No obstante, el creer también puede ser algo bastante peligroso. Nos puede llevar a aquellas cegueras que, de alguna u otra forma, conllevan al naufragio, al encuentro inexorable con la tragedia. La evidencia de ello la tenemos en el país que tenemos hoy. Una nación que perdió a su democracia, inclusive con todas sus imperfecciones, por creer en un demagogo hace veinte años. Una nación que aspira a salvarse, pero cree en aquellos que la siguen ahogando.
Ciertamente es paradójico, necesitamos creer en un proyecto país diferente para poder llevarlo a cabo, pero al mismo tiempo ha sido el creer el que nos ha atrapado en un ciclo vicioso de esperanza e impotencia. ¿Cómo podemos salir de semejante escollo? ¿Cuál es la ruta fuera del laberinto?
Dado a que las paradojas, al final del día, son meros ejercicios de la lógica, tenemos la posibilidad de encontrar la solución en la vida real. Si nos fijamos bien, más allá del asunto de creer, el problema yace en qué se cree.
He ahí la cuestión, queridos lectores.
Es indudable que la creencia en una visión país nueva es esencial para enderezar el destino de la nación. Sin embargo, esa clase de creencia, esa clase de reflexión, es la que, como ciudadanía, hemos tenido menos.
Nosotros hemos creído preponderantemente en las últimas décadas no en ideas, sino en hombres. Creímos en Hugo Chávez Frías, Manuel Rosales, Henrique Capriles, Leopoldo López y, muy recientemente, en Juan Guaidó. Siguiendo así a un culto de personalidad que, lejos de reconducir a Venezuela, implica la aceptación tácita de los mismos planteamientos y dogmas que nos llevaron al despeñadero.
Ha sido por la poca examinación de las ideas detrás de los hombres que se nos ha dificultado ver al engaño. Si realmente las analizáramos, nos percataríamos, primero, que vivimos en una tiranía de izquierda con oposiciones complacientes de izquierda y, segundo, que la “alternativa” que se nos está ofreciendo es el retorno a una democracia de izquierdas para izquierdas.
Sea una o la otra, muy pocos nos están ofreciendo desarrollo y una nueva Venezuela. La mayoría de clase política nacional, por sus propias taras ideológicas en pleno siglo veintiuno, se ha visto reducida a solo poder ofrecernos un nivel menos vergonzoso de retroceso.
Con esto no se quiere implicar que no tengamos más opciones que no sean el escepticismo total y la paranoia definitiva. Si así fuese jamás podríamos organizarnos para transitar el camino hacia lo que siempre hemos podido ser. Lo que sí se quiere dar como moraleja es que son las ideas y no determinados individuos las que pueden salvarnos.
En nuestro país hay un potencial titánico para ser ejemplares en todas las áreas. Sin embargo, para llegar ahí, lo político requiere una transformación radical.
Eso es lo que el statu quo, a través de cualquier tipo de subterfugio, quiere impedir para preservar los beneficios del orden, o mejor dicho, desorden imperante.
Entonces, es claro, que si queremos la Venezuela nueva, debemos romper con los esquemas mentales que nos han regido como sociedad. Si algo ha de servir la hecatombe que nos ha tocado atestiguar, que sirva para dar pie al país que jamás hemos visto. Esto empieza con la adopción de ideas nuevas que a su vez conllevarán a que sigamos a liderazgos distintos que, ultimadamente, forjarán la política distinta.
Si queremos romper el infame ciclo de la decepción, pensemos primero en lo que creemos, esa Venezuela decente, libre, honesta y trabajadora; y luego miremos a nuestros dirigentes. Aquellos que no la reflejen, debemos abandonarlos. Aquellos que le hagan Justicia, debemos darles todo nuestro apoyo.
Creamos en principios. Creamos en valores. Creamos en estos bienes supremos como la roca sobre la cual se edifican los ciudadanos y las sociedades. La libertad es conexa a esos bienes y, sin ellos, viviendo del interés conjetural y la necesidad cortoplacista, permaneceremos siendo esclavos, sino de los demagogos de ayer, entonces de los demagogos del mañana.
@jrvizca