Los tontos y advenedizos no saben que en la lógica de lo político dos más dos no son cuatro. Pueden ser tres. Tampoco pueden comprender que en la mayoría de los casos, las sumas restan. Y que toda línea de acción que olvide que lo auténticamente político retrotrae, en tiempos excepcionales, a la enemistad absoluta, y suele desembocar en la revolución o culminar en la guerra civil. Reitero por enésima vez el principio de lo político según lo definiera el constitucionalista alemán Carl Schmitt en su ensayo El Concepto de lo Político, de 1923, desgraciadamente desconocido por las mal llamadas “élites” opositoras: lo político puede ser referido al mortal enfrentamiento amigo-enemigo. Lo supo, con su instinto mongol y su despotismo de raigambre zarista, el recientemente recordado Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, quien en su obra QUÉ HACER y sobre todo en sus TESIS DE ABRIL, proclamadas en cuanto volviera de su exilio suizo, en abril de 1917, llegando a la estación ferroviaria de San Petersburgo, dio una sola orden, imperativa y categórica: TODO EL PODER A LOS SOVIETS. Los consejos de soldados y campesinos revolucionarios, embriones de la dictadura del proletariado. El de San Petersburgo entonces en manos de los bolcheviques y presidido por León Trotsky. A quien le ordenara, antes de crear el Ejército Rojo y vencer a los rusos blancos en una sangrienta y demoledora campaña bélica, que sometiera a la marinería que se alzara en rebeldía contra el estado soviético a comienzos de 1921 en la fortaleza de Kronstadt, que se rebelaron por los alimentos podridos que recibían de sus antiguos oficiales. No sólo los pasó a todos por las armas. Cumplió la misma orden contra los Kulaks, esos campesinos ricos que se negaban a entregarle a los bolcheviques sus cosechas, a los que Lenin ordenó ahorcar masivamente, en público, para que sirvieran de escarmiento.
No era Stalin el ejecutor: era Lenin por mano de Trotski, los tres mosqueteros de la primera revolución comunista de la historia mundial. Tres asesinos seriales a los que, siendo los primeros y ejemplares revolucionarios profesionales que eran, no les temblaba el pulso a la hora de fusilar a quienes se les cruzaran en el camino y temieran como eventuales enemigos. Fuera la familia del Zar, a la que luego de detener y aislar asesinarían en grupo, sin dejar un solo sobreviviente, fueran los marinos rebeldes de Kronstadt o los campesinos que se negaban a ser despojados de sus cosechas siguiendo la misma orden perentoria que el sátrapa de los Castro, Hugo Chávez, diera desde la Plaza Bolívar señalando con su dedo magisterial a los negocios instalados en el sitio: ¡Expropiar! “Eso es robar” le dijo en su cara la diputada María Corina Machado, que jamás hubiera ni siquiera considerado “asumir su legado”.
Fue ese legado de Lenin, asumido al pie de la letra por Mao, por el tío Ho, por Fidel Castro y por Ernesto Che Guevara el que heredara y levantara en Venezuela, mutatis mutandi, el teniente coronel golpista Hugo Rafael Chávez Frías. Es el legado de quien le confesara a su padre que gracias a la revolución, que le había conferido el poder de vida o muerte sobre todo desgraciado que osara enfrentársele, le había tomado el gusto al asesinato. Lo describe con lujo de detalles en su diario de combate: “acabé el problema dándole en la sien derecha un tiro de pistola [calibre] 32, con orificio de salida en el temporal derecho. Boqueó un rato y quedó muerto. Al proceder a requisarle las pertenencias no podía sacarle el reloj amarrado con una cadena al cinturón, entonces él me dijo con una voz sin temblar muy lejos del miedo: ‘Arráncala, chico, total…’ Eso hice y sus pertenencias pasaron a mi poder.” Imposible mejor definición de un revolucionario: matar y robar.
¿Es ese el legado de Chávez que reclama Lilian Tintori como propio, acusando a su lugarteniente Maduro de haberlo traicionado? ¿Es la suma de desafueros, robos, asesinatos, traiciones y toda la ruindad acumulada en sus doce años de presidencia, que sólo una extraordinaria sobre abundancia de recursos le permitía disfrazar comprando aliados y adormeciendo hasta el escarnio la conciencia de los venezolanos comprándoselos con dólares subvencionados, así fueran furibundos periodistas opositores, que no dudaban un segundo en presentar sus solicitudes de CUPOS CADIVI? ¿De ese legado habla la esposa de Leopoldo López, vocera y plenipotenciaria de sus posiciones políticas? ¿Es ese el legado con cuya defensa pretenden ganarse a quienes ellos consideran “chavistas originarios”? ¿Creen que arrimándose “al legado” de Chávez convencerán a los enemigos mortales de la democracia?
Maduro fue el principal legado dejado por Chávez, a horas de su muerte y como colofón de su testamento, poniendo a Fidel Castro por testigo. Lo hizo en obediencia a quienes posiblemente lo asesinaran: Maduro era el único agente de los Castro capaz de cumplir sus ordenes de arrasar con Venezuela hasta sus mismos fundamentos. Única estrategia política respecto de Venezuela perseguida por Fidel desde que Rómulo Betancourt lo despidiera con un portazo en las narices, lo expulsara de la OEA y derrotara a sus mejores generales a plomo limpio. Jamás dudé de que esa era la orden recibida por Maduro: hacer de Venezuela tierra arrasada. La tarea estaba a medio hacer. No la inventó Maduro. Comenzó a ponerla en práctica Hugo Chávez. La devastación de Venezuela es el único legado dejado tras su muerte por Hugo Chávez. Desconocerlo constituye un gravísimo desliz político.