Crónica desde Cúcuta: El día que Maduro cruzó la línea roja

Crónica desde Cúcuta: El día que Maduro cruzó la línea roja

En el Puente Simón Bolívar, los matones del chavismo reprimieron a quienes intentaron ingresar la ayuda humanitaria a Venezuela. (Sukanti Bhave)

“Desertaron tres miembros de la Guardia Nacional Bolivariana hacia Colombia”. Fue lo primero que leí en la mañana. Había ocurrido en el Puente Simón Bolívar, que une al país de la cordialidad con el otro, secuestrado. Luego vi las imágenes: eran tres jóvenes, bastante prematuros, huyendo de sus compañeros. Y del odio puro, genuino, a cualquier autoridad venezolana, pasé a la comprensión. Ellos también se sentían secuestrados. Y entonces lograban su libertad. Conmovía ver aquello.

Por Orlando Avendaño en Panampost

El cainismo inherente a los bárbaros provocaba que las próximas deserciones fueran accidentadas. Supimos que a uno lo asesinaron por la espalda mientras huía de Venezuela. Había sido su amigo, según contó la hermana de la víctima. Y el horror, la más profunda consternación ante lo que eran capaces los miembros del sistema, se alzaba como nunca lo había hecho. Eran momentos cruciales.





A las 9 de la mañana estuve en la entrada del Puente Internacional Las Tienditas, centro del mundo occidental ese día. A las afueras, miles de ciudadanos se concentraban. Plantados sobre la grama, para no obstaculizar el tráfico, contagiaban a quien se acercara con una euforia propia de quien celebra lo que no ha ocurrido.

“¡Sí se puede! ¡Sí se puede! ¡Sí se puede!”.

Muchos habían dormido allí. En vigilia, esperaban el toque del clarín. Andaban dispuestos a seguir instrucciones. Casi todos eran venezolanos. Muchos muy pobres. Muy, pero muy pobres. Todos sin ropa apropiada; pero no les importaba. Estaban allí, iban a hacer historia e iban a ganar. Porque ya lo sabían, y por eso celebraban. Es por eso también que el día anterior todos habían estado disfrutando el concierto de sus vidas, el gran evento en el que cientos de miles pecaron de triunfalista —pero es que ese era el momento de ser triunfalista y anticiparse a los hechos—. Y allí estaban, bajo un sol déspota, a la entrada del Puente Las Tienditas, esperando instrucciones.

Las órdenes llegaron casi una hora después. “Ahora sí pueden pasar”, les dijo a los miles un funcionario de la policía colombiana que bloqueaba la única entrada enmarcada en una reja negra. Los primeros en enfilarse fueron los de un grupo que portaba boinas azules. “¿Qué son?”, le pregunté al de cara amistosa. “Somos fuerzas de paz”.

Pude adelantarme gracias a las credenciales de prensa y, luego de pasar una severa requisa de varios funcionarios, me sorprendió lo que vi: dos ancianos, uno a cada lado, con rosas blancas en sus manos, dándolas a cada uno que lograra pasar la hilera de policías. En cuestión de minutos, eran miles de venezolanos los que tenían en sus manos rosas blancas. Y al blandirlas, nuevamente aparecía esa imagen que enternecía.

La multitud era dirigida por el diputado Ismael García. Con megáfono en mano, trataba de ordenar aquella masa de ciudadanos libres pero enardecidos. Aún con guiños a la paz entre sus manos, la intención se enfocaba en salir ese día del dictador Nicolás Maduro. Querían agarrar los insumos de la ayuda humanitaria y pasarlos hacia el otro lado. Ese día querían tocar suelo venezolano. Estaban convencidos de que lo harían.

(Sukanti Bhave)

Uno de los que sobresalió entre la gente fue el militar venezolano Clíver Alcalá Cordones, antiguo comandante chavista y golpista. Traía a alguien consigo y lo quería presentar a la turba: otro funcionario había desertado de Venezuela. Era el mayor Parra.

Gritos y aplausos. Júbilo, que tenemos a otro nuevo de nuestro lado. Parra habló pero no se escuchó bien. Musitó su valiente decisión y dijo que reconoce como presidente legítimo de Venezuela a Juan Guaidó.

No pasó de allí la multitud. Un cordón de la policía colombiana los aguantó. Aún faltaban par de kilómetros para llegar a los hangares de hormigón en los que estaban resguardadas las toneladas de ayuda humanitaria ofrecida por varios países. Me alejé y, tras varios metros, encontré grandes amigos y admirables gentes.

Diego Arria, Miguel Ángel Martín, el diputado Armando ArmasDavid Smolansky y Héctor Schamis. Todos venían, junto a una pequeña multitud de cien personas, de un edificio que ahora tenía a varios metros. Caminaban hacia el gran hangar de hormigón, frente al que estaban estacionados unos 10 camiones.

“¿Día histórico, no?”, me dijo Arria. Martín, el presidente del Tribunal Supremo en el exilio, me dijo que no había parado. El diputado Armas ratificó que vamos bien, que falta poco. David expresó la misma idea: que pronto, que muy pronto.

A esa hora los reportes que llegaban de los otros focos de atención eran inquietante. En Santa Elena de Uairén, en la frontera de Venezuela con Brasil, había empezado la represión. Miembros de la Guardia Nacional Bolivariana se habían plantado para impedir el ingreso de la ayuda humanitaria. Con perdigones y gas lacrimógeno armarían el boicot. No pasará, era el mantra chavista.

Casi imperceptibles, escondidos entre una muchedumbre de periodistas y oficiales de seguridad, caminaban el secretario general de la OEA, Luis Almagro, y los jefes de Estado. Eran los presidentes latinoamericanos Iván Duque, Sebastián Piñera y Juan Guaidó, la gran estrella del momento. El día anterior había llegado a Cúcuta, burlando las custodiadas fronteras venezolanas, en lo que fue una corajuda y brillante jugada.

Luego, en el medio de un patio amplio, bajo el inclemente sol de Cúcuta, hablaron al mundo. Todos destacaron la importancia de lo que iba a ocurrir. En breve, los camiones tras su espalda, variopintos, ninguno igual al otro, bastante arcaicos, pero impecablemente alineados entre sí, partirían hacia sus destinos venezolanos. Unos se irían por el Puente Simón Bolívar, otros por el de Ureña, por el Unión y, el resto, por allí. Por Tienditas. Que los containers atravesados no os preocupéis.

El momento fue mágico. Inspirador. Como un coro que afinaba, los choferes de los camiones empezaron a sonar las bocinas. Luego, todos al mismo tiempo. Los 10 gigantes de metal se articularon para brindar a los espectadores un espectáculo que anunciaba lo que venía. ¡Zarpa la ayuda humanitaria! De repente, otra imagen apasionante: guindado a la puerta del conductor, en el primer camión, blanco y con decoración azul manida en el parabrisas, el presidente de Venezuela, Juan Guaidó. Puño al aire, sonrisa esbozada.

Los presidentes, junto a Almagro, empezaron a caminar hacia el edificio en el que se habían concentrado pocos minutos antes. Ya Guaidó no andaba sobre un camión, sino nuevamente rodeado por decenas de periodistas. Entre una barrera formada por una escuálida seguridad, inapropiada para la presencia de tres presidentes occidentales, los mandatarios caminaron hasta entrar en el edificio. En eso, el ambiente adoptó un hermetismo incómodo.

Seguían llegando los reportes. Se supo que ya varios armatostes de metal se habían dispuesto frente a sus respectivos puentes. Y, a ellos, la respuesta fue incivilizada. Cruel y despiadada, innata de esos tipos que están en Fuerte Tiuna y dan las órdenes. Represión. Muchas balas y mucho gas. Varios heridos. Conocimos de muertos en la frontera con Brasil. Empezaba el horror.

Pero las expectativas se seguían concentrando en Tienditas. Eran las once de la mañana y la multitud de ciudadanos esperanzados, eufóricos, con rosas en sus manos, aún esperaba en la entrada de la vía al Puente. Me acerqué al límite del lado colombiano, a pocos metros de Venezuela, y me sorprendió ver aquello: cientos de periodistas y medios ya acechaban desde allí la noticia. CNN, alguien de The New York Times, gente de Reuters, NTN24Telemundo, Univisión y del diario El Mundo. Allí me enteré de que hasta Netflix grababa un documental.

“Jamás había visto un evento que recibiera tanta cobertura. Esto es histórico”, me dijo un periodista de Reuters. Él, americano, había estado en muchos lugares. Aun así, le sorprendía la presencia de tantos medios allí.

Seguían los containers soldados al suelo. El más cínico era el azul, el del lado derecho, con la palabra «paz» pintada en blanco. Sobre el del lado izquierdo, el naranja, destacaba un detalle pesado: había tres personas, con cámaras en sus manos, viendo hacia Colombia. “Es Telesur”, me explicaron.

Doce del mediodía y no pasaba nada en Tienditas. No pasaba nada más que la incordia por el sol, el inhumano calor y la falta de agua. ¡¿Dónde hay agua?! Todos andaban de un lado a otro buscando esas bolsitas de plástico que había que morder en una esquina para chorrearse. En diferentes momentos los periodistas pudieron entretenerse. Primero, cuando apareció un gordito bajito, medio encorvado, con una gorra de Venezuela y una bandera que no dejaba de ondear. Era un supuesto coronel retirado con un mensaje al mundo. Y, ante la inercia, pues cubrirlo. Luego llegó Nacho. Todos aman a Nacho. Y fue directo a que lo entrevistara Fernando Del Rincón.

(Sukanti Bhave)

A varios metros, como una especie de Presidencial Emergency Operations Center, pero sin ser un búnker, los presidentes seguían discutiendo qué hacer. Estaban Piñera, Duque, Guaidó, el ministro de la Defensa de Colombia y parte del alto mando militar colombiano. Seguían de cerca lo que pasaba en los otros puentes gracias a tres televisores que, en vivo, mostraban la represión. Esa respuesta de las Fuerzas Armadas despertaba la inquietud de, principalmente, Iván Duque.

Qué hacer, cómo hacerlo. Qué hacer allí, en Tienditas. Ya tenían listas unas grúas para remover los containers; pero, ¿y luego qué? ¿y cómo hacerlo? ¿Y qué con los miles que aún aguantan bajo el sol que pica?

El ambiente era tenso, supe. Los presidentes querían tener la certeza de cuál iba a ser la respuesta de los militares venezolanos en Tienditas. Algo les impedía tomar una decisión: Duque no se arriesgaría a tener heridos —o muertos— del lado de Colombia. Eso era inaceptable. No podía ocurrir.

Como a las dos de la tarde una mujer que había estado con el grupo de miles aún instalado en la entrada al Puente, logró esquivar óbices para llegar hasta el límite colombiano de Tienditas, donde estaban los medios. Allí andaba un diputado e, histérica, se descargó. Qué cómo se atreven a tener a la gente aguantada desde las nueve de la mañana, que era una grosería, un abuso, que qué vaina con jugar con la gente. ¡Que ya, coño! ¡Que los dejen pasar que quieren llevar la ayuda humanitaria! ¡Que se vayan los presidentes si es que se tienen que ir para que eso ocurra pero que ya!

Tendrán que seguir allá, aguantando, porque la orden la dan los presidentes. Y aún no han dicho nada. Luego de que la mujer agitada se marchara, le pregunté al diputado que qué pasará en Tienditas. “No sabemos aún. Estamos viendo. Pero este puente lo cruzamos. Lo cruzamos como sea. Si es que tenemos que pasar sobre los containers, lo haremos”. No entendía. Parecía no saber, de hecho, qué iban a hacer. Parecían marchar sobre una agenda improvisada. A mí me habían dicho que los iban a quitar con grúas.

“¡Corre! ¡Vamos!”, le dijo una periodista a su compañero. En eso, como quince más fueron detrás de ellos. Salieron, raudos, hacia una esquina del puente, donde termina el concreto y aparece la selva. Y allí venían. Eran tres. Su uniforme era claro para los que los sufrimos en Venezuela. Escoltados por el Ejército colombiano, eran nuevos desertores de la Guardia Nacional Bolivariana. “¡Y siguen desertando!”, le comenté al diputado. Me regañó. “Que no están desertando. Se están apartando de Maduro y reconociendo la Constitución”. Aún no sabemos cómo decirle entonces a los valientes.

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Orlando Avendaño es periodista venezolano, egresado de la Universidad Católica Andrés Bello con estudios de historia de Venezuela en la Fundación Rómulo Betancourt. Columnista y redactor del PanAm Post desde Caracas. También es autor del libro «Días de sumisióncómo el sistema democrático venezolano perdió la batalla contra Fidel». Síguelo @OrlvndoA.