Por estos días leí un mensaje en las Redes Sociales (RRSS) donde un respetado sacerdote llamaba a moderar el lenguaje. Adecentarlo y no maldecir ni tampoco, usarlo para ofender ni transmitir amenazas ni obscenidades.
Inicialmente podría incorporarme a esa cruzada de buenos ciudadanos. Sin embargo, pensando en el niño a quien unos policías le sacaron los dos ojos a punta de perdigonazos –más de 52 disparos a la cara- debo preguntarme: ¿Qué palabras uso para calificar semejante atrocidad?. Creo que me quedaría, o corto de palabras o mudo, como muchos de nosotros. O tendría que irme al tan manoseado uso del francés clásico, que tanto nos ha salvado y servido para amortiguar tanto dolor, tanta hambre y sufrimiento, como pueblo y nación.
Es cierto que el uso del español venezolano se encuentra, posiblemente, en emergencia como en ningún otro momento de nuestra historia. Sin embargo, creo que ello es expresión exacta de la vida que los ciudadanos tenemos. Nuestro lenguaje expresa exactamente las vivencias y calamidades por las que estamos atravesando.
Es reflejo de lo que somos y hacemos. Si el discurso del poder tiende a corromper el lenguaje, a llevarlo a la decadencia. Nosotros estamos siendo arrastrados hacia ese pozo donde la banalidad y la vida parasitaria nos aplastan.
El venezolano de estos tiempos no habla mal. Habla el lenguaje de la desesperación, la incertidumbre absoluta, el dolor, la urgencia y sobrevivencia. Experiencias que jamás habíamos experimentado como sociedad, por ejemplo; todo lo que conlleva el lenguaje de la narcoguerrilla, narcotráfico, masacres y torturas, con sus respectivas imágenes. Así como la cotidiana humillación del poder representado, desde lo más complejo hasta la simplicidad de un burócrata en una oficina pública. No existen términos que expresen con exactitud lo que se está viviendo.
De ahí que se escuchen y lean términos en aumentativos, superlativos y todo un neo lenguaje que se opone al que ha impuesto el poder. Un lenguaje marcado por la bota militar. De la grandilocuencia, la absoluta violencia y la clásica pedantería de quien se cree predestinado a imponer unos usos idiomáticos a través de la propaganda oficial.
Las dictaduras y los regímenes totalitarios degradan el lenguaje. Por el contrario, los sistemas democráticos, bien con sus imperfecciones, construyen ciudadanía y mentalidades libres. Eso solo puede darse usando un lenguaje que sea cónsono y coherente con aquello que se práctica: la construcción de la libertad plena del ser humano.
Por eso las dictaduras se apropian del lenguaje y con ello, generan su decadencia al corromper la base social. El hablante deviene habitante de un territorio que debe amoldarse al paso marcial de un sistema que lo niega como ser humano y le impone a sangre y fuego el lenguaje de la decadencia.
En las dictaduras todo ciudadano es visto como potencial enemigo. Las dictaduras buscan adiestrar habitantes, pisatarios de un espacio geográfico donde se es parásito social de una vida sin progreso ni aspiración alguna de cambio. El lenguaje se empobrece, se anula y se vuelve repetitivo de consignas y arengas militares.
La práctica idiomática del venezolano, luego de tantos años de banalización, está pasando por una fase de defensa, de resistencia de un lenguaje donde anida su base de sobrevivencia. En esta fase es lícito, lógico, coherente y cohesivo, el uso de ese lenguaje de la obscenidad, que sirve para amortiguar, que nos sale del alma y que en momentos de rebeldía, se hace imprescindible y se justifica.
No creo que ante la tortura, mientras un joven huye de la persecución de los esbirros en una protesta, con gas lacrimógeno y disparos, o ante la impotencia de presenciar tanta injusticia por las calles, usemos términos decentes. O pregunten a quien a medianoche le cortan el suministro eléctrico y le urge dormir en aire acondicionado, si tiene palabras delicadas al reaccionar frente al zumbido de los zancudos, a 40 grados de desesperación.
Sé que vendrán las reflexiones de quienes insisten en adecentar el lenguaje. Les comprendo y apoyaría. En esto de la Educación Idiomática llevo toda mi vida como profesor universitario. Pero si las obscenidades y el maldecir existen, por algo será. No son ni términos generados por pura chanza ni tampoco por locura. Ni tampoco por pronunciarlas te vas al infierno. En esto nos vendría bien una relectura de una de las obras donde el idioma español se presenta con mayor libertad, Don Quijote. Después que lo leas, quedarás absuelto de todo mal de hablar.
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