Con tanta frecuencia tengo que demostrar a Internet que «no soy un robot», que la duda ha comenzado a embargarme a mí también.
Por ejemplo: cuando hago ejercicio siguiendo a algún entrenador de estos que aparecen en las redes, descubro que soy capaz de simular la forma y los movimientos de un ser humano, pero no alcanzo, ni de lejos, su soltura y perfección.
Por otro lado, soy capaz de interactuar con otras máquinas, de hecho al escribir estas líneas, lo hago con una máquina que, al final, hará llegar hasta usted este texto; cuando hablo por teléfono, me comunico también con una máquina que me da instrucciones que obedezco mecánicamente.
Muchísimas, pero muchísimas veces me siento manipulado por humanos, como si alguien manejara los controles de mi vida y programara muchas de las cosas que hago, sin que alcance a entender por qué las hago.
Me muevo dentro de un espacio limitado, no puedo ir donde quiero, requiero de revisión y limpieza periódica y por último, cuando veo en retrospectiva la grabación de mi vida, mi trabajo ha consistido -esencialmente- en imitar seres humanos.
Sin embargo, lo que más me está haciendo sospechar de mi humanidad, en los últimos tiempos, es que veo que mi comportamiento se repite en serie, formo parte de una muchedumbre de robots igualmente manipulados que fingen -como yo- ser humanos.
Todos hacemos lo mismo: vestimos igual, estamos en las mismas redes, retuiteamos las mismas cosas (sin que la verdad importe demasiado)… Realmente a los robots no nos importa mucho la verdad, la variedad, ni la diversidad, nuestra misión es procesar información, no tomar posición ni distancia frente a ella.
A mi procesador le llegan -¡a través de las redes!- exhortos para una vida sabia en silencio y soledad alejado de las redes.
Recibo muchos consejos sabios invitándome a la sencillez, mezclados con chistes que hacen mofa de los más humildes, asesinatos en vivo grabados por cámaras que habrían podido evitarlos, cadenas de oración al Espíritu Santo seguidas de una dama en cueros.
Cada vez que tomo el teléfono para hacer algo puntual, se desprograma mi función vital, me sumerjo en un mar de aplicaciones en las que me disperso un par de horas sin hacer aquello para lo que había tomado el teléfono.
En otras palabras, he perdido aquello que el padre Balmes buscaba en su libro: El criterio. No tengo capacidad para matizar hechos ni circunstancias, me muevo conforme a una programación cerebral binaria: bueno o malo, de derecha o de izquierda (o izquierda, derecha), carnívoro o vegano.
Mi cerebro no tiene capacidad para discernir, estoy diseñado para disparar a todo aquello que no entra en los casilleros matemáticos que tengo en mi disco duro. Mido los resultados por el número de seguidores. No abrigo la menor duda, no me doy tiempo para meditar nada con detenimiento, vivo de la inmediatez. En fin soy un robot, estoy diseñado para ser influencer.
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