La semana pasada vi Roma de Alfonso Cuarón. Tenía mucha expectativa por hacerlo y subrayo esto como una de sus características positivas: la necesidad de verla se ha viralizado. Hacía tiempo que un film no se ponía en medio de la discusión colectiva. Me atrevo a decir que se trata de la primera película latinoamericana que alcanza esa relevancia de hashtag ecuménico en nuestras agendas de consumidores culturales. Nadie quiere perdérsela, todos opinan de ella. Es el comienzo de un diálogo enriquecedor con el sello de nuestra condición y nuestra lengua. En consecuencia, ha tenido detractores y defensores y no se opta por la tibieza. Pocos se acogen a la indiferencia a la hora de referirse a ella. Güelfos y gibelinos alzan o bajan el pulgar con un entusiasmo contagiante. Es la hora en que nuestros productos civilizatorios actúan como una caja de resonancia interna.
Lo primero que nos podemos preguntar es si existe una cultura hispanoamericana o latinoamericana propiamente dicha y común entre nuestros países. Es lo que tan magníficamente se cuestionó Efraín Subero como el problema de definir lo hispanoamericano. Hay grandes coincidencias fundadas desde el idioma, la religión, el Estado y una historia común. Vínculos de una similitud que nos remiten a España. Lo latinoamericano acusa diferencias, parcialidades, discronías como pudiese apuntar la doctora Graciela Soriano de García Pelayo, pero cuando vemos Roma reconocemos que hay un discurso que se narra desde un territorio metafórico compartido; y allí empezamos a mirarnos con sorpresa en un relato que nos identifica en términos hemisféricos. Es una familia de clase media viviendo la modernidad, con aspiraciones, que no está segura si ascenderá como sus parientes y amigos por la escalera social, bajará o permanecerá donde está. Porque esta familia en interacción con las criadas sufre un doble quiebre y a partir de allí comienza un cambio inevitable. La acción se desarrolla en la colonia Roma de la Ciudad de México, pero Roma también es el anagrama de amor que es la tabla final de salvación para permanecer en unión ante los avatares cotidianos por los que se transcurre.
Cuarón construye una épica cotidiana desde el detalle. Hay un jubileo setentoso minuciosamente contado desde una franela con la inscripción “Amor es” hasta el disco de Jesucristo Superestrella. Es una creación que mira y es contemplada desde muchos ojos propiamente hispanoamericanos: el abandono del padre, la paternidad irresponsable, los abismos sociales, el telón de fondo de la protesta política, la violencia, la urbe compleja y maternal. Son los setenta encajados en un blanco y negro como guiño maniqueo. Gobierna el licenciado Luis Echeverría, secretario de Gobernación durante la matanza de Tlatelolco, y presidente que hacia afuera pide el respeto a los derechos humanos mientras los viola a lo interno. La familia trata de sobrevivir a un padre que se ha ido y a que Cleo, la criada, ha quedado embarazada de un individuo que la rechaza junto a la “carga” que trae. Hay quienes han visto la película desde la perspectiva de la confrontación social entre la familia y la empleada. Incluso han advertido un cierto malinchismo de parte de la última al plegarse a la familia donde trabaja y confesar que no quería que viviese la hija que esperaba con lo que asume que sus verdaderos lazos se afincan en la colonia Roma más allá de su indigenismo y una lengua propia cada vez más desfigurada por el español. Nada más lejos de la realidad: el habla constructora que maneja la cinta, por encima de que cada quien esté en su puesto, es un firme homenaje a la resiliencia femenina expresada en la abuela, la madre y la muchacha de servicio. Tres personajes que convergen y militan en el abandono y de lo que son capaces de procurar para sobreponerse. El director exhibe el dilema interno por vencer a los demonios de la vida que tocan de vez en cuando a la puerta.
Conmovedora. Es el adjetivo que encuentro para esta película que me trasladó de inmediato a mi propia infancia donde tampoco faltaron las cargadoras, los perros y sus caquitas en el patio. Además es una pieza muy de nosotros, tremendamente propia de nuestra razón de ser colectiva. Acostumbrados como estamos a los blockbusters de Hollywood donde siempre se sabe lo que va a pasar hasta con el inevitable mensaje aleccionador del final, con Roma nos miramos al espejo con la sorpresa de no contar con la resolución de oro de algún final epopéyico o sentimentaloide. La conclusión es que la vida sigue y propone razones de resistencia mientras quede no contentarse con la realidad. Hay que ponerse de pie y aplaudir a rabiar a Alfonso Cuarón.
@kkrispin