A finales de abril de 2020 la ciudad de Nueva York, epicentro de la crisis del COVID-19, acumulaba toda clase de problemas: la saturación de los hospitales, la falta de respiradores, la economía detenida, el desempleo masivo, la incertidumbre sobre la curva de contagios del coronavirus y también la imposibilidad de enterrar a todos los muertos por la pandemia. Una llamada anónima al 911 alertó a la policía sobre la presencia de decenas de cadáveres en camiones de mudanza, sin refrigerar, en el barrio de Brooklyn.
Publicado originalmente por Infobae
El comisionado de Salud del estado, Howard Zucker, tomó el caso: se trataba de cuerpos que habían sido confiados para sus exequias a la funeraria Andrew T. Cleckley, que iba a ser investigada (y que fue cerrada semanas más tarde). Nunca antes esa empresa había recibido una queja de sus clientes; nunca antes la ciudad de Nueva York había acumulado por una enfermedad, como fue el caso hacia el día 30, 12.287 muertes confirmadas por SARS-CoV-2 más otras 5.302 probables.
Una de las personas que yacía almacenada en esos camiones de mudanzas, Nathaniel Hallman, había muerto el 17 de abril, a los 72 años.
Su familia buscaba el cuerpo para enterrarlo. “El descubrimiento fue solo uno de los momentos espantosos en el esfuerzo de cinco semanas por lograr que Nathaniel pudiera descansar”, siguió The Wall Street Journal (WSJ) su caso, que llegó hasta los tribunales.
Durante cuatro décadas Hallman y su esposa, Mitzi, compartieron un apartamento pequeño en el Bronx. Él reparaba electrodomésticos y ella trabajaba como secretaria. Desde que se habían retirado, la religión ocupaba el centro de sus vidas: él era diácono y ella diaconisa en la Iglesia de los Humildes, del culto bautista. “Antes de la COVID-19 iban juntos a visitar a los enfermos y a los confinados, a llevar la comunión y a consolarlos”, citó WSJ.
Ni siquiera el Parkinson detuvo a Hallman: llevaba dos años sufriendo el debilitamiento de sus músculos. Las huellas de las caídas se complicaron cuando, en febrero, debió ser hospitalizado por una neumonía. Para recuperarse, se internó en un centro de rehabilitación en el Bronx.
En marzo y abril el coronavirus arrasó la ciudad.
Hallman temió morir sin volver a su función de diácono. Su ahijada, Hope Dukes, transfirió en su nombre USD 450 dólares —el equivalente a tres meses de sus donaciones habituales— a la Iglesia de los Humildes.
También temió morir sin volver a ver a su esposa: por la pandemia, el centro de rehabilitación había suspendido las visitas. Por eso fue en la puerta, el 8 de abril, cuando se acercó a llevarle mudas limpias de ropa, que Mitzi se enteró de que Nathaniel estaba infectado de SARS-CoV-2.
Al día siguiente Hallman fue trasladado al Hospital Bernabé Apóstol, que había sido reconvertido en su totalidad en una terapia intensiva para enfermos de COVID-19. La morgue, saturada de cadáveres, había desarrollado una suerte de anexo: dos camiones refrigerados, estacionados en la calle lateral.
Al fin pudieron hablar por teléfono: él le dijo a ella que la quería, que no se preocupara por él y que se cuidara. El 10 de abril, cuando Nathaniel cumplió 72 años, Mitzi hizo lo imposible para verlo pero no se lo permitieron; él ni siquiera quiso comer el budín que la cocina le envió con una tarjeta de felicidades.
En los días que siguieron Nathaniel empeoró: su fiebre subió, sus niveles de oxígeno bajaron. Cuando la esposa lo vio así en una videollamada, luchando por respirar, decidió instalarse en el hospital hasta que le permitieran acompañarlo aunque solo fuera un momento. Era el 16 de abril.
Su hostigamiento conmovió a una médica, que le dio una bata, le enseñó a ponerse correctamente una mascarilla facial y la llevó hasta la habitación donde Hallman estaba internado. “No llores —le dijo—. No sería bueno que le quedara esa imagen de ti”. Tampoco a ella le gustaría que esa fuera la imagen que le quedara de él, pensó al verlo con los ojos cerrados y una máscara de oxígeno en la cara. Le pidió que no se preocupara por ella, le aseguró que estaría bien. “Ve con tu madre y tu padre y tus hermanos y tu hermana”, dijo, y comenzó a cantar bajito “Walk With Me, Lord”, la canción del obispo G.E. Patterson que solían cantar juntos los domingos en la iglesia y que a él le encantaba.
Su esposo abrió los ojos un momento, con la mirada clavada en el techo.
El 17 de abril 2.614 personas murieron por la COVID-19 en los Estados Unidos, una cifra récord en ese momento, aunque a comienzos de mayo, antes del cambio de dirección de la curva, habría números peores. A la noche, cuando vio el teléfono de Bernabé Apóstol en el identificador de llamadas, Mitzi comenzó a llorar antes de que le dieran la noticia: no había otra razón para que se comunicaran del hospital a esa hora que avisarle que Nathaniel había muerto.
“Está en un lugar mejor”, pensó, con fuerza, como para convencerse.
Pero 13 días más tarde el cuerpo de su esposo aparecería “en la parte trasera de un camión U-Haul sin refrigerar, estacionado en una calle de Brooklyn muy concurrida, frente a una tienda Dollar General y a otra de lencería exótica”, según describió WSJ.
Dukes, ahijada de los Hallman, quiso relevar a Mitzi de la tarea devastadora de enterrar a su ser querido, sobre todo cuando una epidemia había hecho que los sepelios fueran una misión imposible. Bernabé Apóstol le había dado una semana como máximo de alojamiento en la morgue. Dukes temía que, vencido ese plazo, la ciudad enterrara a Nathaniel en una fosa común en Hart Island, como hacía con la enormidad de cuerpos nunca reclamados. El ayuntamiento negó que eso se hiciera una vez que un cuerpo ha sido identificado por su familia.
Luego de llamar a 20 funerarias y encontrarlas completamente llenas, y hasta de conseguir un contacto en una más, en Newark, Nueva Jersey, para topar con la misma negativa, Dukes comenzó a entrar en pánico. El 21 de abril, dos días antes del momento en que suponía que su padrino sería enviado a una fosa común, desesperada, llamó a un viejo amigo de los Hallman, el reverendo Marshall Morton, quien oficiaba como pastor en Norwalk, Connecticut.
Le explicó la situación; Morton pensó un momento y se ofreció a llamar a James H. Robinson, un conocido de 20 años que trabajaba en el negocio fúnebre. Una hora y media más tarde, Morton estaba en casa de Hallman con Robinson en el altavoz de su teléfono.
Ahora que la causa está en los tribunales, Robinson dice que nunca se ofreció a ayudarlos; Morton y Dukes, en cambio, declararon que el encargado de servicios fúnebres de una firma en Neptune City, Nueva Jersey, les dijo que buscaran un colega en el Bronx que se encargara de facilitar el transporte desde Bernabé Apóstol a Neptune.
Luego de trámites y permisos, el 23 de abril a la noche un conductor autorizado recogió el cuerpo de Hallman en el hospital y manejó más de 110 kilómetros hasta Neptune. En un auto lo seguían Morton, Dukes y el hijo de 15 de años de Dukes, Marquese.
Al llegar, Robinson no estaba. El encargado de la funeraria le dijo que no tenía manera de aceptar el cuerpo.
Tras varios intentos, Robinson atendió su celular.
—Oh, no, no dije Neptune, dije Brooklyn. Tráiganlo a Brooklyn —corrigió; pero en la actualidad también lo niega.
Morton se enfureció: del Bronx a Brooklyn hay 25 kilómetros y no hace falta la mitad de los permisos, ya que no se cambia de jurisdicción de estados. Le pidió al conductor autorizado si podía hacer toda la travesía de regreso y desviarse hasta Brooklyn, y partieron hacia 2037A Utica Avenue, donde se encontraba Servicios Fúnebres Andrew T. Cleckley. Allí Robinson era uno de los seis especialistas en exequias que trabajaban sin lograr cubrir las necesidades de la pandemia.
Tampoco podían cubrir los estándares mínimos de su oficio: dos semanas antes, citó WSJ a Zeqway Clarke, un hombre de 40 años que asistió a un funeral en la firma, había visto unos 20 cuerpos de ancianos apoyados en una lona, desnudos, con una etiqueta en los dedos de los pies, en una suerte de depósito apenas separado por una cortina improvisada. En las fotos que mostró al periódico, y que le causaron pesadillas durante días, se ven nueve.
Al llegar a Andrew T. Cleckley, dos empleados recibieron con sorpresa al grupo que acompañaba el cuerpo de Hallman. Tras aclarar que Robinson lo había indicado, Morton y Dukes consiguieron que tomaran la bolsa naranja y la llevaran a un camión refrigerado instalado sobre Utica Avenue. Dukes le dijo a su madrina que todo estaba en orden.
“No puedo recibir mas cuerpos tenemos 124 cuerpos en el camion no puedo”, texteó Robinson, al día siguiente, a Morton. El reverendo le recordó que él lo había ordenado y le agregó: “Deberías habérmelo dicho desde el inicio. Sé que estás ocupado y que tienes un montón de cuerpos pero una vez que me dijiste que me podías ayudar, te tomé la palabra. Por favor, la familia depende de esto”.
“Ok deja el cuerpo Me ocupare Envia dinero para la cremacion Donde esta el permiso”, respondió Robinson a su vez.
Morton giró USD 500 a la esposa de Robinson, Rita Baskerville, “por la cremación de Nathaniel Hallman”, según el recibo que el pastor mostró a WSJ: USD 300 por el proceso y USD 200 de honorarios. Robinson, que al comienzo de su conversación con los periodistas no quiso reconocer siquiera el nombre de su esposa, aseguró que nunca tuvo la posesión de esos restos y que no tiene documentos que indiquen tal cosa. “El reverendo Morton miente. Nunca le dije que llevara el cuerpo. Le dije que hiciera los trámites para poder llevarme el cuerpo”, insistió.
Desde que envió el pago Morton intentó obtener un contrato de servicios fúnebres, pero Robinson no atendía sus llamadas o le daba largas. El 29 de abril, cuando se suponía que era la incineración, según los documentos con que se había retirado a Hallman del hospital, la ahijada llamó al crematorio. “Las instalaciones se encuentran cerradas por mantenimiento”, le respondió un contestador automático.
Ese mismo día un mensaje anónimo alertó a la policía sobre dos camiones de mudanzas llenos de cadáveres en descomposición en Brooklyn. En pocas horas la noticia había recorrido los medios; David Penepent, director del programa de administración de servicios fúnebres de la Universidad Estatal de Nueva York (SUNY) se ofreció como voluntario: “En 28 años de trabajo nunca había visto algo así. Me tuve que tomar dos semanas para recuperarme”.
También Dukes vio la noticia. Apenas había comenzado a conmoverse por el destino de esas personas, privadas de una última dignidad final luego de sufrir la agonía de la COVID-19 y el caos de la pandemia, cuando leyó el domicilio de la casa fúnebre. 2037A Utica Avenue. El lugar donde ella había dejado a su padrino.
—¿Qué pasó? ¿Murió alguien más? —le preguntó Morton al atender la llamada de Dukes, tan alterada la escuchó.
—¡Tienen los cuerpos en U-Hauls! —y le contó.
Cuando la mujer consiguió hablar con Robinson, chocó con una pared: “No sé quién es Nathaniel Hallman”. Morton dijo que cuando él se comunicó, Robinson —que actualmente niega haber tenido esa conversación— le aseguró que se estaban ocupando.
Mitzi Hallman no tenía idea de lo que sucedía; ella agradecía al cielo que su esposo no estuviera entre esas pobres personas de las que hablaban las noticias. Dukes no se atrevía a decirle por miedo a que se desmoronara.
Durante dos semanas Dukes llamó a Robinson, a las autoridades que regulan las funerarias, a la oficina del gobernador Andrew Cuomo, al Departamento de Salud, a la policía, a la Oficina de Asuntos del Consumidor. Alguno de todos esos esfuerzos la llevó hasta la Oficina del Forense de la ciudad de Nueva York, donde había 61 cuerpos recuperados de 2037A Utica Avenue.
—No, no tenemos un Nathaniel Hallman —le dijeron el 4 de mayo.
Mientras le contaba a su madrina que Nathaniel estaba en Brooklyn a la espera de ser cremado, se dirigió a la funeraria Cleckley, donde una vez más no encontró a Robinson. El pastor Morton, que la había acompañado, insistió hasta que el director fúnebre atendió el teléfono: estaba en el crematorio, dijo, recogiendo las cenizas de Hallman. No le creyeron.
El 5 de mayo el forense llamó a Dukes: tenían el cuerpo de su padrino. Estaba mal documentado, por eso habían pensado que no se encontraba entre los 61 recuperados. Habían invertido el nombre y el apellido. Y, sí, había sido uno de los que habían quedado apilados en un camión sin refrigeración.
Cuando el Departamento de Salud revocó la licencia de la funeraria, Andrew Cleckley en persona participó en las audiencias y aseguró que los cadáveres estaban allí transitoriamente a la espera de ser guardados en ataúdes para incineración y enviados al cementerio ese mismo día. Su abogado, Robert Osuna agregó: “La ciudad entera estaba desbordada, inundada de restos. Destacan a mi cliente de manera injusta”.
Hallman fue incinerado el 26 de mayo, 39 días después de su muerte. Dukes y su madrina, que finalmente conoció la verdad, contrataron a la abogada Kathryn Barnett, especializada en casos de manipulación incompetente de cuerpos. La demanda contra Robinson —quien a su vez denunciará a la ahijada y a Morton, y a WSJ por publicar su nombre, dijo— y Cleckley, en los tribunales estatales de Nueva York, aspira a ser elevada a juicio por jurados en el Bronx.