El número de venezolanos que abandonó el país ha alcanzado los cuatro millones, informa ACNUR, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados. Si la cifra aturde—el 13% de la población y solo superado por Siria, país en guerra desde 2011—el ritmo de dicho éxodo simplemente abruma. Es que eran solo 695.000 a fines de 2015. Desde noviembre de 2018, el número de migrantes aumentó en un millón.
Los países latinoamericanos recibieron a la gran mayoría de venezolanos. A Colombia han llegado 1.3 millones, a Perú 768.000, a Chile 288.000, a Ecuador 263.000, a Argentina 130.000 y a Brasil 168.000. En Colombia, por ejemplo, los recursos destinados a atender esta crisis representan 4 puntos del producto. Según reporta el Grupo de Trabajo sobre Migrantes y Refugiados Venezolanos de la OEA, cada día adicional de Maduro en el poder, son otros cinco mil venezolanos que emigran. Me pregunto si en las capitales de la región han hecho la simple aritmética.
Y, a pesar de ello, la ONU continúa sin otorgarles el status de refugiados, imprescindible para acceder a protección legal (pasaporte de refugiados, por ejemplo) y ayuda internacional acorde. Para tener una idea: para los “refugiados” sirios, que sí tienen dicho status, se destinan 5.000 dólares per cápita; para los “migrantes” venezolanos, solo 300 dólares per cápita. Informar y hablar sobre esta tragedia, sin hacer lo necesario, es una manera de normalizar este horror.
Es que 1,1 de esos 3 millones son niños, a quienes sus padres sacan del país huyendo de una total catástrofe humanitaria. Uno de cada tres niños en Venezuela, 3,2 millones, requieren urgentemente asistencia nutricional, en salud y en educación. La magnitud de la crisis es tal que ha expulsado del sistema escolar a más de 750.000 niños y adolescentes. La mortalidad de niños menores de cinco años se ha duplicado, de 14 por cada 1.000 nacidos vivos entre 2010-2011 a 31 por cada 1.000 en 2017.
Normaliza este horror el diálogo en Oslo. Transcurre en el hermetismo. Ni la sociedad venezolana ni la Asamblea Nacional conocen los términos de lo que allí se conversa, como tampoco los embajadores de Juan Guaidó. El gobierno de Colombia se enteró por los medios. Todo ello es coherente con la opacidad del régimen, ese es su hábitat natural que el gobierno interino ha aceptado compartir.
En Oslo hay diputados que negocian con el régimen, mientras un tercio de ellos ni siquiera puede asistir a las sesiones por estar encarcelados, secuestrados, exiliados, asilados en alguna embajada o escondidos. El vicepresidente de la Asamblea, Edgar Zambrano, está desaparecido, sin que se haya informado a su familia de su estado de salud o si está con vida.
¿En su nombre también hablan en Oslo? ¿Le han exigido al régimen dejar de torturar como condición para sentarse a conversar con los torturadores? No se tiene certeza de quién decidió este diálogo, pero no sería bueno que Venezuela esté pasando de una usurpación a otra. Solo los votos dan legitimidad.
La diplomacia de los eufemismos también normaliza el horror, pues convive con él. Tres países del Grupo de Lima—Canadá, Chile y Perú—se reunieron con otros del llamado Grupo de Contacto, la jefa de la diplomacia europea, Federica Mogherini, Portugal y Uruguay. El objetivo era conversar sobre “elecciones libres” en Venezuela pero sin especificar que para que ello ocurra, antes Maduro debe abandonar el poder. Para que su diplomacia sea creíble, el Grupo de Lima no puede dejar afuera de ninguna conversación sobre Venezuela a Colombia y Brasil, el mapa explica las razones. El Grupo de Contacto, a su vez, debe dejar afuera a Uruguay, país que reconoce a Maduro como presidente legítimo.
Y para seguir con eufemismos diplomáticos, normalizan el horror las repetidas reuniones entre los cancilleres de Canadá y Cuba. Ocurre que Canadá, democracia estable y campeón de los derechos humanos, opina ahora que Cuba tiene “un papel que jugar en el retorno de Venezuela a la democracia”, según palabras de su canciller.
O sea, Chrystia Freeland nos dice que la dictadura parasitaria que todavía recibe 60 mil barriles de petróleo por día, que provee los tres cordones de seguridad que protegen a Maduro de los propios militares venezolanos, la que controla la inteligencia del SEBIN, los torturadores del DGCIM, los aeropuertos, las cédulas de identidad y el padrón electoral, pues esa, esa dictadura va a ayudar a Venezuela en su democratización.
Mientras tanto, la prensa canadiense vincula al éxodo venezolano con las sanciones petroleras de Estados Unidos, cuando todos los estudios serios muestran que las sanciones explican una minúscula fracción de la crisis humanitaria, y al mismo tiempo se queja de las recientes sanciones de Estados Unidos a Cuba, relacionando a ambas. Tal vez habría que ver el rendimiento bursátil de las empresas canadienses con operaciones en Cuba para encontrar una explicación más robusta de la repentina convicción canadiense sobre las bondades del régimen castrista.
Por supuesto, nadie normaliza el horror como lo sabe hacer el Partido Comunista cubano. Coincidiendo con las declaraciones de la señora Freeland, y no precisamente para darle la razón, el canciller Bruno Rodríguez reiteró el compromiso cubano de continuar su labor social en Venezuela. Ello tras un “fraterno y provechoso encuentro con Diosdado Cabello”.
En realidad nadie puede sorprenderse, ni siquiera el alguna vez cándido gobierno de Canadá. En abril pasado Raúl Castro ya había admitido la presencia de 20 mil funcionarios cubanos—cuando muchos reportan el doble—declarando que jamás abandonarían “el deber de actuar en solidaridad con Venezuela”. Y para que se entienda bien a qué se refiere dicha solidaridad, agregó: “a pesar de la crisis en Venezuela y de las nuevas sanciones de Estados Unidos, la economía de Cuba no volverá al Período Especial”.
Más claro ni un mediodía de sol, pero en Ottawa dicen que en Cuba gobierna un partido que apoya la democratización de Venezuela. Vaya manera de normalizar el horror. Y el absurdo.