Adentro de la casa había cinco niños paralizados bajo la amenaza de un revólver calibre 32. Un hombre alto, delgado, de canas en los parietales de su cabeza y mirada seria los desafiaba.
La vivienda donde estaban era rústica; las paredes eran unas tablas carcomidas por la humedad; el piso, un terreno seco con uno que otro tapete para dar firmeza. Todo pasaba en una habitación, junto a las viejas camas donde dormían. Ahí comenzó el remezón: cinco disparos, uno para cada niño, cuatro de ellos justo en las cabezas.
Carmenza Gutiérrez* se quedó viviendo en esa fecha, 4 de febrero del 2015, y su único descanso, cuenta, es llorarlos. En aquella casa del kilómetro 28 de la vereda Las Rosas*, en Florencia, Caquetá, a eso de las 8:00 p. m., asesinaron a sus hijos de 11, 14 y 17 años, también a su nieto de solo 4 años. “Quienes hicieron esto les sobró maldad”, dice.
Los cuerpos de los niños quedaron apilados, uno encima del otro, y uno de los mayores quedó con sus brazos abiertos, como si abrazara a sus hermanos asesinados.