El sonido de la salsa en el transistor de la casa de ladrillos verdes atraviesa las ventanas abiertas. Apenas son las 6 de la mañana, la hora del café y de la salida del sol en Caracas en esta época del año. La salsa, en esa y el resto de casas colindantes del barrio, no paró de sonar hasta la madrugada y vuelta a empezar.
Por: Esther Yáñez | Nius
El barrio de San Agustín, donde este género musical suena 24/7, es conocido por ser uno de los barrios salseros y culturales por excelencia de la capital venezolana, ya de por sí salsera y rumbera; antes más, claro, cuando se podía. Lo de salir de fiesta, o de rumba, como dicen los venezolanos, es cosa del pasado en un país donde comer es prioridad para una población con un salario mínimo mensual de apenas 4 dólares y con un 80% de pobreza extrema y un 30% de desnutrición infantil según la última Encuesta Nacional de Condiciones de Vida.
Pero bailar es gratis, poner la radio también y la salsa forma parte de la idiosincrasia de los venezolanos, de su ADN y de su sangre multirracial, sin importar color de piel, origen, clase u orientación política. La salsa unifica y rompe odios en un país polarizado, desigual y en quiebra; y más aún en tiempos de pandemia y cuarentena estricta (Venezuela continúa en cuarentena radical en la mayoría del territorio) con un 60% de la población que vive de la economía informal y de salir a trabajar cada día a la calle.
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