Por más increíble que parezca, el monstruo que tanto daño ha infligido a los venezolanos, que es repudiado por la inmensa mayoría, desconocido por los gobiernos de más de 60 países democráticos, acusado de violar sistemáticamente los derechos humanos en foros internacionales, continúa usurpando el poder después de seis meses. Seis meses, tenemos padeciendo de un enfermo sin escrúpulo alguno para proseguir, al costo que fuera, con sus políticas de destrucción y expoliación nacional. Decían que dónde pisaba el caballo de Atila no crecía la hierba, expresión de la saña con que su jinete destruía todo vestigio de civilización (romana). El régimen de Maduro lo ha superado con creces.
Al verlo en la entrevista con el periodista Jorge Ramos, sorprende su empeño en eludir preguntas embarazosas repitiendo sandeces aprendidas de manuales comunistas de los años sesenta. Se presenta al entrevistador como presidente “obrero” (¡!), como si tal farsa confiriera a sus opiniones alguna autoridad. Sumido en la más absoluta estulticia, repite clichés acartonados para despachar a Ramos como de “derecha”, “militante político de la oposición” “agente del imperialismo”. En fin, un personaje de lo más patético, incapaz de abordar el mundo real sin muletillas ideológicas obsoletas, cayéndose repetidamente a embustes en un intento por obviar el juicio demoledor de sus compatriotas. Por si las dudas, se hizo patente que estamos en manos de un energúmeno totalmente ajeno a cualquier posibilidad de compartir salidas a la terrible situación del país.
Pero peor todavía son los militares que lo mantienen en el poder. Sorprende que, durante todos estos años, ninguno haya hecho nada para librar a los venezolanos de tanto sufrimiento. Son resultado de un proceso de “selección adversa” aplicado deliberadamente durante años para promover a los más viles y ruines como encargados de su custodia y para ocupar los cargos de mando de la Fuerza Armada y, en particular, de los cuerpos de seguridad de estado. Proporcionan una medida de las labores de limpieza y desintoxicación que habrá que emprender una vez desalojemos a las mafias del poder. Aun así, asombra que ninguno haya sentido siquiera la más mínima angustia ante los crímenes de Maduro y los suyos como para tomar la determinación de ponerles fin. Parece que estamos ante un núcleo duro y curtido de desalmados, que erradicaron toda sensibilidad o criterio moral ante tanto padecimiento.
Para los investigadores Yates y Farah, constituyen la Empresa Criminal Conjunta Bolivariana[1] que ha esquilmado centenares de miles de millones de dólares del país, extendiendo sus tentáculos a cuentas bancarias y negocios turbios a nivel internacional. El agravante es que, además de la solidaridad intermafiosa para depredar a sus anchas un coto de caza tan lucrativo como ha sido Venezuela, se inviste de una farsa “revolucionaria” para encubrir sus desmanes y legitimarse ante el pensamiento “progre” mundial. Este ardid tiene gran efectividad, no porque la mafia se crea realmente su impostura, sino porque está obligada a hacer de ella una realidad alternativa, inexpugnable, como refugio ante sus crímenes. Busca aislarse en una burbuja autocomplaciente cargada de epítetos con los cuales auto-absolverse y revertir la carga en contra de sus acusadores, como se evidenció con la patética actuación de Maduro con Jorge Ramos. Al haber traspasado todo límite moral, ético y humano en su trato con los venezolanos, los mafiosos se han trasladado a un limbo sin contacto con la realidad, cuyos únicos referentes son aquellos que los eximen de todo cargo de conciencia, Así pueden proseguir, sin remilgos, sus negocios. Representa una necesidad existencial, un asunto de sobrevivencia.
La gran pregunta es, ¿Con estos señores se puede negociar un acuerdo para que se vayan?
Por supuesto, cualquier posibilidad de resolver la grave situación actual sin derramamiento de sangre, es preferible. Pero hay que tener claro con quién se negocia y para qué. De tratarse de una dictadura militar habría un piso de racionalidad y de intereses definidos, con base en el cual una adecuada combinación de amenazas, concesiones y ofertas de perdón podría generar eventualmente una solución consensuada que abriese las puertas a la recuperación del país. Pero no es una dictadura militar porque los militares dejaron hace tiempo de ser una institución. No existe unidad de mando, respeto por las jerarquías, un cuerpo de valores y/o de directrices que los unifiquen en torno a objetivos compartidos, ni la confianza requerida para coordinar esfuerzos ni el apresto, los repuestos y servicios de apoyo requeridos para ser operativos. La mentida columna vertical del régimen fascista de Maduro está carcomida por la anomia que resulta de apetencias y prácticas mafiosas que se imponen a todo lo demás. Se trata de una mafia militarizada, no de una institución. Con Pinochet se pudo negociar porque detrás de él había una institución capaz de ponderar la gravedad de la situación a que se enfrentaban de desconocer los resultados del plebiscito de 1988.
Y, si se examina el resto de la oligarquía expoliadora, tampoco se consigue piso sólido como para sostener una negociación seria. A pesar de las expectativas creadas ante la imperiosidad de encontrarle salidas a la terrible crisis que está acabando con el país, los venezolanos nos enteramos de que el matrimonio reciente de la hija de Cabello dilapidó la bicoca de 16 millones euros, que el susodicho se fue para la Habana para organizar el Foro de Sao Paulo en nuestro país el próximo mes, que la fraudulenta asamblea constituyente se auto extendió su “vigencia” hasta finales de 2020, y que Maduro quiere elecciones, ¡pero de la Asamblea Nacional! Mientras, unos 33 parlamentarios son perseguidos o presos, habiéndoles allanado arbitrariamente su inmunidad. La vida de los mafiosos sigue como si nada. ¿En qué planeta habitan? Estamos frente a un estado fallido que no respeta a Maduro pero lo mantiene ahí como ”pararrayo” que los ampara ante toda crítica a sus negocitos particulares. ¿Quiénes serán los negociadores, qué garantías ofrecen?
Es erróneo plantearse la negociación como alternativa a una solución de fuerza. Es, más bien, el último paso para evitar una solución de fuerza que, de otra manera, parece inexorable. El apaciguamiento no funcionó con Hitler. Tampoco lo va a hacer con los fascistas venezolanos y sus mentores cubanos. Para eso el blindaje ideológico. Pero la solución de fuerza no parece depender de nosotros, a menos que aparezca el mítico militar institucionalista venezolano dispuesto, como Larrazábal hace 50 años, a liderar el desplazamiento de Maduro. De no ser así, estamos a merced de nuestros aliados internacionales, la mayoría de los cuales son renuentes a una intervención militar. Un desafío de la diplomacia democrática es saber explicar las complejidades del problema que enfrentamos. Y, ante el reproche de que corresponde a los venezolanos resolver nuestros problemas, me remito a los alemanes bajo Hitler.
Dos grandes problemas acotan las posibilidades de una solución negociada factible. Una, que el gobierno de transición que surja sea económicamente viable. Dada la devastación sufrida, ello será imposible sin un generoso financiamiento internacional. Ahora bien, ningún ente va a prestar ingentes cantidades de dinero a un gobierno en que participen representantes de la mafia. ¿Es posible que las mafias accedan a una coalición en la que no estén? El segundo problema es la necesidad de contar con un estamento militar confiable que sirva, en última instancia, como sostén de un principio de autoridad en torno al orden constitucional. ¿Un contrasentido? Muy posible, pero estamos frente a un país que puede dejar definitivamente de ser ante el arrase que han hecho de sus instituciones, normas y valores de convivencia, las mafias y los contingentes de malandros “revolucionarios” empoderados. El demonio de la anomia y la anarquía. ¿Estaremos a la altura de este desafío?
Humberto García Larralde, es economista, profesor de la UCV, humgarl@gmail.com