Convengamos en una curiosa e interesada evolución de la división político-territorial del país a lo largo de nuestro historial republicano, asignándoles las otrora dictaduras – a veces, caprichosamente – nombres a las más variadas regiones y localidades que apartaban o fusionaban estratégicamente. Por fortuna, el siglo XX legó una conformación estable que no pudo alterar la fracasada y consabida reforma constitucional de Chávez Frías, para lo cual gustó más del nombre que del contenido de la nueva geometría del poder, siendo – por siempre – inequívoca la misma voluntad de dominio.
La usurpación tiene por objetivo la dislocación del sentido de pertenencia y de identidad de los venezolanos, dispuesta a una insólita fragmentación. Por ello, realiza estudios, suponemos que bien elaborados, y, al decidir algunas iniciativas, las emprende a través de diversas modalidades, como ha ocurrido con las denominadas leyes constitucionales contra el odio, la de creación de otras cargas fiscales, sobre la Fuerza Armada, e – incluso – la ya esbozada sobre los condominios en el estado Miranda; y, particularmente, el renombramiento de El Ávila o de una autopista caraqueña, y el estado Vargas.
Por ejemplo, pueden comenzar con sembrar – algo más que ligeramente – un rumor desfavorable a un nombre determinado, inducir el pronunciamiento de algún historiador de mediano prestigio, o – simplemente – sorprender a la población con un cambio toponímico, obviamente insospechado. El régimen sabe muy bien de la necesidad de remodelar el imaginario colectivo de las recientes y futuras generaciones, porque – no cabe dudas – apuesta a una muy larga estadía.
Hay nombres de una acendrada tradición para estados, como Mérida, Táchira, Barinas, Apure, Amazonas, o Delta, al lado de otros que los adquirieron con el tiempo, negando toda acuñación colonial, como puede imponerse cualquier curioso u observador en la materia. Y, aunque hoy luce inútil el esfuerzo de renombrarlos y hasta de redefinir sus propios límites, siendo otros y muy superiores los retos para la Venezuela futura, al régimen socialista le parece oportuno semejan temeridad, partiendo de las diferencias geográficas, económicas, sociológicas y hasta étnicas que las jura al interior de cada entidad: a modo e ilustración, el Zulia, Lara, Trujillo, Anzoátegui y Miranda, ofrecen contrastes internos que el sólo nombre apenas – se dice – logran alfilerar.
El estado Miranda, como otras entidades equivalentes, añadidos los más variados municipios y parroquias a lo largo y ancho del país, se le ha calificado oficialmente de bolivariano, pero ello políticamente no basta, por lo que un cambio de denominación intentará replicar la experiencia de nuestro litoral central. Y, cuando el río suena, piedras trae, desean desmirandizar al estado, y – de sobrevivir el régimen – modificar en general la división político-territorial del país, como fue el propósito explícito de 2007, y, en lo particular, probar con una cirugía convenientemente electoral de una entidad federal que los rechaza trastocando su propia división política-territorial interna.