A veces el pasado termina siendo un fantasma que te asusta, te caza y no te deja vivir en paz. No importa cuán lejos vayas, lo exitoso que te hagan sentir, lo famoso que seas o los millones que tengas en el banco…
En muchos casos, cuando los deportistas llegan a lo máximo, a la élite, alcanzan la gloria deportiva y cambian de vida por su dinero y popularidad, parecen subirse a una tabla de salvación que, mientras flota, les permite evadirse de esos fantasmas y vivir una nueva vida, la que soñaron… Ese paraíso es, para casi todos los basquetbolistas del mundo, la NBA. La meca. El máximo escenario. Una liga que es sinónimo de estatus, glamour, de lujos y máxima competencia. Si pueden llegar, son muy pocos los que se resisten. Porque hechiza, seduce. Hay excepciones, es verdad, pero no más que un puñado.
Brian Carson Williams –Bison Dele a partir de 1998– es uno de ellos. Una persona muy singular que nunca estuvo cómodo rodeado de egos, luces, tentaciones, lujos, mujeres y frivolidades. Es más, una figura que sufrió esa vida, que cayó en depresiones y hasta coqueteó con la muerte. Una vida que muchos desearían pero que, en su caso, ni bien pudo escaparse, lo hizo. En el mejor momento de su carrera como atleta. Con la mala fortuna de que, cuando logró abandonar una realidad que lo estaba matando por dentro y alcanzó la paz interior y la felicidad que tanto había añorado, encontró la muerte. Una muerte que vino del pasado. De su pasado. Producto de una infancia llena de ausencias, celos, odios, peleas y abusos. Y fue justo cuando un ser distinto, bohemio, sensible y empático tuvo el coraje de dejar todo (y hasta rechazar propuestas de de Phil Jackson y Jordan), terminó traicionado por su sangre. Por los designios de un destino que, aunque lo intentemos explicar, tendrá algo de inexplicable.
En esta nota conocerás una historia cinematrográfica, una novela que cruza distintos géneros y lo tuvo todo: amor, odio, envidia, codicia, neurosis, misterio y un final policíaco con culpables pero sin condenados. Una obra de la vida real que ni los más afamados escritores podrían haber imaginado en sus mayores momentos de creación, con dos protagonistas, el famoso Brian y su hermano Kevin… O Rómulo y Remo, como de alguna manera fueron los Williams.
Para empezar a entender la historia hay que situarnos en el ambiente en que ambos nacieron. A diferencia de la inmensa mayoría de los deportistas que llegan a la élite, Brian no creció en un ambiente deportivo sino artístico. Su abuelo Calhoun fue pianista junto al mítico Duke Ellington y su padre Gene saltó a la fama como vocalista de Los Plateros, grupo de blues, soul y doo wop mundialmente conocido, que incluso estuvo varias veces de gira por Argentina. Eugene se casó con Patricia Phillips y tuvieron a Kevin (en 1967) y Brian (1969). No sorprendió, entonces, que ambos salieran fanáticos de la música, uno de los pocos puntos en común que tuvieron en la vida. Amantes del blues, en especial de Miles Davis, crecieron queriendo ser músicos, sobre todo Brian, quien iba a clases extracurriculares en las que aprendió a tocar el saxo, violín, trompeta y guitarra. Pero, claro, su apabullante energía lo guió hacia el deporte, primero al atletismo y luego, gracias a su talla (2,08), al básquet. Allí, además, encontró un refugio para una vida que había empezado a dejar de ser ideal.
La separación temprana de ambos padres y la ausencia de Gene -absorbido por su carrera- lo marcaron a fuego. A ambos. Y todo empeoró cuando su madre volvió a casarse y su nuevo esposo (Ron Barker), un tanto violento, aumentó los dramas con permanentes abusos verbales que hicieron más mella en el mayor, ahondando las diferencias entre hermanos. El menor parecía el privilegiado, el más querido y admirado, al menos para los ojos de Kevin, que empezó a ser carcomido por los celos y a obsesionarse con los éxitos y la supuesta felicidad del menor…
El deporte resultó otro ámbito que marcaría a fuego las divergencias. Brian siempre fue mejor y su carrera empezó a ascender rápidamente, mucha más que la de su asmático hermano, una enfermedad que pondría fin a sus ilusiones e, internamente, lo haría sentir un desgraciado… Mientras Kevin deambulaba de colegio en colegio sin graduarse y tomaba esteroides para el asma, Brian se transformaba en una estrella del secundario de Santa Mónica. Tanto que años después retirarían su camiseta. Allí jugó tres años y el último lo hizo en Bishop Gorman HS en Nevada, cuando ambos hermanos se fueron a vivir un año con su padre a Las Vegas. Allí Brian terminó de enamorarse de la vida bohemia del artista que años después trataría de recrear… Kevin, en cambio, agrandó su complejo y empezó con un camino de ida, el alcohol.
Eran tan opuestos que no parecían hermanos. Uno lucía confiado, cariñoso, empático, curioso y creativo, una estrella del deporte en ciernes. Y el otro, un informático, frío, desconfiado y siempre con vueltas y quejas. Diferencias que nunca quedaron más marcadas que en el verano de 1990, según cuenta Grant Wahl en una nota de Sport Illustrated. Con 21 y 24 años, respectivamente, fueron una semana de vacaciones a Grand Canyon con su madre y ella misma contó que en esos días no pararon de discutir, pelearse y hasta pegarse, ante la frustración de Patricia y la sorpresa de algunos turistas. Ella juró que nunca más repetiría la experiencia y, desde aquel día, la relación entre ellos se enfriaría hasta el punto de casi no verse durante cuatro años, más allá de que Brian lo socorrería varias veces con dinero para pagar medicamentos y alguna deuda…
El ascendente camino del menor siguió, primero en la Universidad de Maryland (un año), donde nunca se encontró a gusto y luego en la de Arizona (dos). Un cambio que reflejaría su necesidad de salirse de esos sitios donde no estaba cómodo… Zurdo, versátil y talentoso, con buenas manos y capacidad atlética fueron características que formaron un combo atractivo para muchos y así Orlando Magic lo eligió en el 10° lugar del draft de 1991. Pero la llegada a la NBA, que para muchos es un sueño, en su caso se convirtió en pesadilla.
No le gustaba Orlando, “demasiado turística y poco creativa”, según repetía. Brian, sobre todo, sentía que no cuajaba en el mundo superficial y egocéntrico del profesionalismo. Tenía talento para ser un NBA, pero no le gustaba serlo. Sus inquietudes eran otras: amaba la cultura, la lectura, las películas, viajar, conocer, saber más en definitiva… Allí se sentía a contramano y sus contradicciones interiores, estar haciendo lo que no quería donde no deseaba, empezaron a expresarse en el cuerpo.
En la segunda temporada en Orlando fue separado del equipo por depresión. Casi no podía dormir y lo inundaban los nervios. Incluso una noche tomó 15 pastillas para lograrlo, lo que creyeron un intento de suicidio… Hubo al menos otros tres episodios graves que impactaron. Un día iba manejando, se desmayó y chocó contra un poste de luz. Otra vez casi se ahoga en una pileta. Y una tercera vez se desplomó en un entrenamiento mientras defendía a Shaquille O’Neal. Le hicieron todo tipo de estudios y determinaron que tenía que ver con su mala alimentación. “Yo era vegetariano y tenía la ilusión de ser supersano, pero sin consultar a nadie. La falta de proteínas y hierro me generaron el cuadro”, admitió. Tan obsesionado estaba con los nutrientes hasta el punto de haber admitido que comía tierra… Los médicos concluyeron entonces que era necesario, de forma urgente, un tratamiento psiquiátrico porque, además, a Brian lo habían dejado solo. Había tenido discusiones con el DT Matt Guokas, con el capitán Scott Skiles e incluso una pelea con Jeff Turner. Así fue que terminó canjeado a Denver…
Ese cambio de aires pareció venirle bien. Incluso, con los Nuggets, tuvo una brillante tarea en uno de los partidos que coronó una de las grandes sorpresas de la historia de los playoffs. De aquel 7 de mayo de 1994 todos recuerdan a Dikembe Mutombo celebrando en el piso, pero fue Williams la estrella del quinto y decisivo juego en Seattle. Sumó 17 puntos y 19 rebotes para que el octavo preclasificado eliminara al N° 1 del Oeste, los Sonics de Payton y Kemp. Pero, a esa altura, en toda la NBA se sabía que Brian era un bicho raro, una figura enigmática y los rumores volaban… Por caso: decían que era gay, por no ceder a las tentaciones de las tantas mujeres que rodean a ese mundo. Él, en vez de jugar a las cartas en los aviones, leía filosofía, preferentemente a Kant o Nietzche. En vez de juntarse con los compañeros en las habitaciones, se quedaba solo tocando sus instrumentos o escribiendo poesía urbana. Era un bohemio…
“Todos lo percibían como un atleta pero en realidad era un artista que jugaba al básquet. Con él aprendí algo que mantengo hasta hoy: no permitas que tu trabaja defina quién eres”, le contó Tommy Sheppard, jefe de prensa de los Nuggets y hoy vicepresidente de operaciones de los Wizards, a la revista Sports Illustrated. “Brian era tan carismástico que habitualmente la gente le tenía celos. Si tengo que describir su forma de vivir diría que Brian caminaba entre gotas de lluvia”, agregó en la nota, con alma de poeta.
Williams era especial para todo: era muy sociable con la gente que quería y tenía una debilidad por el agua. Por eso se compró una casa flotante en el Lago Powell, donde hacía grandes fiestas y se construyó un acuario gigante con pescados, donde buceaba entre ellos. Brian disfrutaba de la gente, de su compañía, de cosas así… Pero poco y nada del básquet. Pero no todos lo entendían. Algunos de sus compañeros decían que era una distracción y hasta que los incomodaba. Como el día que se paró en un viaje de avión y amagó con abrir la compuerta. “¿Qué pasa si lo hago?”, gritó. Todos quedaron petrificados. Nadie supo si era una broma o si realmente estaba pensando en hacerlo. O como cuando evitó una invitación a pelear de Derrick Coleman que generó el rechazo de sus compañeros. “No podés ser tan cobarde”, le dijeron. O la mañana que apareció llorando en el entrenamiento porque la noche anterior había visto una película sobre el Apartheid. Por eso no sorprendió que, dos años después de su arribo a Colorado, fuera cambiado a los Clippers.
Allí, en Los Ángeles, su región, pareció que podía ser… Y en su primer (y único) año se destacó: promedió 15.8 puntos y 7.6 rebotes. Pero los problemas nunca se fueron. Tampoco sus fantasmas… Tal vez por eso no quiso firmar el contrato que le ofrecían para renovar y se quedó sin equipo para la 96/97. Hasta que la suerte llamó a su puerta. En realidad, la abrió la lesión de Bill Wennington, pivote suplente del mejor equipo de la NBA. La llamada de Phil Jackson fue lo que necesitaba para dejar atrás las dudas y poner lo mejor de sí. Está claro también fue clave la minireunión con Michael Jordan, quien a su manera de siempre le marcó la cancha. “Brian, a ponerse en forma. Y nada de distracciones o locuras eh”, le dijo MJ, intimidante. Phil, por su parte, le recomendó evitar a Dennis Rodman. “Si lo sigues en la noche, te llevará a la tumba”, le aconsejó.
Brian cumplió. A su manera, claro. Por caso, cuando estuvo en Utah, durante las finales, invitó a su habitación de hotel al guitarrista de Smashing Pumpkins, Billy Corgan, quien aceptó dispuesto a vivir por dentro la leyenda de los Bulls, aunque a la segunda noche ya quería irse porque Williams se pasaba casi toda la noche despierto, guitarra en mano, queriendo tocar y aprender del consagrado músico. Más allá de aquella anécdota, Brian se mostró feliz y enfocado. Y eso le permitió desplegar su conocido talento, primero en los últimos nueve partidos de la fase regular y, sobre todo, en los 19 de playoffs. Williams fue de menos a más y tuvo ingresos muy valiosos que ayudaron a que los Bulls volvieran a ganar el anillo. Promedió 6 puntos y 3.7 rebotes, pero en la definición ante el Jazz fue el cuarto goleador del equipo. Nada más y nada menos. “Sin él, no podríamos haber ganado aquella final”, resumió Steve Kerr.
Ese rendimiento hizo que al menos cinco equipos mostraran interés en él y ahí se decidió por el dinero: los 45 millones que los Pistons le firmaron por siete años. En Detroit mantuvo el alto nivel mostrado en Chicago pero algo empezó a despertarse en él, su costado más humano. Tuvo actitudes que sorprendieron a todos, como repartir el dinero de los bonos de playoffs entre los empleados y trainers, entradas entre la gente, cenas entre compañeros y hasta regalos de Navidad para su entrenador. “Fue la única vez que un jugador me hizo un presente”, admitió Doug Collins, DT de los Pistons. Una personalidad empática, con una sensibilidad distinta. Pero una circunstancia fortuita, del destino, le hizo un click en su vida. La NBA enfrentó un lockout patronal que demoró el comienzo de la temporada hasta febrero y en esos meses alejados del básquet ahondó en sus sentimientos y empezó a transitar un camino de ida, sin retorno. Cambió su nombre por el de Bison Dele, en honor a sus ancestros cherokees (uno de los pueblos originarios de USA), y profundizó sus travesías.
El pivote estaba acostumbrado a viajar por el mundo durante los veranos en búsqueda de experiencia extremas. Era su momento, el que esperaba con ansias. Ni un día aguantaba… Horas después de terminada la temporada, ya volaba a distintos lugares, siempre distintos, casi siempre con su entrañable amigo Patrick Byrne. Así fue que Williams podría ser encontrado bailando semidesnudo en las calles de La Habana, surcando la noche promiscua del sur francés, participando de las corridas de toros en San Fermín, haciendo desafíos en bici por el desierto, cruzando Egipto en camello, piloteando aeroplanos, corriendo carreras de karting, saliendo con Madonna y hasta visitando Beirut en medio de la guerra civil, ignorando la prohibición del departamento de estado estadounidense, según relata el periodista Chris Ballard en una profunda nota en Sport Illustrated.
Bison buscaba exprimir al máximo cada verano. Cada hora. Y extremaba las vivencias. Nada parecía satisfacerlo del todo, menos llenarlo. Por eso buscaba más. Y por eso le costaba volver a una rutina que ya odiaba. Pero a aquella temporada corta regresó. Fuera de forma, pero regresó. No le importó bajar sus promedios a 10,5 puntos y 5,6 rebotes. Dele ya sabía que era su última campaña en la NBA…
Nada le importó. Ni los 36,5 millones que le faltaban cobrar de su contrato. Ni dejar la meca del deporte profesional, justo en el mejor momento deportivo, cuando tenía 30 años… Para él, el básquet era un medio para juntar dinero (embolsó 22 millones en ocho temporadas) y así tener los recursos para escapar de un mundo que no le interesaba. Y así fue que un día se fue, sin más… Tuvo un ladero, un compañero de facultad, el libanés Ahmad El Hosseini, hijo de un parlamentario que lo acompañó en su primera excursión. Fueron a Europa y terminaron en su casa, en Beirut, comprando una planta depuradora…
Con la NBA cortó todo lazo. Le dijo a su agente Dwight Manley que se iba y no mucho más. Nadie podía creerlo e intentaron todo para convencerlo. Bill Davidson, el dueño de los Pistons, lo llamó varias veces para que regresara, pero Dele ni siquiera le atendió el teléfono. Ahmad lo hacía por él y solo le decía que “nada iba a hacer que Bison regresara a su antigua vida”. Los rumores de que estaba en serios problemas corrieron por la NBA y hasta lo llamó el famoso reverendo Jesse Jackson. No lo atendió. Incluso Manley le escribió un mail diciendo que Phil Jackson lo quería para su nueva aventura en los Lakers (que terminaría con un tricampeonato). Tampoco contestó. Bison estaba decidido a no volver a ese mundo que tan mal le había hecho internamente…
Hosseini no quiso seguirlo y él se fue solo. Primero a Indonesia, luego a India y más tarde a las míticas Islas Sheychelles en el océano Indico. A fin de año, para recibir el nuevo siglo, llegó hasta Australia, donde se compró un camión enorme en el que se trasladaba con todo lo que había descubierto: moto, kayak, tabla de surf y equipo de submarinismo, entre otras cosas. Cerca de Perth, encontró un pueblo que lo enamoró y una chica que lo cautivó, Megan Moodie. Allí se quedó y a ella le confesó por qué no le gustaba su vida pasada.
“Un mañana me levanté y sentí asco de mí, por vivir una vida que no me hacía bien. Lo que quiero es esto, ser libre”, le confesó. Semanas después, se compró un catamarán de 17 metros que llamaría Hakuna Matata, una expresión suajili (lengua africana) que significa “no hay problemas”. Así fue que, en febrero del 2001, luego de contratar a un experimentado tripulante para navegar el barco, se adentraron en alta mar. Por semanas. Allí meditaban, charlaban, hacían el amor y fumaban marihuana. Brian había logrado la paz que tanto añoraba. Solo volvía a puerto para recargar provisiones, cambiar de capitán y sumar a algunos invitados más a la experiencia. En aquellos días de navegación, rodeado de personas que quería, Bison entendió que había encontrado la felicidad que tanto había añorado…
Una felicidad que ni siquiera sacrificaría por un llamado de un tal Michael Jordan. Cuando MJ decidió volver a jugar, a mediados de 2001, supo que necesitaría ayuda, ya que los Wizards tenían un equipo mediocre. Y pensó en aquel talentoso pivote zurdo que tanto lo había ayudado en 1997. En febrero del 2002, a mitad de temporada, le escribió un mail a Dele pidiéndole que se uniera al equipo. Probablemente ninguna persona en este mundo le hubiese dicho que no a Su Majestad, más cuando el pedido era directamente de él, pero Dele no era como todos. Eso sí, al menos fue al único que le contestó…
-Michael, te agradezco muchísimo por la convocatoria. Pero lo siento. Me debo a mi nueva vida. Acá soy feliz y ya no volveré a jugar al básquet. Igual, te agradezco enormemente por el interés. Un saludo, Bison.
La forma más clara se despedirtse definitivamente del básquet. A partir de ese día, Dele se concentró en cumplir el último sueño que le quedaba: compartir esta nueva vida, libre, con la persona que más había amado. Moodie ya se había ido y él pensaba cada día en Serena Karlan, una chica que había conocido (y tenido una gran relación) en su paso por los Clippers. Ella vivía en New York, tras haber sido secretaria personal del cantante Prince. Siempre habían estado en contacto, pero la nueva llamada fue para ofrecerle algo extremo: “Dejá todo y venite conmigo, dame una oportunidad…”, le dijo. Así, aprovechando la conexión que siempre habían tenido y la particular atracción que generaba en las mujeres, Dele logró que ella se sumara a su expedición en octubre del 2001. Durante esas semanas, Bison volvió a experimentar la felicidad soñada, disfrutando con ella de un paraíso sin preocupaciones. Karlan se enamoró tanto de esa experiencia (y de un nuevo novio) que volvió a USA solo para pagar deudas y despedirse de su familia. Era enero del 2002 y para sellar su amor ambos decidieron pasar una mini luna de miel en Auckland.
Era todo paz y amor cuando una llamada telefónica terminaría esa armonía. Para siempre…. Era Kevin, el hermano de Brian. En realidad, ahora llamado Miles –por su amor a Davis, el blusero- Dabord. Decisión que había tomado, copiando a su hermano, siguiendo ese sentimiento de envidia que siempre había tenido… Miles habló primero con el capitán del catamarán, pidiendo su ubicación, para darle una sorpresa a Bison, a quien no veía hacía cuatro años. Y luego se apareció… Estaba más gordo, en bancarrota (incluso con deudas), saliendo de una nueva depresión y deseando sumarse a la experiencia. Dele, siempre humano, no pudo decirle que no. Pensó que tal vez, ya más grande, era el momento de acercarse a su sangre. Así fue que los tres (Miles de 35, Bison de 33, Serena de 30) y un nuevo capitán, un bon vivant francés llamado Bertrand Saldo (32), zarparon hacia Hawaii.
Fue la última vez que vieron con vida a tres de los tripulantes. La prefectura recibió tres comunicaciones desde el barco y luego un absoluto silencio. Así empezó la búsqueda que terminó el 16 de julio cuando el catamarán apareció en Tahití con el nombre original perfectamente tapado y uno nuevo (Aria Bella), pero sin ninguno de los tripulantes originales…
Todo habría terminado el 7 de julio del 2002, según lo reconstruido por los investigadores de la causa. Y no fue sorpresa para ninguno de los entrevistados. Miles, de entrada, había querido tomar el control del espíritu de la expedición. Hablaba todo el tiempo, contaba anécdotas, siempre relacionadas a su hermano. Recordaba las peleas con él, mofándose de aquellos momentos donde Bison quedaba mal parado. Incluso hacía comentarios irónicos sobre la carrera del menor, algo que Dele prefería reservar. “Déjalo de hablar de eso, a nadie le importa acá”, le decía. Pero el mayor no le hacía caso y proseguía el relato. Así fue que las discusiones no tardaron en aparecer y a sobrepasar los límites de la buena convivencia. Los testigos intervenían pero aquellas peleas eran el propósito de Miles a bordo. Hacer sentir mal a Brian justo cuando él era feliz, hacerlo estallar…
Hasta que aquella mañana de domingo todo se precipitó rápidamente. El FBI tiene una teoría que podría ser cercana a la realidad: una nueva discusión llegó al punto que Serena quiso intervenir y terminó en el piso del catamarán, empujada por Miles. Eso enloqueció a Bison, que fue tras su hermano. Sin saber que el mayor había encontrado su pistola Glock guardada en el barco. Miles, sin dudas, habría disparado. Primero el asesinado habría sido Brian, luego Saldo y, por último, Serena. Con su frialdad habitual, el mayor de los Williams habría manejado unas millas más para arrojar los cuerpos por la borda para que las corrientes del Pacífico Sur se llevaran las “pruebas”. Luego, camino a Moorea, en la Polinesia Francesa, habría utilizado el tiempo para limpiar la escena del crimen y cambiar prolijamente el nombre original del barco (tapó Hakuna Matata y le puso Aria Bella). En Tahití dejó amarrado el catamarán y voló hacia Estados Unidos para encontrarse con una novia, Erica Weise.
Ya en Phoenix, su zona, cometió el error de querer comprar monedas de oro con un cheque de su hermano por valor de 152.000 dólares. Como tenía su pasaporte y era parecido a Bison, Miles pensó que nadie se daría cuenta. Pero se equivocó, como casi siempre en su vida. Terminó detenido por la Policía, que ya estaba al tanto de la desaparición de Dele. Nervioso pero con la coartada aprendida, dijo que lo había enviado Bison, que él y su novia estaban bien, en Raiatea, al menos la última vez que los había visto. Como los agentes no tenían pruebas, lo liberaron. Miles llamó a su madre, le juró que nada tenía que ver con la desaparición de su hermano y le pidió que nunca dejara “de quererlo”, pero Patricia nunca dejó de dudar. “¿Por qué tenía el pasaporte de su hermano? Bison llevaba tres años navegando en aguas internacionales, nunca le hubiese dado el pasaporte a nadie”, reflexionó en una nota en el diario Chicago Tribune, a fin de julio, cuando todavía se desconocía del paradero de su hijo menor.
Pero, claro, lo que no pudo la Justicia, quizá lo pudo el destino. O los propios fantasmas de Dabord. Diez días después, Miles ingresaba a un hospital de Chula Vista, región de California pegada a la frontera con México, tras ser encontrado en coma en las playas de Tijuana (México) tras su furibundo intento de suicidio con insulina. Diez días después, el hermano mayor fallecía por el daño cerebral y luego de ser desconectado por los médicos.
Horas después, su novia, Erica Weise, declaraba lo que Dabord le había contado sobre la fatídica mañana. “Miles me dijo que Bison mató sin querer a Serena tras una pelea con él y luego, para silenciarlo, al capitán porque quería reportar la muerte. Y que después, tras un forcejeo, a Miles no le quedó otra que dispararle a su hermano. También me contó que luego, nervioso, tiró los cuerpos al agua”, dijo, lo que meses después repetiría en una nota con el diario Orlando Sentinel. Los investigadores no creyeron la versión de Erica, aunque tampoco piensan que ella haya sido cómplice (quedó en libertad). Piensan que todo fue un plan de Miles: matarlos donde nadie podría encontrarlos, suplantar la identidad de su hermano y empezar una nueva vida, con dinero y ya sin la persona que le había hecho una sombra insoportable durante toda su vida, que había tenido todo lo que él no había podido: el amor de la madre, la atención de las mujeres, el éxito deportivo, la facilidad para el dinero, la popularidad y el carisma. Oficialmente, el caso sigue abierto, sin cuerpos ni condenados judicialmente, aunque para el FBI haya un solo culpable. Así termina una historia de cómo, a veces, los fantasmas del pasado pueden cazarte aunque te vayas muy lejos, dejes tu vida, tengas millones y creas haber encontrado la ansiada felicidad…