Los prejuicios estéticos pueden cobrarse víctimas. Y los investigadores de gravísimos asesinatos no están exentos de ellos. Eso es exactamente lo que les pasó a los agentes del FBI cuando pretendían resolver un triple crimen, allá por 1999, en California, Estados Unidos. Sin darse cuenta, en los primeros interrogatorios, un joven de buen aspecto, rubio, atlético, confiable, atractivo, trabajador y colaborador… los engañó como a detectives principiantes. La “discriminación” funcionó a la inversa y el personaje quedó descartado por su apariencia amable y bonachona.
Por Carolina Balbiani / infobae.com
Cary Stayner los confundió por un tiempo. El suficiente para que esa falsa imagen que se habían hecho de él le costara la vida a una cuarta mujer: Joie Armstrong.
Abusos sexuales fuera y dentro de casa
Cary Anthony Stayner nació el 13 de agosto de 1961, en Merced, California, dentro de una familia totalmente disfuncional. Delbert Stayner no fue lo que se dice un buen padre para sus cinco hijos. Había tenido que recurrir a terapia por haber molestado sexualmente a dos de sus hijas: Cynthia y Cory. Una violencia que heredaría Cary. Una de sus hermanas contaría, luego de los horribles crímenes, que su hermano también la había tocado inapropiadamente cuando ella tenía 10 años y una prima relató que él solía meterse debajo de la cama para espiarlas cuando se vestían y desvestían. En ese marco familiar de abuso es que, el 4 de diciembre de 1972, Steven Stayner de 7 años -el tercero de los hijos y bastante menor que Cary- desaparece un día volviendo del colegio.
Lo sabrían años después, pero había sido secuestrado por el pedófilo Kenneth Parnell, que trabajaba en un resort en el parque natural Yosemite. Parnell lo retuvo y abusó de Steven durante siete años en los que vivieron mudándose mientras el delincuente sexual se hacía pasar por su padre. Steve no atinó a fugarse, pese a que muchas veces lo dejaba solo.
Con su desaparición, su padre Delbert, enfrentó tendencias suicidas. El caso generó conmoción en la sociedad, inspiró libros y películas. Pero por sobre todo acaparó la total atención de Delbert y Kay Stayner, que quedaron sobrepasados por la angustia. Toda su atención estaba puesta en el destino de Steven y en qué le había pasado; atención que Cary Stayner deseaba para sí.
El negro panorama prometió mejorar cuando Steven reapareció siete años después cuando se animó a escapar del pederasta para salvar a otro niño que Parnell había secuestrado. Era el 2 de marzo de 1980. Steven, que ya tenía 14 años, fue considerado un maravilloso héroe. Cary se sentía cada vez más en las sombras.
Sus padres vieron que su niño regresaba vivo… era como un milagro. Pero ese niño ya no era quién había sido. Poco tiempo después de volver Steven le dijo a Newsweek: “Mis padres ven al niño, pero yo crecí (…) ¿Por qué mi padre no me abraza más? (…)Todo ha cambiado. Muchas veces me culpo a mí mismo. Me pregunto si debí volver a casa. ¿Hubiera sido mejor si no lo hubiera hecho?”.
Lo que parecía obvio, que todos debían hacer terapia para superar los traumas experimentados, no se llevó a cabo. Según una de sus hermanas, Steven no hizo tratamiento porque su padre no quería que lo hiciera: “Decía que no hacía falta”. Steven lo pasaba realmente mal: no habló de los abusos con nadie y en el colegio le hacían bullying. Entonces empezó a beber. Su vida era un caos y terminó siendo expulsado de su casa. En 1985 se casó y su vida mejoró. Tenía solo 19 años.
La atención mediática sobre todos los Stayner fue una constante. Cary no estuvo feliz con la aparición de su hermano. Sus celos empeoraron cuando se publicó un libro y se filmó el caso de Steven. A principios de 1989 se grabó una miniserie de tevé basada en su historia: Mi nombre es Steven, que dieron la NBC y la BBC y que más tarde se convirtió en película. Steven actuó como extra haciendo de uno de los policías que lideraron su regreso a casa. Obtuvo cuatro nominaciones para los premios Emmy.
Cary veía agigantarse sus celos por su hermano, al igual que sus perversas fantasías sobre raptar mujeres, violarlas y matarlas.
Pocos meses después, el 16 de septiembre de 1989, a los 24 años, Steven murió como consecuencia de un accidente de moto. Dejó una joven viuda, dos hijos pequeños y su trabajo en una pizzería.
Se dijo que a Cary lo golpeó mucho la muerte de su hermano. Pero nadie puede asegurarlo. Un año después, Jerry Stayner, el tío de Cary y con quien vivía, fue asesinado de un escopetazo en el pecho. Cary dijo haber estado en el trabajo al momento del crimen. Lo investigaron porque habría tenido muchos motivos para hacerlo… él había asegurado que Jerry había abusado de él cuando tenía 11 años. El crimen no se pudo probar.
La vida de Cary continuaría a los saltos. En 1991 intentó suicidarse, en 1995 fue admitido en una institución psiquiátrica y en 1997 fue detenido por posesión de marihuana y metanfetaminas. Ese mismo año empezó a trabajar en el hotel Cedar Lodge, del parque nacional Yosemite. En el mismo lugar donde, en 1999, se consumaría como asesino en serie. Una fantasía que, según él mismo confesó a la policía, tenía desde los 7 años.
Mujeres en la mira
Durante un año entero, Cary Stayner, había estado preparando su triple crimen. Había planeado matar a su novia y a sus dos hijas de 8 y 11 años luego de violar a las pequeñas. Pero su macabro plan se desmoronó cuando apareció una visita inesperada. Volcó entonces su atención en el hotel Cedar Lodge: captaría allí a sus víctimas, en su propio lugar de trabajo.
En 1998 había apuntado a dos chicas finlandesas, pero tuvo que salir corriendo cuando llegó un acompañante de ellas. Se salvaron por un pelo.
El 14 de febrero de 1999, día de San Valentín, Aerin Murphy de 12 años, su hermana y dos amigas fueron a divertirse al jacuzzi del hotel Cedar Lodge. Cuando entraron al agua un joven de mucho pelo en el pecho ya estaba allí…. Era Cary Stayner que las observaba con cuidado. Al rato descubrió que estaban acompañadas por un hombre: Bill Murphy, el padre de las hermanas. Escaparon, sin saberlo, de un destino horrendo.
Al día siguiente, 15 de febrero, Stayner eligió a otras tres víctimas: Carole Sund (42), su hija Juli Sund (15) y la argentina Silvina Pelosso (16). Las había visto en el lobby. Por la noche las acechó desde la oscuridad, en ese desolado hotel de montaña.
“Caminaba por allí y ví un auto rojo solo, estacionado frente al cuarto. La cortina del dormitorio estaba abierta y observé a dos mujeres jóvenes y a la madre. No había un hombre allí”, relató Cary Stayner en su confesión grabada en 1999 y reproducida por ABC News.
Stayner tenía puesto un mameluco de trabajo y llevaba una mochila que contenía una soga, un cuchillo grande, un rollo de cinta adhesiva y un revólver. Estaba todo preparado desde hacía mucho tiempo.
Tocó la puerta.
El asesino que golpeó la puerta
Carole, Juli y Silvina habían partido desde Eureka hacia San Francisco el domingo 14 de febrero. Allí habían alquilado un auto Pontiac Grand Prix rojo y Carole había manejado hasta Stockton. Al día siguiente, siguieron camino hasta el parque Yosemite donde se registraron en el Cedar Lodge, un hotel en un lugar de ensueño en el medio bosques y montañas.
El hotel no era gran cosa, pero estaba muy bien ubicado para las excursiones. Las puertas y ventanas de los cuartos, como suele ser en este tipo de hoteles, daban al exterior. Ese día pasearon encantadas por la foresta y caídas de agua. Cuando volvieron cansadas al hotel, pasaron por la recepción, comieron unas hamburguesas en el restaurante y alquilaron un par de películas. Carole habló con su marido, Jens Sund, para contarle que habían llegado bien. Fue la última vez que se supo de ellas con vida.
A las once de la noche del lunes 15 de febrero de 1999, un hombre joven con buena pinta, de pelo corto y rubio, enfundado en un mameluco de trabajo tocó educadamente la puerta de la habitación 509. Se identificó como empleado del hotel, pidió disculpas por molestar y les aseguró que había un caño roto en el baño del piso de arriba. El trabajo era urgente. Pero le costó convencer a Carole de que necesitaba reparar la pérdida de agua en ese momento. Le explicó entonces que tendría que hacerla llamar desde la recepción. Ella finalmente accedió y le franqueó la puerta al temible hombre que deseaba convertirse en asesino.
Cary Stayner de 37 años, era realmente trabajaba en mantenimiento del hotel. ¿Quién no le abriría a un empleado que debe hacer su trabajo? ¿La habría dejado llamar a la recepción si Carole hubiese querido constatarlo? ¿Habría alguien a esa hora en el lobby? ¿Por qué si eran tres mujeres pudo con ellas?
Quizá la respuesta sea que las tomó totalmente desprevenidas. Y tenía un plan.
Noche de horror
La confesión de Cary Stayner y el trabajo de la policía con la colaboración del FBI permitieron reconstruir lo hechos en esa noche de espanto.
El prejuicio estético sobre cómo debe verse un asesino sobrevoló a la investigación desde los comienzos. James Maddock, director de la delegación de Sacramento, California del FBI, también fue víctima de ello. Cary Stayner fue interrogado dos veces. A nadie le llamó la atención el agradable y calmo empleado.
De la reconstrucción resultó claro que Stayner había acechado a las ocupantes de la habitación 509. Las había espiado por la ventana: las chicas veían una película y Carole leía en su cama que se separaba de la que compartían las jóvenes con una mesita con un velador que estaba encendido. Las cortinas abiertas le permitieron ver todo y tener el control absoluto de la situación.
Cuando Carole lo dejó pasar, primero pasó al baño donde estuvo unos minutos en silencio simulando trabajar. Juli y Silvina veían un video de Jerry Maguire, tiradas en la cama. Salió del baño con un arma en la mano y las engañó por segunda vez: les aseguró que sólo quería robarles.
Las ató. las amordazó y las separó. Llevó a las chicas al baño. Entonces estranguló a Carole con la soga que había llevado. En su cruda confesión tiempo después dijo que ahorcarla le llevó como cinco minutos y que estaba sorprendido por lo difícil que podía ser asfixiar a alguien. Además, afirmó fríamente que con ese crimen “no sentí nada”.
Stayner sacó el cuerpo de Carole del cuarto en la oscuridad de la noche y lo arrastró hasta el baúl del Pontiac Grand Prix rojo alquilado. Volvió a la habitación y sacó a las adolescentes del baño. Les arrancó la ropa a los tirones y les exigió a las adolescentes que tuvieran relaciones entre ellas. La negativa de las chicas y su dificultad para mantener una erección terminó por irritarlo. Llegó a Silvina que sollozaba al baño y cerró la puerta. La hizo arrodillarse en la bañadera, la violó (según sus propias declaraciones tiempo después de haber confesado los crímenes) y la ahorcó. En la cama había quedado Juli atada. La violó y la obligó a practicarle sexo oral. Luego la llevó a una habitación contigua donde la dejó atada y con la tevé prendida. Mientras, ordenó y limpió la escena del crimen y trasladó el cuerpo de Silvina al baúl donde estaba el cadáver de Carole.
“Cuando llevé el cadáver de la chica al auto ahí sí sentí que, por primera vez en mi vida, yo tenía el control”, precisó Stayner a los investigadores.
Dejó unas toallas húmedas en el baño como si se hubiesen bañado, guardó las pertenencias de las víctimas en las valijas y las puso en el coche. Quería dar la sensación de que se habían marchado. Volvió a la habitación en la que estaba Juli, la envolvió con una manta y la llevó al auto. Juli conservó la calma, quería vivir. Le dijo llamarse Sarah. Stayner manejó sin rumbo por mucho tiempo. Con su calma Juli casi logra que Stayner desista, pero su perverso instinto criminal era más fuerte.
“No sabía a dónde iba o qué estaba haciendo. Simplemente manejaba y manejaba. Empecé a tener simpatía por la chica. Era una chica muy agradable y estaba muy calmada (…) No quería que sufriese como las otras, Pero sé que sufrió”, afirmó.
Cuando llegaron al lago Don Pedro, la hizo bajarse del auto. La violó, la peinó, le dijo que la amaba. Después le pidió que se acostara boca abajo sobre la manta. Sacó su cuchillo y le abrió el cuello sin piedad. Durante 20 segundos, mientras ella moría desangrada, miró para otro lado. Así lo relató el desalmado Stayner.
Dejó el cuerpo de Juli tapado por la frazada y escondido entre arbustos. El auto, con los otros dos cuerpos en el baúl, lo condujo hasta un bosque donde lo tiró por un barranco. Un pino detuvo su caída. Se dirigió caminando hasta Sonora, donde llamó un radiotaxi. Eran las 10 de la mañana del martes 16 de febrero. El viaje en taxi, la conductora era una mujer, hasta el hotel Cedar Lodge fue de una hora y media. Stayner le pagó 125 dólares.
Dos días después volvió a donde estaba el auto, lo roció con nafta y lo quemó. Antes había tomado la billetera de Carole que luego tiró en la población de Modesto. Lo hizo para despistar a la policía que ya estaba buscando con desesperación a las tres mujeres desaparecidas.
Búsqueda frenética
Jens Sund preocupado por la falta de noticias había reportado las ausencias a la policía y llamado a la familia de Silvina Pelosso a la Argentina, que rápidamente viajó a los Estados Unidos.
El FBI las buscaba denodada, pero infructuosamente, entre las montañas de Yosemite.
Primero habían manejado la hipótesis de un accidente con el auto, pero cuando un joven halló la billetera de Carole en Modesto todas esas teorías se cayeron. Comenzaron a pensar en un rapto.
Cary Stayner fue uno de los primeros en ser interrogados. Vivía solo en un cuarto del hotel. Parecía franco y era un buen trabajador, un empleado colaborador que los ayudaba a recolectar las pruebas y les abría los dormitorios en la búsqueda de datos. Lo eliminaron enseguida de la lista de sospechosos.
Un mes después un llamado anónimo les dio una pista: les dijo dónde ubicar el Pontiac rojo reducido a chatarra. El domingo 21 de marzo lo encontraron a 90 kilómetros de allí. En el capó encontraron una frase escrita con una navaja: “Tenemos a Sarah”. Otra vez Cary Stayner intentaba distraerlos.
Dentro del baúl estaban los cuerpos de Carole y Silvina. Sus identidades fueron reconocidas por los registros dentales. Pero el cuerpo de Juli no estaba allí.
Seis días después la policía recibió una nota (Stayner se volvía más y más audaz) con un mapa que le revelaba dónde estaba el tercer cuerpo. Esa nota decía: “Tuvimos diversión con ésta”.
Encontraron a Juli Sund. Había sido violada y degollada. El FBI estaba desorientado. El terrible asesino los guiaba en su ceguera y ellos no podían identificarlo.
Joie, la joven que lo hizo dejar rastros
Quizá no hubiesen aprehendido jamás a Stayner si no hubiese vuelto a asesinar. El verano de 1999, el 21 de julio, eligió una nueva víctima: la pelirroja Joie Ruth Armstrong, de 26 años, una naturalista que trabajaba con programas educacionales en Yosemite.
Él la acechó. Observó su cabaña desde la distancia. Explicó que “…parecía estar sola cada vez que entraba y salía al exterior”. Ella, en realidad, estaba armando su mochila para un viaje con amigos. Stayner entró, la sorprendió, la amenazó con un arma y la ató con cinta. Luego la subió a su auto azul. Mientras él manejaba ella quiso escapar, se lanzó valientemente por la ventana del coche y comenzó a correr. El paró, la alcanzó, la violó y la decapitó.
Lo que iba a ser fácil para él, no estaba acostumbrado a que sus víctimas tuvieran la oportunidad de defenderse, con Joie no lo fue. Quizá porque ella tenía muy fresco el reciente triple crimen en la zona.
Joie Armstrong fue reportada como desaparecida y la policía fue a su vivienda. Allí encontraron unos anteojos rotos, un sombrero y huellas de ruedas de neumáticos en el camino. Demasiada evidencia esta vez para salir impune. Stayner lo sabía, la pelea con Joie lo había descolocado.
Además, había un testigo que había visto su auto azul en el lugar el día del homicidio. Fueron a buscar al dueño del coche y lo encontraron en una colonia nudista, Laguna del sur, dos horas al norte de Yosemite.
Su confesión de dos horas al FBI fue enteramente grabada. Allí admitía los cuatro crímenes… No ahorró detalles. Y reveló también al agente del FBI, Jeff Rinek, lo que había planeado hacer con su propia novia y sus dos hijas. Lenna, una de ellas relató, que cuando Rinek (autor de En nombre de los chicos, editado en 2018, un recuento de los casos que investigó en su carrera) se los comunicó, ellas quedaron petrificadas durante años por lo que les podría haber ocurrido.
Ese día de la confesión Stayner le admitió a Rinek en Cámara Gesell: “Me gusta mirar fotos de chicas pequeñas”. Y relató: “… es irónico porque amo la vida tanto y estar con mis amigos maravillándome de la naturaleza… y al siguiente minuto es como que puedo matar a todo el mundo en la faz de la tierra (…) Eso me tortura, va y viene. Como un partido de tenis”.
Los psiquiatras que evaluaron a Stayner revelaron que en su familia hubo enfermedades mentales y abusos sexuales durante cinco generaciones. Se supo también por ellos que a los 3 años Cary Stayner había sido diagnosticado con tricotilomanía, la enfermedad obsesiva compulsiva que lleva a arrancarse el pelo. A los 7 años, había presentado la primera fantasía sexual violenta mientras esperaba a sus padres en la verdulería: soñaba con secuestrar a las cajeras y matarlas. A los 12 soñaba con mujeres violadas en manada. Los informes médicos dijeron que su cerebro presentaba anormalidades que eran consistentes con esquizofrenia, desorden psicótico, parafilia y trastornos compulsivos obsesivos.
En su confesión dijo: “Soy culpable (…) Yo maté a Carole Sund, Juli Sund, Silvina Pelosso y Joie Armstrong”. Para luego aclararle, cínicamente, a las familias de sus víctimas: “Lamento que ellas estuvieran dónde estuvieron. Desearía que me hubiera podido controlar a mí mismo y no hubiera hecho lo que hice”.
Los recuerdos de Lenna
Lenna, la hija mayor de la novia de Cary Stayner, habló por primera vez sobre el hecho de haber sido potenciales víctimas en una entrevista exclusiva, en 2019, con el programa 20/20 de ABC News. Contó lo que había sentido 20 años atrás cuando su madre, que trabajaba de moza en el Cedar Lodge, y Stayner, que también trabajaba allí y vivía arriba del restaurante, empezaron a salir: “Cary era un hombre joven y atractivo. Nos parecía alguien seguro para nosotras”. Jugaba mucho con ellas y hasta les enseñó a bucear.
“Es muy perturbador saber las cosas horribles que él planeaba hacerle a dos pequeñas chicas, inocentes y puras que lo querían tanto. Él estaba ahí, debajo de nuestras narices (…) Para nosotras que éramos pequeñas, él era como un oso gigante y cariñoso. Era nuestro amigo. Yo amaba a Cary. Mi hermana y yo lo adorábamos. Si lo veíamos en el camino viniendo en su auto enseguida saltábamos y queríamos ir con él a dar una vuelta…. Era tan buenmozo y amable (…) También me acuerdo que él siempre llevaba una mochila, algo que las autoridades llamaron un “kit para asesinar”. Siempre la tenía con él, como una mujer con su cartera. Recordarlo me aterroriza, es como una cachetada en mi cara que me dice cuán cerca estuvimos… Demasiado cerca (…) Mamá quedó shockeada. Se llenó de culpas. Yo no la culpo. Nadie podría haberlo sabido”.
Lo cierto es que se supo durante la investigación que quiso matarlas en tres ocasiones diferentes. La última luego de haber matado a Joie Armstrong y con la policía pisándole los talones. Antes de ir a la colonia nudista donde fue atrapado, Cary paso a buscarlas por su casa, pero ellas milagrosamente estaban en lo de su abuela.
Hablar con el ex agente del FBI Rinek ayudó a Lenna a descargar sus angustias: “Somos sobrevivientes… yo lo quería un montón… no sé si él sabía cuánto lo quería, Representó una parte feliz de nuestras vidas Y de pronto… uhhh esa parte feliz se volvió en una parte oscura de nuestras vidas. Hay todavía una parte de mi que se pregunta si él piensa en esas dos pequeñas chicas que lo adoraban tanto, porque nosotras pensamos en él todo el tiempo. Me cuesta pensarlo tras las rejas, no puedo imaginarlo allí. Porque a él le gustaba mucho el aire libre.(…) No lo perdono, no puedo. Aunque me cuesta verlo como un monstruo”.
Aerin Murphy, una de las jóvenes del jacuzzi que se salvó por milagro, testificó en el juicio: “No tuvimos ningún miedo en ese momento en que lo vimos el jacuzzi. Al volver a nuestra habitación bromeamos sobre su pecho peludo (…) Ahora es escalofriante pensarlo, pero saber que está tras las rejas es reconfortante (…) Nosotras tuvimos mucha suerte”. Y sobre todo tuvieron suerte de que Stayner no se enteró que el padre que estaba allí, esa noche las dejaría solas por un día para irse a trabajar a otra ciudad.
Castigo y desconsuelo
En una entrevista telefónica, con un canal de San Francisco, Stayner aseguró que lamentaba “no haber podido controlar el impulso de asesinar a Armstrong”. En realidad, se arrepentía porque eso le había permitido al FBI llegar hasta él. Stayner no tuvo empachos en decirle a la policía que “hubiese continuado asesinando hasta que me apresaran o me suicidara”.
La opinión pública y otros expertos criticaron la investigación inicial. Un defensor oficial de otros sospechosos en otros delitos, Tim Bazar, apuntó con acidez: “Espero que los agentes hayan aprendido algo del caso Stayner. Que los asesinos no necesariamente parecen asesinos”. El prejuicio estético había resultado evidente para todos.
Para la mayoría de los que lo conocían nada parecía indicar el psicópata en el que Stayner devendría. El manager del Cedar Lodge, Gerald Fischer, declaró que “aparentaba ser alguien confiable, siempre dispuesto a dar una mano ante cualquier problema”. Y una vieja amiga que había estado con él muchas veces a solas, sostuvo: “Nunca me sentí incómoda ni me hizo nada. Parecía totalmente inofensivo”.
Pero hubo alguien que sí vio algo preocupante en él: un compañero de trabajo y viejo amigo. Mike Marchese relató que, en 1995, mientras trabajaban en una fábrica de vidrio, Stayner le dijo algo muy raro: que tenías ganas de saltar dentro del camión, manejar por todo el negocio atravesando las paredes, matando a todo el mundo y después prender fuego el lugar. Marchese asustado con el comentario le recomendó ver a un psiquiatra. Stayner siguió su consejo, fue a ver a un doctor que lo derivó a un grupo de terapia. Pero no lo hizo.
En el año 2001, el juicio por el triple asesinato que condujo el juez Thomas Hastings, se hizo con la presencia de los Pelosso (José y Raquel, padres de Silvina, y su hija mayor Paula, que habían viajado especialmente), de Jens Sund (marido y padre de Carole y Juli) y de los Carrington (los padres de Carole) quienes debieron soportar escuchar los horribles detalles de los asesinatos. Pero lucharon por mantener la compostura. La madre de Carole que tuvo que ver -como el resto de los familiares- las fotos de los cuerpos y oír a los forenses, dijo con entereza: “Siento que uno tiene que mirarlo de una manera relativa… Él ya no podía lastimar más a las chicas”.
Cary Stayner fue condenado a muerte el 12 de diciembre de 2002.
La decisión de gobernador de California, Gavin Newsom, en 2019, de suspender la ejecución de las penas capitales en el estado enojó a las autoridades policiales del condado de Mariposa, donde ocurrieron los hechos. El sheriff Doug Binnewies es un claro opositor al beneficio del que gozaría Stayner y asegura que eso no es lo que los ciudadanos de allí quieren.
Silvina, la víctima argentina
Raquel Cucco de Pelosso, la madre de Silvina, era amiga de Carole Carrington de Sund desde que eran jóvenes. La amistad había arrancado en 1973 cuando Carole, como parte de un intercambio internacional estudiantil, había pasado una temporada en Las Varillas, Córdoba. Los Pelosso eran dueños de una fábrica de soda y jugos muy popular en esa provincia Argentina. Silvina, que tenía 15 años y estaba cursando el secundario con muy buenas notas, en el Instituto Domingo Faustino Sarmiento, estaba muy entusiasmada con su viaje: era un excelente programa y un premio a su rendimiento escolar.
Lamentablemente Silvina Pelosso no volvió viva a su país. Su cuerpo tuvo que ser repatriado, después de todos los peritajes, en un avión prestado por un empresario californiano. El viaje que había empezado con toda la ilusión, terminó con un ataúd blanco y una familia destrozada.
José Pelosso se declaró, en su momento, a favor de la pena de muerte. Su mujer Raquel y su otra hija, Paula (que era estudiante de geología), en cambio, eran partidarias de la reclusión perpetua. Durante el juicio no pudo contenerse al escuchar los testimonios y le gritó en la cara a Stayner: “¡¡Hijo de puta!!”. “La reacción de mi marido es predecible. Yo no reaccioné porque trato de que él deje de tener poder sobre nosotros. Sin dudas sufrí mucho. Quiere (por Stayner) despertar compasión, hace como si tuviera arrepentimiento. Pero estoy segura de que no lo tiene”, explicó Raquel consternada.
José, en 2002, se manifestó conforme con la sentencia y reconoció que el desafío era cómo seguir viviendo después de la condena: “Ahora se bajó la cortina y de acá para adelante ¿cómo hacemos?… ”.
El asesinato de su hija les cambió las perspectivas de la vida. Pelosso debió cerrar su fábrica de soda jaqueado por el drama y por los problemas financieros.
Las mujeres Sund
Carole Carrington de Sund (42), estaba casada desde hacía 21 años con Jens Sund con quien tenía cuatro hijos y vivían en Eureka.
Cuando en febrero de 1999 Silvina Pelosso llegó a visitarlas pensó que llevarlas con su hija Juli de paseo a Disney e ir a visitar el Parque Nacional Yosemite era una muy buena idea. No podía saber que todo terminaría de la peor manera.
Sus padres Carole y Francis, abuelos de Juli, eran dueños de varios centros comerciales. Fueron ellos los que ofrecieron una jugosa recompensa apenas desaparecieron: 250 mil dólares a quien diera datos fehacientes sobre el paradero de las tres turistas. Parte de ese dinero fue a manos de quién encontró el auto quemado.
“Él torturó a mi hija… Solo desearía que pudiera pararse y tener su castigo ahora mismo”, dijo Jens al terminar el juicio. Y reveló: “Tuve que hacer mucho esfuerzo para superar la rabia y el enojo. Tenía tres hijos más que criar. No creo que ningún castigo hubiese sido suficiente para Stayner”.
Los padres de Carole, crearon un fondo con el nombre de su hija para ayudar en la búsqueda de personas desaparecidas a la que llamaron The Carole Sund/Carrington Memorial Reward Foundation.
Francis Carrington recordó algo que pone los pelos de punta: mientras las mujeres estaban desaparecidas se había topado con Stayner que colaboraba en la búsqueda: “Fue espeluznante. Estaba como espiándome, mirándome. Me dio una sensación horrible que recuerdo muy bien”.
Lisa Hansell, la manager general del restaurante del Cedar Lodge en la época de los crímenes, dijo a SFGate.com: “Todos los que vivíamos en esta comunidad conocíamos y abrazábamos a este monstruo que era capaz de semejantes horrores”.
Su historia, por cierto, fue bastante más truculenta que la de su hermano Steven y, también, inspiró varios libros y numerosos documentales.
Cary Stayner, el hombre amable y adorable en el que nadie parecía intuir un temible asesino, lleva casi 18 años en la fila de la muerte en la cárcel de San Quentín, en California. En todo este tiempo las mujeres, al menos de él, han estado a salvo.