Yoani Sánchez, La Habana, enero 2019
El poder abusivo envejece. Y muere. Su longevidad depende, entre otras condiciones, de su origen, de su circunstancia histórica, del éxito en sus propósitos, de los apoyos externos, de la oposición interna y, lógicamente, de su robustez financiera. El castrismo cubano gozó del favor de los astros de la historia: venció a una detestada dictadura, sus líderes fueron venerados como héroes legendarios, conquistó las simpatías de Occidente al desafiar al entonces odiado imperialismo yanqui y tuvo la protección de la internacional comunista durante la guerra fría. Su épica, que alumbraba un camino para la redención de los explotados del Nuevo Mundo, fue seductora para la intelectualidad occidental. También para importantes líderes democráticos del continente y Europa.
Pero toda aquella fantasía emancipadora devino en vulgar dictadura, en una sociedad condenada a la pobreza, al terror de una vida vigilada, sin más futuro que las promesas oficiales de propaganda y mentiras. No obstante, el régimen ha perdurado gracias al socorro de poderosos reconstituyentes: tres décadas de rubros soviéticos, una década asociada al narcotráfico colombiano y las dos últimas parasitando a Venezuela. Hoy, agotada su capacidad para movilizar las masas como en tiempos de Fidel, sin logros que ofrecer y languideciendo el otrora generoso auxilio petrochavista, apela al recurso de consagrar la “irrevocabilidad socialista” en una nueva Constitución Nacional. Una carta magna santificada, de obligatoria observancia, como una Sharia islámica de la revolución.
Por su parte, nuestra revolución chavomadurista -sin gloria alguna que mostrar- postrada sobre una economía en ruinas, sin apoyos internacionales (que se esfumaron con la caída del precio del petróleo) y condenada mundialmente, ya no puede ir –petróleo en ristre- al rescate de Cuba. Tampoco tiene músculo para rescatarse a sí misma.
Dos patrañas prontas a convertirse en zombis de su propio apocalipsis. Primero la nuestra, por supuesto…