Christa Gail Pike nació el 10 de marzo de 1976, en forma prematura, de unos padres que no la esperaban amorosamente y ni siquiera vivían juntos. Su infancia e inicio de la adolescencia se podrían caratular como difíciles. La primera en hacerse cargo de la diminuta bebé fue su abuela materna, que era alcohólica. Ella murió en 1988 y entonces Christa, que tenía ya 12 años, comenzó a deambular entre las viviendas de su madre Carissa Hansen (que era enfermera) y de su padre Glenn Pike. Ambos carecían de recursos tanto económicos como afectivos y la pequeña les resultó inmanejable.
Por Carolina Balbiani / Infobae
Carissa, reconoció que tratando de acercarse a su hija y de generar algún vínculo con ella, llegó a fumar marihuana junto a la adolescente. No funcionó, Christa se llevaba mal también con el novio de su madre. Se mudó con su padre -que tenía una nueva pareja y una hija-, pero no le fue mucho mejor. Él la echó de la casa en reiteradas oportunidades por ser, según afirmó el progenitor, “desobediente, deshonesta y manipuladora”. Finalmente, un hecho de abuso sexual de Christa hacia su medio hermana de 2 años, fue la gota que rebalsó el vaso para siempre y el pasaporte a su desalojo definitivo. Christa era una chiquita, para todos, infernal.
Lo cierto es que, según dijeron los propios padres, desde los 8 años les resultó incorregible e ingobernable. A los 9 ya cultivaba marihuana en el jardín y, a los 14 se largó para irse a vivir con un novio.
Christa abandonó el secundario. En 1995, dejó el estado de Carolina del Norte para acogerse por consejo de su madre a un programa de ayuda del gobierno que buscaba apuntalar a jóvenes carenciados para formarlos en alguna actividad y fomentarles así una vocación. Se anotó para estudiar programación de computación en Knoxville, Tennessee. Los estudiantes, llegados de diferentes partes de los Estados Unidos, vivían allí en dormitorios en un sistema parecido a un campus universitario. Parecía haber encontrado un nuevo hogar y un rumbo.
Un amor tormentoso
Fue dentro de esas paredes estudiantiles que Christa se enamoró de un joven, llamado Tadaryl Shipp, de 17 años. Sintonizaron enseguida. Ambos venían de hogares problemáticos y juntos empezaron a practicar el ocultismo y la adoración al diablo.
Y dicen que el diablo, cuando se lo convoca, siempre mete su perversa cola. Así fue y Christa comenzó a manifestar su paranoia. Decía que otra estudiante, Colleen Anne Slemmer de 19 años -una chica llegada desde el estado de Florida para estudiar también computación-, estaba tratando de seducir a su novio. Colleen tenía unos bellos ojos claros, una melena enrulada entre rubia y pelirroja y muchísimas pecas. Los celos afloraron, al instante, por cada poro de Christa.
Las peleas no se hicieron esperar. Y aunque Colleen negaba las imputaciones, Christa se enfurecía cada vez más. Un día, en medio de un ataque de rabia y celos, le exigió a Tadaryl: “A esa pequeña puta le tenemos que enseñar una lección”. La oscuridad de Christa estaba emergiendo y su idea de venganza tomaba forma.
Con su novio y su amiga, Shadolla Peterson de 18 años, pergeñaron un plan para llevar engañada a Colleen hacia un descampado desolado. Eligieron una zona cercana y campestre de la Universidad de Tennessee. Era un área semirural, boscosa, donde había un molino abandonado. Allí, nadie podría oírla gritar. Los tres amigos y compañeros de estudios estuvieron de acuerdo con atacar a Colleen Slemmer y ofrecerla como un sacrificio humano a Satán.
Engaño y furia letal
El jueves 12 de enero de 1995, Christa le dijo a un compañero de estudios, Kim Iloilo, que ese día estaba “con ganas de matar”. El joven no le dio mayor importancia al comentario delirante de este personaje endiablado. Era un decir.
Esa noche Christa invitó a Colleen a fumar marihuana como una especie de ofrenda de paz entre ellas. Además, irían Tadaryl y Shadolla. Colleen confió. No tenía idea de la peligrosidad que representaban para su integridad sus compañeros de estudios. Antes de iniciar la caminata rumbo al bosque y al molino, Christa tomó una trincheta y un pequeño cuchillo de carnicero y los escondió entre su ropa.
Christa, Colleen, Shadolla y Tadaryl salieron de los dormitorios y se dirigieron hacia el molino por un largo y oscuro sendero. Kim Iloilo los vio salir a las ocho en punto de la noche. Ya había olvidado aquella conversación de la mañana con Christa, pero pronto la recordaría.
Una vez que el cuarteto alcanzó la zona de seguridad que querían los agresores, en medio de la oscuridad, el silencio y la desolación, Christa cambió el modo amistoso por el agresivo. Comenzó a increpar a una Colleen que se mostraba sorprendida por lo que le imputaban: la acusó de querer tener relaciones con su novio. Cuanto más negaba Colleen las imputaciones, más iracunda se mostraba Christa. Colleen llegó a preguntarles: “¿Por qué me hacen esto?”. La respuesta de Christa fue un empujón al piso y un rodillazo directo a la cara. Acto seguido, la obligó a sacarse la campera, la camisa y el corpiño, luego empuñó el cuchillo que llevaba escondido y se lo clavó en el estómago.
En algún momento de la desigual pelea, Colleen estuvo a punto de poder huir, pero Tadaryl entró en acción y saltó sobre la víctima y empezó a tajearla en el pecho. Mientras Colleen imploraba que se detuvieran, su último intento fue decirles que, si la dejaban ir no contaría nada de lo ocurrido y se marcharía directo a Florida, sin pasar por su cuarto a buscar sus cosas. Sus ruegos cayeron en oídos sordos o, mejor dicho, en oídos llenos de ruidos infernales.
Christa enarboló su odio y, también, su cutter. Entre todos, torturaron a Colleen Slemmer durante 40 minutos. Colleen no paraba de suplicar. Con tal de que se callara Christa siguió pateándole la cara. La apuñalaron e hirieron cientos de veces, hasta que se aburrieron. Luego, la dispusieron boca arriba y le grabaron con un cuchillo en el pecho y en la frente unos pentagramas que ellos consideraban “la marca del diablo”. Pero la víctima seguía viva e intentaba sentarse aun con su garganta cortada.
Christa se hartó. Agarró un pedazo de concreto que había en el terreno y golpeó con él una y otra vez, implacable, la cabeza de Colleen. Fue un acto de una violencia fanática. Cuando le pareció que Colleen ya estaba muerta, Christa fue un paso más allá: decidió extraer un pedazo del cráneo roto a pedradas. Sacó con sus propias manos un trozo de hueso tibio y lo guardó como souvenir sangriento en el bolsillo de su campera.
Kim Iloilo los vio volver. Habían pasado dos horas y ahora eran un trío. No pensó nada en ese momento.
A las once de la noche Christa fue a verlo a su dormitorio. Le contó a Kim del crimen y le dio detalles horripilantes. Para convencerlo de que decía la verdad le mostró su trofeo: el hueso de la cabeza de Colleen. Le reveló, además, cómo había obligado a su víctima a sacarse la camisa y el corpiño; cómo la había golpeado con una piedra; cómo le había cortado la garganta y cómo le habían grabado unos símbolos. Desmenuzaba todos estos detalles mientras danzaba en círculos por la habitación, sonreía y cantaba “la,la,la la,la,la”. Kim guardó silencio ante el espectáculo de la locura.
A la mañana siguiente, Christa eligió a otra estudiante, Stephanie Wilson, para hacerle el mismo relato. Quería jactarse. Estaba encantada con lo que había concretado. Le dijo “¿Ves estas manchas en mis zapatos?… No son de barro, son sangre”. Y acto seguido sacó, otra vez, el hueso de su campera. Esta estudiante también guardó silencio. Quizá le temían en exceso. Quizá no creyeron que esa menuda joven de rulos exaltados pudiera hacer algo tan espeluznante .
Durante el desayuno en el comedor Kim le volvió a preguntar a Christa por el hueso, y qué había hecho con él. Ella le respondió: “Sí lo tengo y estoy desayunando con ese hueso en mi bolsillo”.
La policía llegó, esa mañana, alertada por un empleado que había encontrado lo que creía eran los restos de un animal. Porque Colleen, a estas alturas, ni siquiera parecía un ser humano. No pudieron reconocer su cara debido a las numerosas heridas que tenía. Estaba desnuda de la cintura para arriba.
Mientras eso ocurría en el molino, Christa seguía mostrando a los escépticos sobre su crimen ese hueso enrojecido que llevaba en su mano triunfante y que hasta hoy se encuentra guardado como evidencia, dentro de una caja sellada por la policía.
En 36 horas los tres jóvenes asesinos fueron arrestados. En el cuarto de Tadaryl Shipp encontraron una biblia satánica y un siniestro altar. En la chaqueta de Christa Pike, el hueso de la cabeza de Colleen Slemmer. La primera y cínica explicación de Christa fue que solo había querido asustarla y que luego la cosa se le había ido de las manos.
Colleen Slemmer fue asesinada antes de haber cumplido 20 años. Su madre, May Martínez, sigue peleando por recuperar el trozo del cráneo de su hija que fue guardado como evidencia, porque el caso estará abierto hasta que se ejecute la pena y terminen las apelaciones de los acusados. Todavía, 25 años después, no ha podido enterrar los restos de su hija.
May le dijo a la prensa: “Christa Pike quería un sacrificio humano y mi hija fue la elegida. Creo que deberían sacarle un molde al hueso, pero dármelo para poder enterrarla”. Hasta tanto, en su casa de Florida, May guarda la urna con los restos parciales cremados de Colleen. “Durante muchos años, desde Tennessee, me han ido mandando por correo diferentes cajas con partes de ella”, explicó el horror que vive al Usa Today. Un doloroso rompecabezas que May todavía no ha podido ensamblar. Solo pretende un entierro digno y apropiado para su amada hija.
Una condena sin precedentes
Christa Pike fue detenida el 14 de enero 1995 y su juicio empezó el 22 de marzo de 1996. Había evidencias de sobra. En su dormitorio encontraron sus jeans ensopados de sangre y su confesión fue completa. Incluso condujo a la policía a donde había tirado los documentos y los guantes de Colleen y se explayó en todos los detalles de aquella noche diabólica.
Fue acusada de conspiración para cometer un crimen, asesinato y torturas.
El perito médico aseguró que estaba probado que Colleen había sido torturada: la mayoría de las heridas se habían hecho mientras el corazón bombeaba sangre.
Un eximio neurólogo, el doctor Jonathan Henry Pincus -quien fuera jefe de neurología de medicina en la Universidad de Georgetown-, llegó a decir durante su testimonio que el cerebro de Christa Pike había desarrollado la capacidad de asesinar desde muy chica: los lóbulos frontales de su cerebro no estaban alineados apropiadamente.
Los abogados defensores intentaron acusar a la madre de Crista de ser alcohólica desde el momento del embarazo para buscar algún culpable en la conducta vil de la acusada y así alivianar el castigo. Pero la misma madre lo negó tajantemente. Fue durante el proceso judicial que se supo que el padre de Christa había firmado los papeles para darla en adopción cuando ella era ya una adolescente.
El psiquiatra William Kenner, que trabajó con ella y estudió su comportamiento, sostuvo que sufría de bipolaridad y otros desórdenes de conducta. Otros peritos del área sostuvieron que habría daño cerebral, que tenía una personalidad borderline y que, en el momento del ataque, no habría tenido control de sus impulsos ni razonamientos morales.
La acusada lloró varias veces durante el proceso y a los gritos al escuchar su sentencia. Pero el jurado no se conmovió. Los hechos relatados y comprobados eran de una naturaleza tan malévola que no había lugar para intentar comprender las razones que los desencadenaron.
El jurado deliberó solo dos horas y media para considerarla culpable y condenarla a la silla eléctrica. Christa Pike iba a sentar un precedente histórico en la justicia de los Estados Unidos: ser la primera mujer tan joven en recibir tan dura condena.
Fue encontrada culpable de todos los cargos y, el 30 de marzo de 1996, sentenciada a la pena de muerte por electrocución en la silla eléctrica.
Para Tadaryl Shipp la sentencia fue cadena perpetua con la posibilidad de la libertad condicional en 2031. Quizá se haya tenido en cuenta que, al momento del crimen, tenía 17 años. Shadolla Petersen fue condenada a probation por no haber sido directamente responsable de los hechos.
Una celda, mala conducta y prensa
Desde entonces Christa Pike vive en su caja de concreto: una celda de 3 por 3,5 metros, en la prisión de máxima seguridad de Nashville, en Tennessee. Ha intentado apelar su sentencia varias veces, pero siempre le denegaron sus peticiones. Su conducta deja mucho que desear. El 24 de agosto de 2001, junto con otra reclusa, quiso estrangular con un cordón de zapatos a su compañera Patricia Jones. Recibió otra condena judicial.
En marzo de 2012, intentó fugarse de la cárcel con la ayuda de dos cómplices: el guardiacárcel Justin Heflin y Donald Kohut, un personal trainer que había empezado a cartearse con Christa un año atrás. La pareja le pagaría a Heflin para que copiara una llave maestra. El acuerdo se frustró por filtraciones y el escape fue desbaratado. Los dos hombres fueron arrestados por conspiración para la huida de la condenada. Heflin cooperó con las autoridades y zafó de la cárcel; no fue el caso de Kohut, que fue condenado a 7 años de prisión.
Queda claro que Christa no se resigna a que el espíritu de Colleen, esa joven que tanto odiaba, la mantenga detrás de los barrotes.
Su caso horrorizó a la opinión pública y fue tomado por la serie Deadly Women (Mujeres que matan) de la televisión norteamericana, en 2005. También quedó reflejado en Por mi hombre, Martinis y muerte, Parejas asesinas… entre tantos otros documentales o filmes inspirados en la asesina. También tuvo su libro: Un amor para morir (A love to die for), de la autora Patricia Springer.
Christa ya no es una joven impetuosa y satánica, es una mujer de 44 años, que sigue esperando su turno para la silla eléctrica que podría no llegar nunca.
Los que la conocieron decían que solía tener una voz dulce y maneras suaves, que no parecía posible que fuera esa brutal asesina que habían pintado durante el juicio. Pero un miembro del jurado, luego del proceso y sin querer dar su nombre, la caracterizó sin tibieza alguna: “Ella es una chica con cara de ángel y un corazón de demonio”.
No se equivocó. El infierno interior no siempre se ve. Hasta que se desata.