Hay un plato que es ya un lugar común: yuca con sardinas. Pero a veces, ni siquiera para eso alcanza. Y a las familias guayanesas les ha tocado, en plena crisis humanitaria, apañárselas con menos dinero y más ingenio para comer. ¿Qué hacen y cómo lo hacen? Las voces de varias de ellas, las opiniones de expertos y las alertas de instituciones y grupos dedicados a enfrentar la hambruna ilustran el panorama para este trabajo, una alianza entre el programa Venezolano de Educación Acción en Derechos Humanos (Provea) y Correo del Caroní.
Redacción Correo del Caroní | Provea
“Los entretengo con la televisión para que coman una sola vez”
A esta hora, 10:30 de la mañana, Mary Marcano cocina la última arepa de una tanda que preparó para ocho personas. Una para cada uno: no se vale repetir. Arepa sin huevo. Sin queso. Sin sardina. Sin jamón. Sin mortadela. Sin margarina, siquiera. El menú es arepa con nada.
Al lado de Mary Marcano -una morena que conserva la robustez que alguna vez tuvo y que una alimentación empobrecida no le ha aminorado del todo- hay dos jóvenes embarazadas: son sus hijas menores. Todos están en la casa de la hija mayor, Claumarys Franco, en Fronteras de Guaiparo, San Félix. Hace poco, dice, llegó la caja del CLAP (Comités Locales de Abastecimiento y Producción). Las arepas de esta mañana no son lo mejor que han probado: la harina que trajo el paquete es, como ella misma sentencia, amargosa.
Es una temporada atípica la que se vive en la casa. Todas las hermanas se juntaron con todos sus hijos para juntar toda la comida. Los hombres están en la calle. Uno vende bollos. Otro está en las minas. Y así: todo lo que sea para engañar el estómago.
Al frente de este panorama, comandando, está Mary. Por fin tiene su arepa, la última de la tanda, que acompaña con agua. “Ahorita estamos comiéndola seca. Para comer bien necesitaríamos una paca de harina, y no la tenemos. Estos muchachos quieren comer hasta cuatro veces al día. Les digo: no, mijo. Les digo que se aguanten. No podemos darnos el lujo”.
Se resignan. Al menos, algo distinto les toca en el paladar: acá, el desayuno habitual es yuca. A veces con margarina. Y casi siempre, con nada. Como las arepas de esta mañana.
La rutina alimentaria en esta casa tiene un método: saltar comidas y dejar dormir a los niños hasta tarde para que no desayunen. Cuando despiertan temprano, hay que ingeniárselas.
“Todos los días compramos un poquito de cada cosa. A veces nos toca hacer una sola comida. En la mañana trato de entretenerlos en el televisor para yo hacer un almuerzo para que coman una sola vez al día”, explica Claumarys.
Mary muestra la nevera. Adentro está el tesoro para el mediodía: patas de cachicamo. También algunos filetes de sardina guardados para mañana. Uno por persona. Cinco niños y cinco adultos.
“La mayoría de las veces comemos sardinas. Guardamos un cuartico hoy, otro cuartico mañana. No hay proteínas ni para las preñadas. Y a los niños tampoco les dan en la escuela. Lo que les dan a veces es un espagueti con unas papas blancas. Antes uno veía el Lactovisoy. Ya no”, rememora Mary.
La comida no es la única preocupación acá. Ahora, con esos dos embarazos, hay añadidos: el ácido fólico. Los ecos. Los exámenes. Todo se traduce en un dinero que no tienen. Y que, si tuvieran, no pudieran invertir en la comida. Pues, como dice Claumarys, no pueden pensar en los revendedores en medio de sus frágiles economías.
“Huevo se come una vez al mes. ¿Pollo? Ya no se come pollo. El que come pollo aquí le sale llaga en la boca. ¿Sardina enlatada? Nada de eso se puede”. La resignación aquí también es parte del menú. Es, de hecho, el plato fuerte.
“De vez en cuando comemos pan”
Nadie quiere hablar. Prefieren que lo haga Gladymar Gutiérrez, la abuela de todos. 65 años. Es quien conduce a la familia. Y quien ahora está barajando qué se puede cocinar para el almuerzo.
Viven en la invasión Las Tablitas, en Guaiparo. Pero este rancho no tiene ni una tabla: es de zinc con una pared de bloques. Gladymar es de pocas palabras. Dice que prefiere que pasen a ver lo que hay para comer.
¿Y la nevera? Nada de eso. Acá no hay nevera. Hay un refrigerador que no sirve. O sirve a medias: por un lado tiene un bloque de hielo. Por el otro, nada. Los compartimientos de la tapa, oxidada, sirven como despensa. Tampoco hay mucho para guardar. Hay medio aguacate, medio paquete de caraotas, uno de frijol y uno de arroz.
¿Nada más? Nada más. Es lo último que les queda a todos (cuatro niños y cinco adultos) para comer. Y para comer no solo hoy: eso (el medio aguacate, el medio paquete de caraotas, el paquete de frijoles y el paquete de arroz) es para comer hasta quién sabe cuándo.
“A veces podemos comer sardina con yuca o con casabe. Nada de carne, pollo, ni jamón ni chuleta. ¿Pescado?, ¿qué va a estar comiendo pescado uno? Cuando trabajo como queso o como jamón. Y comemos arepas solo cuando viene el CLAP. De vez en cuando comemos pan”, asevera a regañadientes, sin pararse de la silla en la que reposan sus brazos enflaquecidos, con los colgajos de piel que se baten con cada ademán de rabia: los gestos que terminan con la resignación de los dedos entrecruzados sobre las piernas.
No tiene pensión. Sus hijas no ganan. El esposo de una de ellas es quien trabaja. Para ella, alguien es el culpable: “Maduro es el que tiene esta vaina mal”. Y dice que ya no quiere hablar más. Que así, quizás, se ahorra las energías: las energías que no tiene porque lo que sobra es hambre.
“Comer es un dilema, ¿oyó?”
Vendió unos repuestos. Vendió el decodificador de Directv. Vendió un reproductor de DVD. Y lo ha hecho para que ella y sus dos hijos puedan comer. Aunque eso implique deshacerse de buena parte de lo que le dejó su esposo, quien murió hace un par de años.
Viven en la invasión Las Tablitas, en Guaiparo. Pero este rancho no tiene ni una tabla: es de zinc con una pared de bloques. Gladymar es de pocas palabras. Dice que prefiere que pasen a ver lo que hay para comer.
¿Y la nevera? Nada de eso. Acá no hay nevera. Hay un refrigerador que no sirve. O sirve a medias: por un lado tiene un bloque de hielo. Por el otro, nada. Los compartimientos de la tapa, oxidada, sirven como despensa. Tampoco hay mucho para guardar. Hay medio aguacate, medio paquete de caraotas, uno de frijol y uno de arroz.
¿Nada más? Nada más. Es lo último que les queda a todos (cuatro niños y cinco adultos) para comer. Y para comer no solo hoy: eso (el medio aguacate, el medio paquete de caraotas, el paquete de frijoles y el paquete de arroz) es para comer hasta quién sabe cuándo.
“A veces podemos comer sardina con yuca o con casabe. Nada de carne, pollo, ni jamón ni chuleta. ¿Pescado?, ¿qué va a estar comiendo pescado uno? Cuando trabajo como queso o como jamón. Y comemos arepas solo cuando viene el CLAP. De vez en cuando comemos pan”, asevera a regañadientes, sin pararse de la silla en la que reposan sus brazos enflaquecidos, con los colgajos de piel que se baten con cada ademán de rabia: los gestos que terminan con la resignación de los dedos entrecruzados sobre las piernas.
No tiene pensión. Sus hijas no ganan. El esposo de una de ellas es quien trabaja. Para ella, alguien es el culpable: “Maduro es el que tiene esta vaina mal”. Y dice que ya no quiere hablar más. Que así, quizás, se ahorra las energías: las energías que no tiene porque lo que sobra es hambre.
“Comer es un dilema, ¿oyó?”
Vendió unos repuestos. Vendió el decodificador de Directv. Vendió un reproductor de DVD. Y lo ha hecho para que ella y sus dos hijos puedan comer. Aunque eso implique deshacerse de buena parte de lo que le dejó su esposo, quien murió hace un par de años.
Su nombre es Yurmaris Valdiviezo. Tiene 32. Su hijo, 16. Su hija, 14. Viene de la calle con unas ramas de orégano para ponerle a las caraotas que va a cocinar para el almuerzo. Dice que hace lo que sea para que en su casa, en Puerto Libre, Puerto Ordaz, se coma tres veces al día.
Por ejemplo, en la mañana ralló topocho sobre la harina de maíz. Para rendirla, claro está. El menú básico de los tres es, señala, el de “la mayoría de los venezolanos: la sardinita con la yuquita”.
Más que rutina de preparar desayuno, almuerzo y cena, para Yurmaris “comer es un dilema, ¿oyó?, porque todo está exageradamente caro”. Y de hecho, la agenda de sus días relaciona todo con el hecho de comer: cuando no está cocinando y buscando comida más barata, está en el banco buscando dinero en efectivo. Justamente, para comprar esa comida más barata.
“Si vamos a los chinos o a vendedores informales, todo es más caro. Además de sardina y yuca, a veces también cocino la caraota con el arroz. Lo otro es que a veces compro pollo. Prefiero pagar un poquito más y llevarme el muslo. Con las sardinas también trato de prepararlas de otra forma: las meto en la olla de presión para hacerla como la de lata y la guiso. La comemos con espagueti”, explica.
No tiene más alternativa que ese ritmo de vida. Hay una razón de peso: lo que les dan a sus hijos en el Liceo Oscar Luis Perfetti ni siquiera lo llama comida. Denuncia que son sobras recalentadas. “El espagueti una vez se lo dieron medio baboso. Y también a veces se los dan frío de nevera. Y es sin nada: solo el espagueti. Le dije al director que si veía que les daban eso otra vez, iba a ir a la Zona Educativa”.
Yurmaris mira qué hay alrededor. Dice que puede vender esto y que puede vender aquello. Dice que prefiere que no haya cosas en su casa pero que haya tres platos de comida todos los días.
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