A comienzos del siglo XX la joyería Cartier, reconocida en Francia desde tiempos de la revolución, abrió su primera tienda en el continente americano: en la Quinta Avenida de Nueva York. A cambio de un collar de dos hileras de perlas, Pierre Cartier, nieto del fundador, Louis-François Cartier, consiguió el edificio donde todavía hoy está la casa central de Cartier en Estados Unidos. “Nunca podemos perder nuestra reputación actual: en otras palabras, solo debemos vender joyas grandes”, citaba el lema original de la firma a sus hermanos, Louis y Jacques.
Por Infobae
En 1910 debió volver a decirles, y muchas veces, hasta que los convenció de hacer una inversión enorme: comprar el diamante Hope, una piedra de 350 años que había sido robada de la corte francesa y cortada —todavía hoy se cree que alguien posee en secreto el otro fragmento—, y que cargaba con una maldición, según se decía. Reyes decapitados, sultanes derrocados, muertes prematuras, bancarrotas, abandonos y otras desgracias habían sucedido a medida que la joya había pasado de manos.
Era una excelente oportunidad publicitaria. Y un enorme riesgo financiero.
Louis, quien había inventado el reloj pulsera masculino para que su amigo Alberto Santos-Dumont pudiera mirar la hora mientras piloteaba su avión, se encargaba de los aspectos creativos del negocio y confiaba las decisiones de dinero a sus hermanos menores. Jacques, experto en gemas, estuvo de acuerdo. Y ahora, su bisnieta, Francesca Cartier Brickell, contó la historia del diamante maldito en un libro sobre las cuatro generaciones de joyeros que convirtieron una modesta tienda parisina en un ícono global del lujo.
The Cartiers, que se acaba de publicar, comenzó a dar vueltas en la cabeza de la autora el día que fue al cumpleaños 90 de su abuelo: bajó a la cava para buscar una botella de champagne y encontró un enorme baúl de cuero con las iniciales de Jacques. Cuando preguntó qué contenía, no pudo ya pensar en otra cosa: un tesoro de cartas, que contaban la historia de la familia, del negocio y de sus clientes: miembros de la realeza, celebridades, millonarios y algunas joyas históricas, como las esmeraldas de los Romanov o la pantera diseñada especialmente para Wallis Simpson, la duquesa de Windsor por la cual Eduardo VIII abdicó a la corona británica.
Y el diamante Hope, una de las piezas más famosas del mundo, que actualmente se exhibe en el Museo Nacional de Historia Natural del Instituto Smithsoniano, al que fue donado por su último dueño. Su valor, estimó Cartier Brickell en el libro, ronda los USD 350 millones.
“Pierre no tenía dudas de que valía la pena correr el riesgo. Como había descubierto, en los Estados Unidos la fama y el tamaño de los diamantes eran todo”, escribió. Y la gema azul tenía 45,52 quilates además de una historia que se remontaba al siglo XVII y abundaba en tragedias.
Jean-Baptiste Tavernier, un comerciante de piedras preciosas, lo compró —o lo robó, no hay certeza— en alguno de sus viajes a la mina Kollur, en Golconda, hoy India, posiblemente en 1660 o 1661. Era azul grisáceo y enorme: 115 quilates. A veces emitía un fulgor rojizo, base de la leyenda sobre su encantamiento. En realidad, se trata de una mezcla de boro y nitrógeno, se sabe ahora, que produce ese efecto luego de la exposición a la luz ultravioleta.
“Si había que darle crédito a las historias, los desenlaces terroríficos vinculados al diamante incluían haber sido despedazado por perros salvajes en Constantinopla, haber sido asesinado a tiros en un escenario y, en el caso de María Antonieta y Luis XVI (quienes habían disfrutado del diamante como parte de las joyas de la corona francesa), haber sido decapitados, como se sabe, durante la revolución francesa”, escribió Cartier Brickell.
Cuando los hermanos Cartier lo compraron, había pasado de manos a toda velocidad en cuestión de meses, como si nadie quisiera ya tenerlo. Luego de siete años sin poder venderlo, asfixiado por la presión financiera, el dealer de joyas Simon Frankel, de Nueva York, lo había entregado a un coleccionista turco, presuntamente un testaferro del sultán Hamid del imperio otomano; pero Hamid fue depuesto y el coleccionista lo malvendió al joyero francés Simon Rosenau. “Aunque la gema era magnífica, no era fácil encontrar un cliente que fuera lo suficientemente rico como para comprarla, lo suficientemente fanático de los diamantes como para necesitar uno azul grande y lo suficientemente valiente como para menospreciar la maldición”, agregó la descendiente de la familia que lo adquirió entonces, por el equivalente a USD 2,2 millones de dólares de hoy.
“Y aquí Cartier, con sus múltiples casas y su clientela global cada vez más impresionante, comenzó a madurar la idea”, siguió el texto. “Ellos eran conscientes de que a una heredera estadounidense le fascinaría la idea de lucir frente a sus pares una joya única de la elegante capital francesa. En el caso del diamante Hope, los hermanos tenían tanta confianza en que lo venderían que no se dejaron desalentar por las advertencias de la prensa en 1908: ‘Hay quienes dicen que [los comerciantes de diamantes] nunca recuperarán su antigua supremacía en el rubro mientras sigan teniendo en sus manos el diamante Hope’. En realidad, lejos de ser desanimado por la maldición, Pierre creía que la notoriedad de la gema podía resultarles favorable”.
Y tenía en mente una clienta que, creía, era perfecta para el Hope. Era la hija de un dueño de minas de oro que se había casado con un joven de la familia propietaria de The Washington Post.
“La heredera americana Evalyn Walsh McLean no se cansaba de las joyas. Era descomunalmente rica”, describió Cartier Brickell a la mujer, por entonces de 22 años, a quien su esposo, Ned McLean, consentía, y si él no lo hacía ella se encargaba por sí misma. “Todo el mundo sabía que la joven pareja tenía mucho más dinero que sentido común. ‘De nada sirve que me reprendan por amar las joyas. No puedo evitar sentir pasión por ellas’, admitió Evalyn. “Me hacen sentir cómoda, e incluso feliz. La verdad es que cuando me olvido de llevar joyas, los astutos entre los miembros de mi familia llaman a los médicos, porque es una señal de que me estoy enfermando”.
Evalyn había conocido a los Cartier en 1908, durante su luna de miel en París. Dos años más tarde, cuando ella y Ned estaban de paseo por la ciudad otra vez, Pierre les pidió una cita en el hotel donde se alojaban. “Por saber, a partir de sus compras anteriores, que las joyas que buscaban eran grandes e importantes, esperaba que se arrojaran sobre el diamante Hope como lobos hambrientos. ‘Su trato fue exquisitamente misterioso’, recordó Evalyn, mientras él ponía frente a ellos un paquete de aspecto intrigante sellado con cera”, escribió Cartier-Brickell.
“Pierre recorrió la famosa historia de la gema para su público cautivo: desde su lugar prominente entre las joyas de la corona durante más de un siglo, hasta un noble inglés y un sultán turco, y ahora de regreso en París, en su mismísima habitación de hotel”.
Tavernier, el primer poseedor de la joya en Occidente, la llamó el Tavernier Azul, y la cortó para crear la piedra más hermosa de toda la colección del rey Luis XIV, a quien se la vendió en 1668 por el equivalente a 147 kilos de oro. Pero mientras la alteza le encargaba al joyero Jean Pitau que la ajustara —quedó en 67,125 quilates) para hacerle “una pieza memorable” —que resultó ser un alfiler de corbata desmesurado—, Tavernier perdió su negocio, huyó a Rusia y murió de frío en la calle.
El Diamante Azul de la Corona, como se lo comenzó a llamar, se usaba en ocasiones especiales, como una insignia. Una cortesana, fascinada con la gema, comenzó a perder el favor real y murió prematuramente; también Luis XIV murió pronto, tras mostrarle la piedra al sha de Persia. Por prudencia, Luis XV dejó el diamante en un cofre. Pero luego Luis XVI volvió a sacarlo a la luz y se lo regaló —ya había sido montado de otra manera— a su esposa, María Antonieta.
Entonces sucedió la Revolución Francesa; que las joyas de la corona hayan sido saqueadas en 1792, mientras Luis XVI y María Antonieta estaban detenidos, no impidió que los guillotinaran. La princesa de Lamballe, quien había recibido el diamante en préstamo para usarlo en una ocasión, fue asesinada a golpes por las personas enardecidas.
Casi todas las joyas fueron recobradas, excepto el Diamante Azul.
Nunca más se lo volvió a ver con aquella forma; se cree que lo cortaron en dos, y la pieza mayor es la que hoy se halla en el Smithsonian. Además de la prudencia de alterarla, quienes se la hayan quedado esperaron los 20 años necesarios para la prescripción del delito de robo antes de reflotarla. Otra posibilidad es que haya sido un militar, el duque Karl Wilhelm de Brunskwick, a quien Georges Danton habría sobornado con la gema, y él la llevó consigo a Inglaterra cuando escapó de Francia durante las guerras napoleónicas. La hija del noble, Carolina de Brunskwick, se casó con quien sería Jorge IV y si este camino fue el histórico, el Diamante Azul habría estado durante un tiempo, en secreto, entre las posesiones de la corona británica.
Los que avalan esta hipótesis señalan que, además del exilio que vivió su padre, Carolina fue castigada también con una separación del rey que, si bien no fue pública, la obligó a vender varias joyas para mantenerse.
En todo caso en septiembre de 1812 el comerciante de piedras preciosas Daniel Eliason reveló en Londres que tenía una “piedra enorme de 45,54 quilates” a la venta. La compró el rico banquero Thomas Hope, por quien fue rebautizado. Otro miembro de la familia, Henry Phillip, murió en 1839 apenas se publicó el catálogo de la colección de joyas de los Hope.
Las peleas familiares por la posesión de las joyas llegaron pronto a los tribunales, y Henry Thomas Hope se quedó con la gema histórica, que se mostró en la Gran Exhibición de Londres, de 1851, y en la Exposición Universal de París, en 1855. Tras la muerte de Henry, su esposa Anne, que desconfiaba de las tendencias de su yerno al despilfarro, lo legó a su nieto, lord Francis Hope. Pero el muchacho, que había heredado muchas características del padre, se enamoró de la cantante May Yohé, y puso el mundo a sus pies, por lo cual en un momento debió vender el diamante Hope.
Una vedette, amante del príncipe Iván Kanitowski, fue asesinada a poco de recibir la gema de regalo; el sultán lo perdió todo en cuestión de meses tras haber tomado posesión del Hope. Y en París, tratando de venderlo a los McLean, Cartier se encontró con una sorpresa: no lo quisieron. La catástrofe financiera asomaba en su horizonte.
“Envió la gema a los Estados Unidos y le cambió el engarce a un marco ovalado de pequeños diamantes, que destacaban el enorme Hope azul en su centro”, siguió la bisnieta de Jacques. “Se lo volvió a mostrar a Evalyn, que mostró más interés esta vez, pero no se convenció. Conociendo la debilidad de su clienta por las joyas, Pierre le propuso que se quedara con el collar por unos días: sospechaba que una vez que lo tuviera en su poder le resultaría casi imposible devolverlo”.
Evalyn mordió el anzuelo. Esa misma noche lo ubicó sobre su boudoir, en un punto visible desde la cama. “Durante horas esa joya me observó, y en algún momento de la noche comencé a anhelar realmente la cosa. Puse la cadena alrededor de mi cuello y enlacé mi vida a su destino, para bien o para mal”, contaría luego.
El precio se fijó en USD 180.000, el equivalente a USD 5 millones de la actualidad, es decir, más del doble del precio al que los Cartier lo habían comprado. La primera cuota que los McLean pagarían de inmediato era de USD 40.000.
Pero los clientes ricos no siempre cumplen con sus obligaciones financieras; acaso por eso se mantienen ricos. “Varias semanas después de que firmaran el contrato, Pierre no había recibido un centavo del pago”, escribió Cartier Brickell. A pedido de sus clientes, había puesto una cláusula que les permitía devolverlo “en caso de una fatalidad”, pero los únicos que tenían mala suerte era el joyero: los McLean gozaban de buena salud, Evalyn simplemente demoraba el pago. En marzo de 1911, los Cartier iniciaron acciones legales contra el matrimonio.
Como el contrato la obligaba, Evalyn decidió llevar al Hope a una iglesia para su rehabilitación. “El diamante esperaba su bendición en un almohadón de terciopelo cuando, se diría que en el momento justo, destelló un relámpago y un trueno sacudió el edificio”, relató The Cartiers. “Muchos lo habrían tomado como una señal para retroceder, pero no Evalyn. ‘Desde aquel día’, declaró luego, ‘he llevado mi diamante como un amuleto”.
Cuando terminaron de recibir el pago del Hope, los joyeros hicieron cuentas y se sorprendieron ante el resultado: “Luego de todos los costos legales, la empresa terminó con una pérdida”, contó la autora. “Y sin embargo, en la cabeza de Pierre no había dudas de que había valido la pena: gracias a esa única transacción, Cartier se convirtió en un nombre famoso en Nueva York”.
Evalyn usaba el diamante con frecuencia; también lo ataba al collar de su perro gran danés, Mike, o lo escondía en los arbustos de su jardín cuando daba una fiesta e invitaba a los asistentes a jugar a la búsqueda del tesoro. “Y aunque ella nunca creyó en la maldición, sufrió su cuota de mala suerte con los años. Su esposo, Ned, huyó con otra mujer y luego murió en un hospital psiquiátrico; el periódico familiar, The Washington Post, fue a la quiebra; su hijo murió en un accidente de auto; su hija murió de una sobredosis”.
Y durante la Gran Depresión, Evalyn misma estuvo a punto de perder su casa. “Se vio obligada a empeñar el diamante Hope por USD 37.500”. Fue breve: pudo recuperarlo el día que había acordado con el montepío.
Cuando ella murió, en 1947, dejó la piedra a sus nietos a condición de que se mantuviera en un fideicomiso hasta que el menor llegara a los 25 años, y el menor todavía no iba a la escuela primaria. La familia litigó para vender las joyas, y la Justicia le permitió hacerlo en 1949, cuando lo compró Harry Winston, su último propietario. Luego de exhibiciones para obras de caridad, giras por los Estados Unidos y hasta una aparición en televisión en 1955, el diamante fue donado al Smithsonian, donde en 2010 fue vuelto a engarzar en un diseño de collar por el que votaron los visitantes al museo.