A todas estas, militarizada la pandemia en Venezuela, el tránsito peatonal y, limitado por la gasolina, automotor, está bajo la entera disposición de las bayonetas. A éstas, muy poco preocupa que haya alimentos o medicamentos, incluso, médicos, para atender cualquier vicisitud, porque cada quien debe vérselas con la hiperinflación. Lo único que les importa es ahogar en la represión el más modesto gesto de protesta. Llevarse preso al periodista o al ciudadano común que tome algún video o fotografía comprometedora. O al campesino y al indígena que les estorbe en el saqueo que hace por pueblos y caseríos de lo poco que materialmente queda. Para ello, las bayonetas ejercen el dominio absoluto de las calles. Las hay para que las transiten todo el que quiera o pueda, bajo el ojo vigilante de la policía o de la Guardia Nacional, pero también las hay vedadas o prohibidas.
Pudiera pensarse que esas calles son vedadas o prohibidas, porque algún brote corono-viral ha aparecido, aunque todos los testimonios que hemos recibido coinciden en una circunstancia: son las que acceden o circundan la sede de una gobernación o de una alcaldía. El jefecito rojo de turno, le importa un bledo que haya un foco pandémico en un lugar, pero las adyacencias de sus majestuosas oficinas deben quedar resguardadas por las alcabalas bien armadas, previendo alguna manifestación u otro evento que – por lo menos – los obligue a dar una explicación a la gente que se apersone. Así, la calle o avenida que le ahorra un tiempo considerable al transeúnte sea necesaria, ¿para qué? Entonces, la gente debe dar un vueltón. Esto que parece una tontería, obra como un magnífico símbolo del poder rojo-rojito. En medio del marasmo, de la situación calamitosa, el régimen le niega a los vecinos, eso que cualquier estudiante de derecho conoce al iniciar la carrera: la servidumbre de paso.