Vine por una semana. Ya llevo cuarenta y tres años. Sin levantar falso testimonio puedo asegurar que nunca fui más feliz que al respirar las bocanadas de libertad y felicidad que se respiraban en las populosas y asoleadas calles y pueblos de Venezuela. Nunca me había encontrado con tanta generosidad, tanta abundancia, tanta prosperidad. Me refiero a los años sesenta, setenta y ochenta. Era, sin la más mínima duda, una de las sociedades más imperfectas y descomedidas que conociera en los primeros cuarenta años de mi vida: el desorden, la desidia, el incumplimiento y la improvisación dominaban en todas las áreas de la vida pública venezolana. Pero bastaba hacerse de paciencia y deseos de ser feliz, para sentirse en la versión más cercana al paraíso posible. Tan así, que siendo marxista y revolucionario no encontré explicaciones a la estabilidad social de un país, sin duda cultural y espiritualmente el más parecido y semejante a Cuba en el Caribe. ¿Por qué Cuba sí y Venezuela no?
El gran hispanista inglés Hugh Thomas, autor de la Historia de la Guerra Civil Española y de una admirable Historia de la Conquista de México, admirador y amigo personal de Rómulo Betancourt, al que le dedicara su gran obra sobre la historia de la humanidad, le atribuyó esa feliz resolución de las encrucijadas históricas de Venezuela a la inmensa sabiduría y ponderación del líder de Acción Democrática: “Entre los países que han traspasado la frontera que separa a estos dos mundos, el libre y el cautivo, y lo han logrado en forma victoriosa, Venezuela se destaca en las últimas décadas, no solamente en Latinoamérica, sino también con respecto al mundo entero…Hace casi 20 años, en 1958, dos países Latinoamericanos, Venezuela y Cuba, lograron deponer sus brutales gobiernos militares dictatoriales.” Culpable del rumbo tiránico emprendido por Cuba, llamada por sus antecedentes históricos a ser una democracia liberal, varada en una tiranía infinitamente peor que la dictadura que traía con Batista, fue Fidel Castro, el tirano más despótico, cruento y brutal habido en la historia de América Latina, émulo, en muchos sentidos, de las peores y más siniestras trazas del conquistador español Hernán Cortés; como de la ejemplar democracia que se implantaría en Venezuela, sería Rómulo Betancourt, el líder democrático, junto a Carlos Andrés Pérez, más importante de Venezuela. Si no, de América Latina.
Fue la democracia a la que llegué y que conocí en junio de 1977, cuando viniera al país a participar en un Congreso Latinoamericano de Filosofía. Quince años después, Venezuela iniciaría su extravío ingresando al oscuro tormento del laberinto en que hoy se encuentra. Una de las razones que estaban haciendo trastabillar tanta felicidad fue la dramática pérdida y/o inexistencia de conciencia histórica. Una “crisis de pueblo”, como la llamara en 1950 Mariano Picón Salas en su Mensaje sin Destino. Las celebraciones multitudinarias del 23 de enero y del 1 de mayo, que resaltaban la naturaleza popular del sistema político imperante en Venezuela, habían comenzado a declinar; la clase obrera prefería apuntarse a un fin de semana en Miami que a cargar con las banderas blancas de Acción Democrática o verdes de COPEI, en un desfile por la Avenida Libertador y la principal enseñanza de las democracias – mantener viva su conciencia y no bajar la guardia en su defensa – se había ido difuminando hasta desaparecer en los pliegues del olvido. A los venezolanos comenzó a parecerles que la libertad era la cosa más natural del mundo y que más valía aprovechar el tiempo libre de los días festivos en ir de compras a Miami que en empaparse bajo la lluvia o achicharrarse al sol un primero de mayo. La democracia estaba huérfana. Una oportunidad de oro a la que el monstruo cubano estaba al acecho y que le fuera ofrecida gratuitamente por la traición de las fuerzas armadas y las élites venezolanas.
Lo demás fue coser e hilvanar. El golpismo cuartelero, que llevaba todos los años de la democracia esperando la circunstancia propicia para asaltar el poder – obedeciendo la teoría de la curva del chinchorro, el punto más bajo de respaldo ciudadano, que sufriera Carlos Andrés Pérez a cambio de sus esfuerzos por liberalizar el curso de la sociedad venezolana – decidió dar el paso el 4 de febrero de 1992. Sin que viniera a cuento de descontento popular alguno, sino movidos por el voluntarismo y el decisionismo más castro comunista de nuestra historia, los 4 comandantes se entregaron a la parada. Y a pesar de haber sido derrotados en toda la línea, se aprovecharon de la estúpida complicidad de las élites intelectuales y la traición de los medios para caerle a hachazos al árbol caído. El tiempo de la desgracia y las vacas flacas había llegado. El país más feliz del planeta pasaba sin solución de continuidad a ser la sociedad más infeliz y desgraciadas del mundo.
No se ha escrito la historia del derrocamiento de Carlos Andrés Pérez, uno de los más grandes políticos latinoamericanos y, sin ninguna duda, el mejor presidente de nuestra historia. Ni la del advenimiento de esta vida indeseable a la que se nos ha condenado tras las fanfarrias marxistas. El embate tiránico, hoy universalizado por la insondable traición del comunismo chino y su ambicioso y mortífero ataque viral al planeta entero, ha venido a clausurar uno de los ciclos de mayores logros materiales y espirituales de la historia humana.
Hay un antes y un después de la historia humana tras la difusión del Covid-19. El apocalipsis se ha convertido en una realidad virtual. El sueño imposible del comunismo – aplastar y destruir el capitalismo para imponer el totalitarismo socialista – se ha hecho perfectamente posible. El sueño de Marx está a punto de hacerse realidad. Los Estados Unidos están a punto de arrodillarse ante la pandemia. El único problema es que el de Marx no era un sueño: era una pesadilla