El clarinete Yamaha de Karen Palacios está donde ella lo dejó, sobre la partitura de un concierto de Mozart que ensayó diligentemente la noche antes de que dos extraños vestidos de negro se la llevaran en una camioneta deportiva de lujo.
Los captores de la intérprete de 25 años le hicieron creer que era requerida para una entrevista con una unidad de víctimas en el palacio presidencial.
En lugar de eso, fue trasladada a la prisión militar más conocida de Venezuela y encerrada junto a los principales críticos del gobierno por violar la subjetiva ley contra el odio. Su delito: publicar un mensaje en redes sociales mostrando su frustración con el gobierno del presidente Nicolás Maduro por su despido de la Filarmónica Nacional, financiada por el estado, donde había debutado recientemente como primer clarinete.
“Primera vez que abro un hilo”, escribió el 26 de mayo en Twitter en una serie de mensajes que rápidamente se hicieron virales.
“El día de hoy, después de la novena función del ‘Popol Vuh’ me comunican que mi contrato fue rechazado ‘porque he firmado en contra del régimen’”, añadió en una aparente alusión a su respaldo a una petición para la renuncia de Maduro. “Ahora me pregunto yo, cuando ellos me llamaron para ofrecerme el contrato ¿por qué no me dijeron que era requisito pensar igual que ellos?”.
El martes, la pesadilla de la familia terminó. Tras 45 días encarcelada con algunas de las delincuentes más peligrosas de Venezuela, y un mes después de que un juez ordenó su liberación inmediata, Palacios atravesó la puerta de metal gigante de una penitenciaría a las afueras de Caracas.
“Soy libre, soy libre”, dijo sollozando mientras se lanzaba a los brazos de sus familiares y amigos.
Pero las cicatrices de su confinamiento tardarían tiempo en curar. Su odisea llamó la atención de lo que Naciones Unidas señaló este mes en un informe como el creciente uso que hace el gobierno de las detenciones arbitrarias para intimidar a sus oponentes _ reales o imaginarios _ y reprimir la libertad de expresión.
Horas antes de que Palacios quedara en libertad, su madre, Judith Pérez, rompía a llorar en su desvencijada casa con el tejado de cinc mientras veía un video de su hija interpretando las “Variaciones para clarinete” de Rossini. En 2014, Palacios fue diagnosticada con el síndrome Asperger y encontró en su obsesivo estudio de la música clásica un antídoto natural a sus frecuentes episodios de depresión.
“Solo le pido perdón a Dios porque cuando yo la escucho tocar en vez de sentir alegría siento tristeza”, dijo Pérez recordando la mirada angustiada de su hija durante sus dos breves visitas en prisión. “Se me parte el alma porque yo sé que ella necesita su clarinete. Eso es lo que la tiene mal”.
En la atestada barriada donde vive Palacios, tanto partidarios como opositores del gobierno contaban el martes cuánto echaban de menos el don musical de su vecina, especialmente cuando ensayaba al aire libre en un solar polvoriento desde el que se divisan las verdes colinas de Caracas.
El sueño de Palacios, para el que preparaba una audición en el momento de su detención, era ingresar en la Orquesta Simón Bolívar, el emblema del mundialmente conocido sistema de jóvenes orquestas venezolanas.
Desde que era muy pequeña, estudió en el programa financiado por el estado, participando en talleres con maestros como Gustavo Dudamel, director musical de la Filarmónica de Los Ángeles y el mayor promotor del conocido como El Sistema hasta que cayó en desgracia con Maduro en 2017. El año pasado, Palacios fue una de los alrededor de 10.000 músicos de El Sistema que tocaron para el presidente en un concierto para celebrar que el programa alcanzó el millón de estudiantes.
“La música es su vida”, apuntó Pérez revisando una colección de viejos programas de conciertos y certificados de estudio.
Pero los partidarios del gobierno son menos compasivos. Lejos de la imagen de víctima inocente de un régimen represivo, acusan a Palacios de cruzar una línea roja e incitar a la violencia cuando el 1 de mayo, un día después de que Maduro frenó una rebelión militar convocada por el líder opositor Juan Guaidó, tuiteó a sus pocos cientos de seguidores en Twitter su deseo de “leer, en una noche de insomnio, que Maduro huyó, que lo mataron, que lo apresaron, o cualquier vaina que me haga feliz”.
Palacios, en una entrevista con el periódico El Nacional antes de su arresto, dijo que lamentaba esos comentarios realizados en el calor del momento y que eliminó los mensajes pocas horas después de publicarlos. Más tarde fueron recuperados por La Tabla, un medio progubernamental que señala a los opositores.
Mientras, su encarcelamiento ha reabierto el debate sobre la ley contra el odio en el país, que fue aprobada por la Asamblea Constitucional oficialista en 2017 y contempla penas de prisión de entre 10 y 20 años para quien sea hallado culpable de instigar públicamente la violencia contra otras personas por su raza, etnia o tendencia política.
Los defensores de la libertad de expresión sostienen que la norma se aplica de forma selectiva y la consideran una herramienta de represión y censura. El año pasado, 24 personas fueron detenidas por criticar al ejecutivo en internet, según la ONG local Espacio Público.
En total, más de 15.000 personas han sido detenidas por motivos políticos desde 2014, de acuerdo con Foro Penal, una cooperativa de abogados que representa a Palacios. En lo que va de año han sido encarceladas más de 2.200 personas, de las cuales casi 600 siguen entre rejas.
Aunque la inmensa mayoría fueron apresadas en manifestaciones antigubernamentales y retenidas apenas unos días, otras, como Palacios, pasaron semanas en prisión tras las órdenes judiciales que ordenaban su puesta en libertad.
Alfredo Romero, que dirige Foro Penal, señaló que la libertad de Palacios ofrece algunas lecciones agridulces. Pese a que la presión, especialmente de actores internacionales, resultó ser efectiva, por cada celda que se vacía, nuevos arrestados llenan otra en lo que él llama la “puerta giratoria de la represión” venezolana.
“La presión es fundamental para la liberación de los presos políticos porque aumenta el costo de mantenerlos detenidos”, agregó. “Siempre hemos dicho que no hay mayor castigo para un preso político que el olvido”.
Por Joshua Goodman / The Associated Press