Othar se llamaba el caballo de Atila, Rey de los Hunos. Se cuenta que donde pisaba nunca más crecía la hierba. La leyenda ilustraba la devastación que sembraban las conquistas de este campeador asiático en territorios europeos y que llegó a convertirse en pesadilla para el propio Imperio Romano.
En nuestra Venezuela pareciera que un jamelgo apocalíptico también convierte en tierra yerma todo cuanto pisan sus cascos. Lo monta un Golem, que sin los atributos guerreros del arrojado Atila, lleva basura en el cerebro y resentimiento en el corazón. En su cabalgata de barbarie, cada dia deja menos, y en algunos casos nada, de todo lo que nos enorgullecía: empresas estatales, hospitales, centros de investigacion cientifica, fuerzas armadas, banca central, ente electoral, sistema de metro. A su paso, nuestra grandeza en todas sus instancias, se difumina hasta convertirse en sombras.
La cotidianidad, el entretenimiento y los placeres básicos de los ciudadanos también engrosan su listado de víctimas. Esta semana, le correspondió a dos establecimientos emblemáticos de la capital decir adios. Uno, la popular arepera El Tropezón de Los Chaguaramos, fundada hace más de sesenta años por inmigrantes portugueses, con sus ricas tostadas y hervidos, sitio preferido por estudiantes y profesores de la Universidad Central de Venezuela, por taxistas y noctámbulos. Otra tradición, el Lee Hamilton de La Castellana, fino Steak House, pionero en cortes de carne americanos, el del corazón de lechuga roquefort, fundado en los 50 por un gringo enamorado del valle de Caracas, también ha tenido que cerrar sus puertas. Muy diferentes entre sí, uno económico y popular, el otro refinado y selecto, pero ambos íconos tradicionales de la ciudad capital.
Nada es casual. La barbarie se regocija en convertir esos símbolos de nuestras vivencias en fantasmas del pasado. El propósito es borrar la memoria de nuestros mejores tiempos. Quién sabe si regresen cuando nos decidamos a ir por ellos.