Se publicó esta semana una columna de opinión de Joe Biden, su personal lectura de las relaciones internacionales del continente. “El hemisferio occidental necesita el liderazgo de Estados Unidos”, nos dice el ex vicepresidente desde el mismo título de su artículo aparecido en Americas Quarterly.
El texto es crítico de la administración Trump. Ello por sus inclinaciones proteccionistas, sus posturas contrarias a la inmigración y su falta de interés en América Latina, afirma el ex vicepresidente, todo lo cual califica como una “abdicación del liderazgo en la región”. Agregando que, además, dicho vacío está siendo aprovechado por China y por Rusia, entre otros rivales de Estados Unidos.
Lo cual es muy cierto y ocurre desde hace tiempo, incluida la época en la que Biden ocupaba la oficina del Edificio Eisenhower del Ejecutivo dentro del complejo de la Casa Blanca. La nota contrasta los aparentes fracasos de Trump con los supuestos éxitos de la administración que lo tuvo como número dos, citando el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba, la paz en Colombia, y la cooperación con México y Brasil como ejemplos.
También critica al gobierno actual por no hacer lo suficiente para combatir la corrupción de Ortega y Maduro, como supuestamente hicieron Obama-Biden, y así limitar la brutal represión que ambos gobiernos autoritarios ejercen sobre nicaragüenses y venezolanos respectivamente. Llama la atención el argumento, la selección de ejemplos en una narrativa que revela ser auto-congratulatoria.
Y también auto-complaciente. Otras interpretaciones de la política exterior de Obama-Biden respecto a América Latina, que seguramente el ex vicepresidente debe haber leído y escuchado, sugieren mayor mesura, sino un firme agnosticismo, en relación a aquellos supuestos éxitos. Es que en realidad no han sido tales.
Primero Cuba, donde el deshielo no ha cambiado nada concreto y, por el contrario, tal vez esté ayudando al régimen de partido único a prolongar su estadía en el poder. Los disidentes y activistas de la sociedad civil, los luchadores de derechos humanos, los periodistas independientes, todos están de acuerdo que la coerción de la Seguridad del Estado—policía política del régimen—ha crecido desde diciembre de 2015.
A esta altura el sentido común instalado dice que Obama concedió mucho a cambio de poco o nada. Él mismo visitó la Isla en marzo de 2016 y dio una magistral disertación ante toda la nomenclatura del Partido Comunista sobre las bondades de la democracia competitiva y la libertad de expresión, pero no los convenció. Dos años más tarde esa misma nomenclatura se reeligió otra vez, 605 diputados entre 605 candidatos, y ungió a Díaz Canel en la presidencia. Democracia competitiva, no gracias.
Lo que es más grave, desde el restablecimiento de relaciones diplomáticas la influencia de Cuba en otros países de la región ha crecido. Es que el castrismo se ha visto empoderado, en realidad. La presencia de oficiales militares cubanos en Venezuela ha crecido desde entonces y solo en términos de la influencia de La Habana puede comprenderse la actual deriva represiva de Ortega en Nicaragua y la intención de Evo Morales en Bolivia de perpetuarse en el poder. Tal cual dice el manual de instrucciones del castrismo, no hay alternancia que valga.
Llama la atención la preocupación actual de Biden por la corrupción y el autoritarismo en Nicaragua y Venezuela. Olvida que la perpetuación de Ortega en la presidencia tuvo un socio muy importante: la comunidad de negocios estadounidense. Atraídas por ventajosas oportunidades comerciales junto a la estabilidad política y el bajo crimen, muchas firmas americanas apoyaron a Ortega. Así fue durante las dos presidencias de Obama, una relación que comenzó a deteriorarse recién a partir de la ofensiva represiva iniciada en abril de este año.
Algo parecido puede decirse de Venezuela. Que el régimen chavista era una organización criminal corrupta y autoritaria también se sabía entre 2009 y 2017, los años de Obama-Biden, pero entonces Washington privilegió el deshielo en Cuba y la paz en Colombia, para lo cual vio conveniente estabilizar la dictadura de Venezuela. Maduro era uno de los garantes de las conversaciones de paz, no era de casualidad que las FARC llegaban a La Habana en aviones de PDVSA.
Y más aún, cuando Maduro estaba contra las cuerdas durante el llamado al referéndum revocatorio en 2016, que habría dado una solución constitucional a la prolongada crisis política, el Departamento de Estado de John Kerry apoyó el supuesto diálogo de Zapatero, el cual solo perseguía la continuidad del régimen, algo que ya nadie disputa. Pues el fraude de Zapatero, y eso era, jamás habría llegado tan lejos sin el apoyo de Washington durante esos años.
Por cierto, entonces, América Latina no extraña aquel liderazgo de la administración Obama. Nótese un elemento adicional, consecuencia de la política exterior de esa misma administración hacia Irán, con efectos dramáticos en el hemisferio occidental. En el “Proyecto Cassandra”, un grupo de agentes de la DEA estaba detrás de Hezbollah por actividades de narcotráfico, pero sin encontrar suficiente apoyo por parte del gobierno. Según fue documentado por varias investigaciones, como parte de la negociación por el acuerdo nuclear, la administración Obama le había concedido a Irán una cierta indulgencia para con dicha organización terrorista.
Como resultado, Hezbollah expandió el alcance geográfico de sus operaciones, haciendo pie firme en América Latina. Los negocios ilícitos prosperan con Estados fáciles de capturar, fronteras porosas y corrupción generalizada. Hoy sabemos que las platas del narcotráfico, la obra pública y el terrorismo se lavan en el mismo sitio. De la triple frontera a Sinaloa, los expertos en seguridad certifican que Hezbollah llegó a la región para quedarse. En Argentina ya estaba desde bastante antes, el atentado a la AMIA lo evidencia.
Reescribir la historia post-hoc es fácil fuera del poder, pero no es intelectualmente aceptable. Promover la gobernanza y la democracia, como pregona Biden, con el apaciguamiento de dictadores y siendo blando con el crimen transnacional no es precisamente la receta del éxito en política exterior. Aquellos errores se pagan muy caro en América Latina, hoy y por décadas futuras.
@hectorschamis