Desearía pasar mi vejez en Osaka, Japón. O en Alejandría, en Egipto. Quizás en algún pueblo del mediterráneo, sea Italia o Grecia. Es que se dice que en estos lugares a los ancianos se les tiene como seres especiales. Se les respeta y hasta venera.
Los consideran como seres que mantienen viva la memoria de la familia y los pueblos. Ellos, simplemente, pasan las horas y los días holgazaneando y felices. Conversando con sus pares, jugando ajedrez, tomando té o café arábigo y hablando en la cotidianidad de sus vidas mientras observan el paso del tiempo.
No hay prisa. Nadie te apura para nada. Ellos atienden a los niños. Les transmiten el conocimiento ancestral, las tradiciones de su cultura mientras juegan con ellos. Hay una ética y una estética en esa relación de respeto e informalidad. Los actos más trascendentes están dedicados a sonreír, al saludo grato y efusivo. A los dones sagrados de la existencia, como despertar mientras el sol se levanta sobre el horizonte. Escuchar con atención, sea al viento como al trinar de los pájaros o el llamado de quien nos ama. El desayuno espera en la mesa de la cocina y los amigos de tanto tiempo se reúnen en la esquina.
El tiempo es apenas un siempre presente que en nada molesta ni distrae de la sencilla manera del afecto y la sonrisa. Están dedicados a ellos y al Otro semejante o diferente. A la religiosidad de la práctica de la bondad que dignifica y ennoblece.
Cuando ya se está cercano a partir de esta vida nos damos cuenta que la prisa, el ajetreo y el haber vivido corriendo en la vida, nos restó tiempo para meditar la existencia. Para disfrutar el paso de los instantes, de esos simples momentos donde el silencio es parte de la gracia de vivir intensamente.
Vivimos a la carrera. Raudos y haciendo todo en la rapidez que nos cansa, desgasta y predispone a la insatisfacción existencial. Al final de la vida es cuando nos damos cuenta que perdimos los instantes de quietud y reposo. Nos olvidamos de nuestra cotidianidad, de ejercer esos actos primarios del afecto, de la conversación sobre la vida. Los amigos. Las miradas, las voces y gestos de esos seres anónimos como nosotros que se cruzaron en la línea de nuestras vidas.
Porque si bien es cierto que debemos hacer algunas tareas en lo inmediato. Hay otras, muchas, que necesitan del reposo y la meditación. La reflexión donde la duda y el cuestionamiento se hacen imprescindibles. Necesitan tiempo. Porque el resultado solo se podrá apreciar en lo lejano de la vida.
La formación educativa es una de ellas. El conocimiento de una relación, sea de pareja o en la amistad. El arte y la cultura. La ciencia. Son, entre tantas, experiencias que necesitan meditarse, pensarse mientras se construyen. Porque ellas exigen su visión poética (poiesis=construcción) que las hace paulatinamente realidades tangibles en sus actos de vida.
En estos tiempos de tanta corredera y frenesí de vida acelerada, debemos exigir el respeto a la quietud y el reposo. Permitir que a esas actividades fundamentales se les den el tiempo para que puedan florecer. Porque la prisa no es favorable en actos trascendentes al ser humano.
Las sociedades que valoran el tiempo del reposo. Que resaltan la presencia de los ancianos como seres que poseen la sabiduría en su memoria. Son las que más fortaleza espiritual y vida ética poseen para la prosperidad de sus miembros. En ellas se aprecia mayor capacidad para la sonrisa espontánea, la solidaridad y la gratitud permanentes.
Han aprendido que al otorgarle valor al reposo, la reflexión adecuada y la práctica de vida en grupo, aparecen las verdaderas y reales riquezas de la existencia. Porque nada más esplendoroso hay en la vida como servir al Otro y obtener al final la sonrisa plena como respuesta mientras te estrechan fuertemente la mano y te abrazan en gratitud.
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