Tal vez por ser extenso e intenso vecino de esa fuerza colosal que es Estados Unidos, México ha sido siempre un Estado afectuoso con los enemigos reales o presuntos del tantas veces mencionado, insultado y rechazado “imperialismo norteamericano”. Pero el mundo es como es, la vida marcha como marcha, y a lo largo de los años los mexicanos con menos recursos se han pasado al vecino norteño, y hoy conforman una comunidad gigantesca que habla y piensa no en inglés simplemente, sino en estadounidense, que no es lo mismo. Igual que los cubanos, la comunidad de origen latino en Estados Unidos puede que siga comiendo caraotas y rezando a la Virgen de Guadalupe y a la de la Caridad del Cobre, pero van ya por varias generaciones y son estadounidenses.
Al mismo tiempo, durante los últimos años de expansión del izquierdismo latinoamericano inventado -¿o deberíamos decir soñado?- por Fidel Castro, e impulsado por una mezcla de tonterías y del muy propagandeado prestigio del Foro de Sao Paulo, la región que los sucesivos gobiernos estadounidenses olieron como importante para su país, pero nunca atendieron ni entendieron adecuadamente enredados entre guerras mundiales, el sobredimensionamiento del comunismo soviético y chino y sus guerras públicas y escondidas, y la tradicional fascinación norteamericana por Europa, fue cayendo país a país en las manos de una izquierda que, por sí sola, no era capaz de ganar elecciones ni siquiera en verbenas.
Entre dirigentes políticos que priorizaban su popularidad –no la generada por ellos sino la que creían nacía de las masas- sobre las realidades y necesidades verdaderas de los pueblos, es decir, políticos pero no estadistas, y los egoísmos y blanduras de empresarios que sin protección estatal no eran capataces de competir con nadie, incluyendo –con algunas excepciones- a los medios de comunicación que vivían de los ingresos de las pautas publicitarias de esos mismos empresarios y gobiernos manejados por los políticos, los pueblos latinoamericanos fueron dejando de lado viejas tradiciones para esperar sólo los anunciados grandes beneficios.
Fue el tiempo del izquierdismo abombado, prepotente, que tenía como deporte de entrenamiento retar a Estados Unidos y como fuente de financiamiento los ingresos por la venta de sus recursos naturales a Estados Unidos –o Cuba a la Unión Soviética por unos años-, el tiempo de los héroes del populismo como Lula Da Silva, los Kirchner, adecos y copeyanos primero que finalmente entregaron a Hugo Chávez y sus cómplices, Rafael Correa, Evo Morales, populistas como Menem y otros, para no entrar en demasiados detalles ni largas temporadas.
El tema es que todos fracasaron y varios de ellos o murieron como Castro y Chávez, o terminaron presos como Da Silva o perseguidos por la justicia como Correa y la viuda Kirchner. Fracasaron y dejaron a sus países arruinados, confundidos, desalentados, incluso avergonzados, y vino la reacción, es decir, el desprestigio de la izquierda como alternativa y el crecimiento de la derecha o, como mínimo, del centro.
A tal punto el fracaso y la vergüenza, que Lenin Moreno, llevado a la Presidencia de Ecuador impulsado por el propio Correa, se decidió a darle una patada en el trasero al muy declarador dirigente y un golpe de timón al país. En Brasil los escándalos de corrupción no sólo llevaron a Lula Da Silva a la cárcel, sino a un ultraderechista al poder.
En ese ambiente, con una Cuba que no se sabe muy bien a dónde irá en cuanto empiecen a morir los octogenarios que conforman el epílogo castrista, y una Venezuela que ha terminado convirtiéndose en el más claro ejemplo de cómo no se debe gobernar, es donde logra su oportunidad, tras muchos años haciendo descarado populismo, el mexicano Andrés Manuel López Obrador.
Con un Mauricio Macri claramente conservador y procapitalista, un empresario exitoso gobernando por segunda vez a Chile, con una Colombia creciendo fuertemente que eligió Presidente nada menos que a un alumno de Alvaro Uribe, una Centroamérica que con la excepción nicaragüeña avanza en direcciones parecidas, los mexicanos caen en trampas y errores de percepción similares a los venezolanos a fines del siglo XX y comienzos del XXI y se embarcan con quien promete hasta cerrar la residencia presidencial para rescatar al pueblo de su miseria.
Pero en un país tan grande, con obvios problemas sociales y también con presencia profunda de las más importantes empresas e iniciativas estadounidenses y europeas, con un fuerte empresariado mejicano, es difícil pensar que López Obrador pueda desarrollar tranquilamente un castrochavismo a la mejicana. Pareciera más bien que lo que busca es usar ese mandato como un trampolín hacia el liderazgo de la izquierda latinoamericana que dos muertos y un preso han dejado vacío mientras se derrumba.
Sus rivales posibles están heridos de muerte política. Ortega y Maduro manchados de sangre y de torturas y abusos gubernamentales, Lula da Silva preso por corrupción, Díaz-Canel aplastado por el peso del castrismo que no cede ni un milímetro, y con un futuro muy complicado cuando el anciano heredero se termine de morir.
La pregunta importante sería si la izquierda latinoamericana y sus porcentajes minoritarios, las masas electoras difíciles de prever y los Estados Unidos, cederán ese liderazgo a un parlanchín como López Obrador.