Kairós tou poiesai a Kyrio
El epígrafe que antecede esta reflexión -«Es tiempo [kairós] para que el Señor actúe»- es la frase inicial del diácono en la Iglesia oriental y ortodoxa que indica el encuentro de la eternidad durante la liturgia. Esto contiene en sí el sentido de la misma liturgia que no es otro sino el encuentro con Aquél que es y da el Aionios (???????), la eternidad, dándose o justificándose así en plenitud el significado del antiquísimo rito.
El kairós, «el mejor guía en cualquier actividad humana» (Hesíades) porque es «todo lo que es mejor que algo» (Hesíodo), adquirió en el Nuevo Testamento una concepción más útil para el devenir histórico en cuanto este debe ser una secuencia ininterrumpida de esperanza: «el momento señalado en el propósito de Dios» (Marcos 1:15). Es decir, un período de tiempo determinado o no, en el que se realiza o se espera la realización de un hecho decisivo, de una promesa. En esa espera se presupone ocurre la crisis natural por aquello que no termina de realizarse. Y la fuerza que contiene esa crisis, ese caos producido por la inoperancia del hombre en el tiempo de la espera, es la figura del katechón (?? ???????) –lo que retiene-, introducida por San Pablo Pablo en su segunda carta a los Tesalonicenses.
Así la historia podría presentársenos como una realización permanente del kairós a cuya finitud se enfrenta la fuerza del katechón, reteniendo de forma indefinida el fin del tiempo.
Y es el fin del tiempo la gran amenaza que se cierne sobre la ondeante bandera de la vida en el curso de la historia. Aun cuando no sepamos, ni lo sabremos, si al acabar nuestro propio tiempo (kronos) se pone un inexpugnable punto final. Acaso todo realmente acaba con la muerte, acaso no, allí intervienen otras fuerzas físicas y metafísicas de las que no podremos dar testimonio nunca.
Pero la vida no es vida si entregados a la promesa del apocalipsis al que nada sobrevive nos resignamos a dejar el tiempo a un lado sin darle un mínimo sentido. Aunque sabemos desde el principio que vamos a morir, vivimos y tratamos de dar plenitud a cada una de nuestras respiraciones, actuando como esa inmensa y prodigiosa fuerza del katechón. Conteniendo el caos que significa el no tener sentido, el no dar plenitud. Reteniendo el efecto de la crisis definitiva que es la muerte, que es el fin de los tiempos.
Es así como se nos presenta la temible intersección del ser o no ser frente al desafío del kairós. Nuestro tiempo no es el mismo del kairós. Nosotros somos la fuerza que contiene el caos de la no realización de la promesa. La historia se realiza con su propio tiempo que, paradójicamente, es el tiempo que como individuos y colectivos de determinadas épocas no tenemos.
Pero a la vez en ese tiempo que no tenemos se realizan, de acuerdo a las expectativas que formamos nuestro propio kairós, bajo el concepto introducido en el Nuevo Testamento y amparados en la legítima aspiración de la eternidad (aionios), para nosotros mismos y para los que vendrán, eslabones de la historia misma que no podemos eludir porque llevan la impronta del destino. No somos entelequias que pueden renunciar a lo futuro porque vivimos del futuro tanto como del presente. «Mi libertad no tiene la última palabra; yo no estoy solo» precisa Levinas. Esa conciencia en el pasado nos trajo hasta el presente.
La Venezuela y los venezolanos de hoy estamos en esa intersección tremenda del ser o no ser. El tiempo que no tenemos es lo que nos acorrala. La devastación inaudita a la que estamos expuestos como nación y como individuos reclama de cada uno una acción constructora. Es aquí y ahora donde ha cedido la fuerza que contiene el caos y se ha borrado de nuestros ojos el horizonte de la esperanza. Esquivar esta aceptación nos hunde más en el abismo. Abyssus abyssum invocat, reza La Vulgata. La costumbre al caos realizado, la apatía cívica que violenta el contrato social, la prostitución natural que se engendra en los abismos y que todo lo abarca en la realización del desastre, son signos inconfundibles de la pérdida del rumbo que tenemos como nación. Y si bien nuestra tragedia no es la tragedia del mundo, es la nuestra y a quienes cobra su sangrienta factura es a los nuestros y a lo nuestro. Ese cobro que no es tanto material sino que refiere más a la pérdida de la esencia que en doscientos años de fallida historia republicana hemos querido construir afanosamente al mismo tiempo que cavábamos los cementerios que custodian a quienes a machete y sangre intentaron hacerlo.
Nos azotan nuestros irredentos males culturales. Esas taras que con tanto esmero hemos cultivado. Nos azota en este tiempo que no tenemos una dirigencia ignara que pareciera –concedo el beneficio de la duda, no de la ingenuidad- no comprender el temible monstruo apocalíptico que amenaza y realiza realmente con la disolución final de la venezolaneidad y de lo que conocemos como nuestra patria.
Cabe asumir casi como compromiso vital el exhorto de Lucien Febvre: «Hacer historia […] remover cenizas, unas ya frías y otras todavía tibias, pero siempre cenizas, residuos inertes de existencias consumidas», para rescatar a esa Venezuela cuyo kairós se extravió y cuyo katechón cedió. Sobre estas cenizas, del pasado, de este presente, y lo que es peor, sobre las cenizas del futuro que nos están arrebatando con absoluta e indecible impunidad y complicidad, debemos levantar la frente y conjurar ya, sin postergaciones imperdonables, la victoria que este régimen de terror pretende imponernos. La revolución, a decir de Charles Péguy, será moral o no será. En ese campo de batalla es que debemos reconstruir el tiempo decisivo del kairós. Nosotros, solo nosotros somos el katechón.