Para el momento en que estas líneas se transcriben, 18 años han transcurrido ya de los sincronizados atentados cometidos por miembros de la red terrorista internacional Al Qaeda en territorio estadounidense. Gracias a la inmediatez de la televisión en vivo, las imágenes asociadas al desplome de las Torres Gemelas en Nueva York quedaron grabadas para siempre en las Memorias del espanto que desgraciadamente le ha tocado acumular a la humanidad entera a lo largo de la historia. Así las cosas, la caída de aquellos majestuosos y emblemáticos edificios terminó conformando una especie de cuadros sucesivos de cierta macabra exposición que ha de servir de ineluctable recordatorio de la insalvable contradicción que dolorosamente caracteriza al ser humano: el mismo que, por un lado, demuestra sin cesar la infinita capacidad que tiene de amar al prójimo, y, por el otro, evidencia con horror inexplicable la inagotable disposición de causar dolores y sufrimientos inimaginables a sus semejantes. Con esa idea en mente, es obligado no olvidar nunca lo allí ocurrido ni nada similar acontecido en cualquier otro lugar del mundo, tanto como es obligado jamás perder la perspectiva en torno al significado intrínsecamente malévolo del terrorismo y sus brutales consecuencias.
Bajo cualquier óptica, y en todo sentido, el terrorismo es sencillamente detestable. No hay excusa ni justificación que avale el proceder de los fanáticos desalmados que deciden sumarse a tan irracional práctica delictiva. En otras palabras, no hay matiz alguno que sirva para esconder la maldad inherente al acto terrorista. La única finalidad que mueve a los terroristas es crear climas de inestabilidad e inseguridad generalizados causados por la puesta en escena de la más perversa de todas las lógicas: a mayor cantidad de muertos, mayor la cantidad de miedo sembrado en la mentalidad colectiva. Para los terroristas, las víctimas de su hacer son meros asientos en la sangrienta contabilidad donde el renglón utilidad se ilustra según el impacto de inmovilidad y temor causado a la población que es objeto del acto demencial del atentado. Los grupos, organizaciones e individualidades terroristas no buscan construir nada, sólo anhelan destruir cuanto puedan a su paso. Armagedón bien podría ser su consigna distintiva.
En su desenfreno criminal, los terroristas persiguen el único objetivo de ejercer coerción a través del pavor, logrado como resultado de demostrar el grave y alto riesgo en que, por su disposición a dañar, colocan a los bienes más preciados por el ser humano: la integridad del cuerpo y la extensión de la vida. Amén de herir por herir, amén de matar por matar, la suprema intención de los terroristas es lanzar a los cuatro vientos el espantoso mensaje de que nada ni nadie está a salvo, sea cual sea el lugar o el momento que circunstancialmente se atraviese. Rastreros como el odio que los motiva, los terroristas acechan buscando desdibujar las fronteras entre los espacios o situaciones en que la vida está protegida y los espacios o situaciones en que el peligro de que ella se pierda se incrementa de manera exponencial, de forma tal que el miedo sea interiorizado y abarque toda actividad cotidiana. El asunto es que todo el mundo se sienta y sepa víctima potencial y por ello se inmovilice y someta al pernicioso chantaje de los cultores del terrorismo. Por consiguiente, es un acto ético suscribir sin ambages lo escrito por Francois René de Chateaubriand: …”Nunca el homicidio será a mis ojos objeto de admiración y argumento de libertad; no conozco nada más servil, más despreciable, más cobarde, más limitado que un terrorista”…
Una sola actitud cabe frente al terrorismo: la condena implacable y el combate sin descanso para neutralizarlo a como dé lugar. ¡Ay de las sociedades donde se olvida este compromiso!
@luisbutto3