Por Yasmira Jaimes | Mil Palabras Tras una Pluma
Una de las mayores virtudes que tiene Venezuela es su clima tropical, con espacio para todo tipo de temperaturas. El sol brilla en el cielo y hace vibrar nuestras selvas y montañas; llena de esplendor nuestras playas y desiertos. Pero la magia del rey dorado muere cuando estás al ras del suelo.
Sí, cuando estás allí, tan cerca del asfalto, lo maravilloso de esa estrella tan enorme se vuelve opaco y llena de dolor el cuerpo.
El calor tortura cuando viene acompañado del ruido de los autos, el humo, los gritos, el peligro y la desesperanza de ser uno más de los olvidados. Por eso, hoy quiero presentarles a Carlos, un hombre a quien describir me cuesta trabajo, porque al verlo, sin detallar ni profundizar en su aspecto, la primera imagen es la de un vagabundo. Pero no huele mal, habla mejor que muchos empresarios a quienes he oído, y definitivamente tiene el ímpetu y el alma de un guerrero.
Se baña todos los días, come de vez en cuando y se esfuerza por tener la ropa limpia.
Siempre lleva a Dios en la boca y bendice desde el corazón, con esa mirada llena de gratitud y nobleza a todo el que lo ayuda regalándole algunas monedas.
Carlos tiene 57 años de edad y dos hijos. Un varón, el mayor, a quien el adjetivo de hombre le queda grande. Sus andrógenos salieron defectuosos y no le permiten hacer algo productivo por su vida o por la de sus dos crías.
El hijo mayor de Carlos, de quien no recuerdo el nombre, es el típico prototipo de lo que me gusta llamar “desperdicio de oxígeno”. Tiene 28 años de edad y no trabaja, le pega a su hermana menor y no colabora en los quehaceres de la casa. Duerme todo el día y le parte el corazón todas las noches a su papá.
Luego está la hembra. Menor y más valiente, decidida y envalentonada que el varón. Tiene 25 años, trabaja de lunes a sábado en una frutería como cajera y le pinta sonrisas en el rostro todos los días a su chamita.
Ella sí ayuda a papá y lo obliga a recordar que existen cosas por las que vale la pena seguir la pelea todos los días. Ella sí vale la pena, creo yo.
Carlos es un hombre responsable y bonachón. Trabajó 27 años como colector de autobuses en algún terminal de pasajeros de alguna ciudad del país. De allí lo jubilaron hace un tiempo y desde entonces se detiene en algún semáforo, de alguna esquina, de alguna avenida, a pedir dinero a las almas caritativas que se compadezcan de sus piernas deformes y sus manos quemadas por el asfalto inclemente hasta con los cauchos.
Se desplaza en una patineta acolchada y se empuja con las manos, emprendiendo una danza ágil entre los carros. Tiene muchos años aspirando a una silla de ruedas en calidad de donación porque comprar una es imposible para él y su familia. Comer es un reto todos los días, así que no imagino cuán duro ha de ser comprar semejante artilugio. La quiere para descansar en las noches porque el cuerpo duele y el corazón aprieta cada vez que tiene que pedir ayuda para algo.
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