Se ha acuñado el cliché de que en ese proceso denominado revolución cubana los primeros 30 años fueron los de mayor intolerancia ideológica.
Los fusilamientos, las UMAP, el ateísmo obligatorio, la Ofensiva Revolucionaria, las purgas universitarias, los parametrados del Quinquenio Gris, la imposición de un rígido molde para formar al hombre nuevo, los mítines de repudio y un fatigoso etcétera se vieron calzados por la retórica de Fidel Castro y la aplicación a rajatabla de lo que los inquisidores de entonces entendían que era el marxismo-leninismo.
La más mínima desviación del canon era mirada con sospecha. El catecismo había que recitarlo tal y como estaba escrito en los clásicos y, en el peor de los casos, como se interpretaba en los manuales, so pena de ser acusado de “debilidades ideológicas”, que solían recibir como tratamiento la pérdida de la militancia, la expulsión del centro de trabajo o estudio o incluso la cárcel.
La extinción o el desmerengamiento del campo socialista, como acuñó el entonces Máximo Líder, trajo para Cuba un par de “consecuencias subjetivas”. Por una parte, el descrédito sufrido por la teoría al ser desmentida por la terca realidad, y por otra, ya no había allá afuera nadie supervisando. Sin embargo, en lugar de aprovechar la ocasión para quitarse de encima el pesado fardo de un dogma fracasado, prevaleció la terquedad y se estableció que esta Isla sería el baluarte inexpugnable de las banderas socialistas.
Como si fuera una maldición, han pasado otros 30 años reincidiendo en ese estéril capricho. El marxismo-leninismo y el comunismo como meta siguen apareciendo en la conceptualización del modelo y en la Constitución de la República.
Pero algo se mueve en el tablero, más en las palabras que en los hechos. La manifiesta intención de mantenerse en el poder se ha topado con la necesidad de modificar el lenguaje.
El primer detalle es que el presidente de la República y anunciado próximo primer secretario del Partido no se cansa de repetir su mantra: “Tenemos que pensar como país”, lo que da pie a la pregunta del abogado del diablo: ¿Entonces ya no hay que pensar como clase obrera?
A lo largo de aquella primera treintena, un lema de esa naturaleza le hubiera costado el carné del partido a cualquier militante de base, porque según el dogma los intereses de clase se colocan por encima de los intereses nacionalistas.
Si desde el principio hubiéramos pensado como país, se habría sopesado mejor las confiscaciones, que trajeron el embargo como respuesta; la instalación de cohetes con carga nuclear soviéticos, que estuvo a punto de desaparecernos físicamente; las intervenciones guerrilleras en América Latina, que hubo que pagar con el aislamiento; las campañas militares en África, cuyo saldo final fue que Cuba pusiera los muertos para instaurar una nueva oligarquía corrupta en Angola.
Pero en esos años había una sola persona pensando y decidiendo.
Otro detalle novedoso de los tiempos actuales es la insistencia en que hay que cambiar de mentalidad, dicho con la ligereza del que sugiere sustituir los neumáticos de un vehículo y con la vaguedad del que lanza un acertijo. Nadie sustantiva, nadie sugiere las claves para entender cuáles neuronas deben ser jubiladas.
Recientemente Ernesto Estévez, un notable científico cuyas opiniones políticas aparecen en Granma y otros sitios progubernamentales, publicó en el órgano oficial un texto desconcertante titulado Dogmas, apocalipsis y la conquista del cielo, donde advierte: “Cuba hoy está en el proceso de ruptura de un paradigma agotado”. Y señala: “pero nuestra ruptura antidogmática no puede ser el retorno al capitalismo, sino a otro orden que nos permita avanzar más hacia la consecución de una sociedad más justa”.
¿Cómo se llama ese “paradigma agotado” y cuándo fue que comenzó en Cuba la ruptura con él? Suponiendo que su alusión a “hoy” no se remite a 1959, sino a 2020 y si el paradigma que venerábamos ya está agotado y no se trata de “retornar al capitalismo”, entonces ¿a dónde vamos?
Más recientemente, en su intervención en un evento partidista en la Universidad de Ciencias Informáticas (UCI), Luis Antonio Torres, miembro del Comité Central y primer secretario en La Habana, indicaba a los militantes del centro que era necesario “aportar a la economía, pero también producir ideología revolucionaria”.
En ese evento se planteó que los temas que había que llevar a las aulas eran “¿Por qué la Revolución Cubana es una sola?, ¿Por qué no hay otro Partido en la Isla?, ¿Por qué el socialismo es la única opción para un pueblo como este?”. O sea, ya no hay que ir a los clásicos ni a las esencias filosóficas, sino “a la cosa práctica en sí” y las explicaciones habrá que sacarlas del concepto de revolución que Fidel Castro convirtió en dogma en mayo del año 2000.
La repetida frase de que Cuba no renunciará a sus principios, ni cederá un milímetro en ellos, deja abierta muchas interrogantes, sobre todo ahora que se propone un cambio de paradigmas.
Olvidarse de que la materia es primero que el espíritu, que la clase obrera es la más revolucionaria, que cuando el modo de producción se comporta como camisa de fuerza para el desarrollo de las fuerzas productivas, es ese modo el que debe cambiar, son graves debilidades ideológicas, sin mencionar la aceptación de la propiedad privada como elemento complementario y la apertura a las inversiones extranjeras protagonizadas por empresas multinacionales.
Falta poco más de un año para la muy probable realización del VIII Congreso del Partido. En ese lapso, que es breve, habrá de producirse un notable reacomodamiento del discurso. Para ello se confía en la desmemoria de la población, el oportunismo de los que dirigen el proceso y en la ingenuidad de quienes quieran ver cambios de identidad donde solo habrá cosmética.
Las actuales y venideras “debilidades ideológicas” del único partido permitido en Cuba serán la base de la fortaleza de quienes aspiran a mantenerse en el poder, al precio que sea necesario.
Este artículo fue publicado originalmente en 14ymedio el 25 de febrero de 2020