El mercado petrolero internacional está estremecido por un terremoto no visto en décadas. Ni siquiera cuando la crisis financiera de 2008-2009 el mundo de los hidrocarburos había estado sometido a una situación de caída tan abrupta tanto en la producción como en los precios. En las condiciones comerciales normales de cualquier actividad económica esta coyuntura de declinación acelerada de los precios hubiese significado que muchos campos o inclusive países, se harían inviables desde el punto de vista estrictamente financiero, como es el caso de los productores de altos costos como Venezuela, Estados Unidos y México, entre otros. Pero no es así, los países productores cuentan con herramientas para defenderse de la caída de los precios y lo están haciendo como suelen hacerlo: recortando la producción para tratar de acoplarla a una demanda menguada.
Es obvio que el descenso de los precios desde comienzos de enero de 2020, antes de la propagación del COVID-19, obedeció a la respuesta de Arabia Saudita incrementando fuertemente la producción ante la negativa de Rusia de recortar en el marco de un fututo acuerdo en el seno de la OPEP. Ya con el COVID-19 esparcido por el mundo, la situación se agudizó y los precios de los crudos reflejaron una disminución en picada que amenazaba con arrasar con regiones petroleras enteras. Y ello condujo a que Donald Trump tuviese que salir en defensa de los productores estadounidenses preocupados por los bajos precios, sucediendo entonces algo que parecía impensable: la coordinación de esfuerzos entre Rusia, un actor de primer orden en la escena petrolera global, Arabia Saudita y Estados Unidos, con el objeto de levantar los precios y evitar el cierre pozos en ciertas áreas de producción.
De allí el acuerdo de la OPEP más Rusia del 9 de abril de 2020 para recortar la producción en 10.000.000 de barriles diarios, recayendo el peso de ese recorte en rusos y sauditas. México, con una economía tambaleante por las locuras de López Obrador, se negó a suscribir el acuerdo que le imponía extraer 100.000 barriles diarios menos. El mercado leyó que tal pacto era insuficiente y entre el mismo jueves 9 y el viernes 10 los precios del petróleo se derrumbaron, perdiendo más de US$ 3 por barril, equivalente a un 12%. Ello fue así porque la caída de la demanda se estima para el resto de 2020 en cerca de 25.000.000 millones de barriles diarios, si la parálisis causada por el COVID19 no da tregua a las economías.
El asunto es muy serio. Más de lo que se piensa. Por ejemplo, Arabia Saudita para que su presupuesto fiscal no cierre con déficit, requeriría un precio cercano a US$ 80 por barril mientras que los productores en EEUU demandan un precio superior a US$ 45 por barril para que el negocio sea rentable. Los sauditas, sin embargo, han acumulado grandes reservas de dólares y euros y pueden resistir, no así Irán o Nigeria.
En la atribulada Venezuela, la situación es mucho peor en vista que hay crudos como los de la Faja del Orinoco que requieren de un precio superior a los US$ 30 por barril para que el negocio sea viable. La reducción de los precios y eventualmente de la producción hará desaparecer el ingreso fiscal petrolero en 2020. Y lo más grave es que el chavismo en el poder durante veinte años no ahorró un céntimo y más bien endeudó a Venezuela.