Era un Chile republicano, legalista, pobre y augusto, altamente politizado, muy lejos del primermundismo del que hoy se reclama. El Chile recatado y talentoso de Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Claudio Arrau. Donde la pobreza no era sinónimo ni de humillación ni de miseria, pudiendo ser hasta un motivo de orgullo, como fuera el caso de mi familia. Todos pobres de solemnidad. Con logros institucionales que garantizaban su libertad y un alto grado de igualdades. Gobernado entonces por el Partido Radical, democrático de centro y de ideas cercanas a la socialdemocracia europea, estatista y clientelar, respaldado por una poderosa clase media de funcionarios públicos y pequeños y medianos empresarios, que le servían de anclaje para mantener una institucionalidad democrática en la que convivían una izquierda marxista de fuerte raigambre en sus sectores proletarios, sobre todo en las minas de cobre y salitre del norte de Chile, principal riqueza exportadora de su modesta economía, con una derecha liberal conservadora, latifundista, financiera, comercial e importadora.
Hablo de un país ascético, riguroso y disciplinado, en el que la cordura y la decencia eran sus signos distintivos. Y donde incluso los dos partidos reconocidamente marxistas – el Partido Comunista y el Partido Socialista – se avenían a convivir con el centro – primero el ya mencionado Partido Radical, y más tarde, en las postrimerías de la tragedia, la Democracia Cristiana – en el interior del parlamento más conservador del Tercer Mundo. Una cualidad que le permitiría un modesto desarrollo y tener un pie en el establecimiento institucional chileno, altamente conservador, y el otro en los nuevos centros de poder controlados por la revolución cubana. Hasta alcanzar el desideratum que representara en los años sesenta/setenta que el líder de mayor respaldo nacional y trascendencia política internacional, Salvador Allende, fuera simultáneamente y aparentemente sin hiatos ni contradicciones, presidente del Senado chileno – el más conservador del continente – y presidente de la llamada OSPAAL, la Organización de Solidaridad con los pueblos de Asia, África y América Latina, una suerte de Internacional Comunista guerrillera, que le otorgaba absoluta primacía a la lucha armada por sobre la vía pacífica y parlamentarista, sustentada incluso por la Unión Soviética.
Se entiende la confusión: ¿qué llevó a la explosión de ira, rabia y devastación, desconocida en la historia de Chile incluso durante los años que antecedieron a la Unidad Popular y los que fueron determinados por la acción del gobierno socialista de Salvador Allende? ¿Por qué se produjo esta ola de saqueos, destrucción e incendios de bienes públicos, útiles a todos los sectores y particularmente a los más necesitados de la sociedad chilena, como las estaciones de Metro y sus costosos vagones importados, incluso de símbolos de la concordia y el entendimiento pacífico entre los chilenos, como santuarios e iglesias católicas, y al despiadado ataque a las fuerzas de orden público, tradicionalmente consideradas y respetadas, como Carabineros?
Desde luego, presumir como causa suficiente para esta verdadera conmoción interior el alto grado de progreso social y económico de los chilenos, el llamado “primermundismo” planteado por el ex presidente socialista Ricardo Lagos y reproducido por el Nobel de Literatura Vargas Llosa, es, cuando menos, rocambolesco. Los chilenos protestarían porque están demasiado bien, pero quisieran estar mejor. Justificación tanto más absurda cuanto que no se conocen precedentes semejantes en países del auténtico y verdadero Primer Mundo.
El malestar expresado en Chile desde los calamitosos hechos del 18 de octubre pasado no nos hacen pensar en la tésis del “malestar en la cultura” del que hablara Sigmund Freud. Antes en el de la introyección del odio al colonialismo de Los condenados de la tierra, de Franz Fanon. Que en lugar de dirigirse y orientarse hacia sus verdaderos culpables se internaliza en un enfrentamiento entre los propios condenados. Hay en esos sucesos mucho de auto mutilación y ceguera política.
Sostengo dos hipótesis para dar con su explicación: una endógena, referida a causales estrictamente nacionales y que, siendo de naturaleza antropológica y cultural, trascienden lo estrictamente material y económico, dados los parámetros del progreso logrado en Chile a partir de la sumatoria de los efectos positivos de los 17 años de la dictadura militar – si fuera permitido encontrar aspectos positivos en la acción de una dictadura perfectamente condenable – con los veinte años de Concertación Democrática, que según lo señala el articulista Christoph Schiess en La Tercera de este 1 de diciembre El Mittelstand – clase media, ASG – de Alemania: ¿Un ejemplo para Chile? se condensan en el siguiente balance: “Durante los últimos 20 años, Chile ha experimentado gran crecimiento de su economía, del PIB per cápita y también creció estadísticamente el segmento clase media. Según un estudio de Libertad y Desarrollo, este grupo aumentó de 43,2% a 65,4% entre 2006 y 2017. En estas mismas fechas, las personas en situación de pobreza disminuyeron de un 29% al 9%. Al mismo tiempo, aumentó la creación de microempresas, pymes y negocios familiares.” ¿Suficientes transformaciones como para permitir el ingreso de la sociedad chilena al exclusivo club de los países del Primer Mundo?
Mi segunda hipótesis se refiere al contexto regional: la decisión asumida por las personalidades, grupos y partidos de izquierda miembros del Foro de Sao Paulo, reciclado en el llamado Grupo de Puebla, ambos bajo la influencia determinante del gobierno dictatorial cubano y en el que participan incluso dos ex candidatos presidenciales chilenos: José Miguel Insulza y Marco Enríquez Ominami, de organizar y coordinar acciones desestabilizadoras en todos los países latinoamericanos, con el fin de provocar una ruptura basal de sus sistemas de dominación política, alterar las relaciones de la civilidad con sus fuerzas armadas y de orden, y seguir el modelo venezolano: una vez desatada la crisis, convocar a una asamblea constituyente para fracturar su institucionalidad y abrirle el camino a un asalto militar, político e ideológico a las democracias reinantes. El viejo proyecto de la OSPAAL y la OLAS implementado en los años setenta por el gobierno cubano, que tuviera sus primeros éxitos en la radicalización de las sociedades del Cono Sur y el intento de establecer “uno, dos, varios Vietnam” por el Che Guevara y las izquierdas radicales de la regióny finalmente el asalto al poder del Estado venezolano, convertido hoy en el modelo a seguir. Con un surplus extremadamente grave y peligroso: el acuerdo de alcanzarlo por la unanimidad de las fuerzas de las izquierdas marxistas. Una perspectiva de guerra civil al mediano y largo plazo.
El modelo chavista, continuado a trancas y barrancas por su heredero, Nicolás Maduro, habría desplazado a los anteriores modelos de acción. De Marx y Lenin, a Bolívar y Hugo Chávez. Suena insólito y rocambolesco. No lo es. Los resultados comienzan a estar a la vista.