcuta de Tulcán “para empezar de cero” en Perú. La mayoría los recorrió en un vehículo, pero también tuvo que caminar por las culebreras vías colombianas.
Daisy no conoce a Roberto Farías. Ahora él está a unos metros cubierto con una franela. Dice sin alarmismos que tiene los pies “un poco lastimados”. Lo cierto es que están hinchados por caminar de noche y de día.
“Han llegado momentos en que hemos tenido que caminar días enteros porque no nos dan aventones (recoger)”, apunta este barbudo de 29 años.
Como Daisy, Roberto también tiene un morral negro y un objeto rosado: otra maleta. Y comparten una certeza -ambos van a Perú- y una incertidumbre: ¿cómo serán recibidos en el sitio al que lleguen?
“Siento un poco de temor y miedo (…) Esperemos que nos salga todo bien y no nos rechacen”, sostiene.
Contra el tiempo
En medio de todo, ambos han tenido suerte. Los miles de venezolanos que cruzan a diario a Tulcán reconocen que docenas de desconocidos los abordan para darles comida o medicina, tan escasos en el país petrolero.
“Hay mucha gente que nos trata mal como otros que nos tratan bien. Es como todo, hay gente buena y hay gente mala”, señala Farías.
El nuevo desafío es lograr pasar la traba que les impuso Ecuador y seguir el camino a Perú, donde muchos tienes familiares.
Pero Perú, a partir del sábado, empezará a exigir pasaporte. Colombia, que ha recibido más de un millón de personas de Venezuela en los últimos 16 meses y regularizado temporalmente a 820.000, cuestiona la decisión de sus vecinos por considerar que fomenta la migración irregular.
“No tenemos ninguna intención de quebrantar ninguna ley, simplemente estamos pidiendo una ayuda humanitaria”, explica el trigueño José Antonio Estévez, con la ilusión de alcanzar a llegar a Perú antes del “Día D”.