A Orlando Avendaño
Que las élites políticas venezolanas actuaban de conformidad con un inveterado espíritu de cuerpo, más como cofradías y fraternidades de conjurados que como cuerpos deliberantes, obedientes y respetuosos de la opinión pública y la Constitución Nacional, lo sabíamos desde siempre. Salvo en casos excepcionales, como el provocado el 4 de febrero de 1992 por la volcánica irrupción del golpismo caudillesco y militarista – el VIH de lo político en Venezuela desde el 19 de abril de 1810 – y el acuerdo público o secreto del linchamiento profesional, cuando asumir el espíritu vengativo de hordas desbocadas transgrede todas las normas y clama por tomar la justicia en propia mano.
Lo emblemático del caso de Carlos Andrés Pérez es que ambas maldiciones se entrecruzan: lincharlo por orden de los notables y el populismo partidista, bajo la presión del golpismo militarista y caudillesco, necesitados de una víctima propiciatoria para derrumbar la democracia y montar la tiranía. Sin tener que rendirle cuentas a nadie. Quien participó de ese linchamiento incurrió en el crimen más grave cometido en la historia de la República, así haya vestido entonces las túnicas asamblearias.
La conjura se cumplió y el linchamiento tuvo lugar con esmerada exactitud, presteza y puntualidad. Los dioses venezolanos habían dictaminado que esa permanente amenaza de la regresión a la barbarie esperaba por su cumplimiento y que jueces, académicos, fiscales y opinadores profesionales ya habían afilado sus lanzas y machetes. Un proceso oscuro, siniestro incluso, que volvía a apoderarse de los espíritu y no se saciaría hasta no llevar al elegido al cadalso y al pueblo a la tiranía. Los lobos se saciaron amparados en la complicidad mediática y cada uno de sus pasos fue dado en las turbias antesalas de los partidos. Todos los conjurados, incluido más de un Bruto, cogieron los puñales y acabaron con el drama. Los portones de Venezuela estaban definitivamente abiertos para el asalto de la barbarie castro comunista. Bajo la ciega aclamación de los idiotas.
La tragedia desatada no podía sino llevarnos al abismo y demostrar al cabo de los años que “la rebelión de los náufragos” no llevaba a ninguna parte. Pero, por desgracia para los culpables, no podía ser superada sin descorrer los velos de la traición. Ha llegado finalmente el momento de arrancarse las máscaras y dar pruebas del papel jugado por cada cual en el motín de los náufragos. Era, por lo mismo, el momento de poner en práctica uno de los más perversos mecanismos de ocultamiento y complicidad usado por esas élites: la llamada “solidaridad automática”. Tirar las máscaras, buscar a los culpables e investirlos del blindaje y protección de sus iguales.
Me avergüenzan. Todos: los que ya salieron a la palestra en defensa de la infamia y los que lo harán en cuanto se estrechen los márgenes de la convivencia. Porque ni el conocimiento ni la amistad jurada son argumentos mayores, más trascendentes y necesarios que el esclarecimiento de los crímenes de lesa humanidad. Ni muchísimo menos si ellos han conculcado la integridad moral de la República, la mayor de las responsabilidades políticas. La “solidaridad automática” es uno de los peores mecanismos de tolerancia y alcahuetería practicado en nuestro medio político. Pues travestida de varonil comportamiento moral – la defensa de los amigos y sus familiares – , en realidad oculta la hipocresía y la alcahuetería de los supuestos solidarios con quienes han actuado en desmedro de la única integridad verdaderamente valedera en casos de naturaleza política: la decencia en el ejercicio de cargos públicos, la pulcritud en el manejo de las influencias y su tráfico y, sobre todo, la integridad de la soberanía nacional.
El pragmatismo filosófico político suele minimizar, incluso menospreciar el valor de la ética y la moral en el terreno de la praxis política. La política y el poder, su máximo objetivo, imponen el reino de los intereses, no de los principios. No sólo desde Maquiavelo y la sentencia que se le atribuye – el fin justifica los medios – sino desde el idealismo hegeliano, que ve en la historia el despliegue objetivo y supremo de la razón, no de la moral o la voluntad de los sujetos. Los venezolanos sabemos que esa ferretería argumental está sustentada en falacias: sin principios morales constituyentes y determinantes, lo político retrotrae al imperio de la Ley de la Selva. Primero el poder, a ser alcanzado por cualquier medio y bajo cualquier pretexto, luego su fundamentación moral. Para proceder de manera impune al saqueo de los bienes públicos.
No se trata de puritanismo moral. Se trata de política en su más pura acepción. Un terreno escabroso en el que la violación de la voluntad ciudadana constituye el acto de mayor inmoralidad pública imaginable: la pérdida de la Libertad.
Cierro con una cita de Aristóteles sobre la ética y la política: “Pues aquello que está en nuestra mano hacer, podemos también abstenernos de hacerlo; donde depende de nosotros decir “no”, somos también dueños de decir “si”. Así pues, si la ejecución de una buena acción depende de nosotros, dependerá también de nosotros el no realizar un acto vergonzoso; y si podemos abstenernos de una acción cuando esto es bueno también dependerá de nosotros la consumación de un acto cuando este es vergonzoso. Si, pues, la realización de los actos honrosos y vergonzosos depende de nosotros, y de igual manera depende de nosotros no realizarlos, y si en esto consiste de manera esencial ser buenos o malos, se sigue de ello que también depende de nosotros ser virtuosos o viciosos. (Arist. Ética Nicomaquea, 1113b, 9-20).”