A Jorge Díaz Polanco y otros venezolanos de bien, comprometidos con su país,
que no alcanzaron a ver el final de esta pesadilla.
El país se debate entre dos eventualidades, decisivas para su futuro. No es la pregonada disyuntiva entre un proyecto socialista y otro capitalista, entre una alardeada “revolución” o un supuesto desarrollo neoliberal. A pesar de la repetición, ad nauseam, de consignas y giros retóricos izquierdosos, el proyecto comunistoide nunca tuvo sentido y jamás será posibilidad en Venezuela. No sólo por su inviabilidad y porque fracasó rotundamente ahí donde se intentó imponer –sobre millones de cadáveres—, sino porque no es la intención de quienes hoy comandan el aparato estatal.
Cuba y el otro museo del terror, Corea del Norte, con los cuales suele asociarse el término “socialismo”, son regímenes totalitarios dinásticos, retrógradas, dedicados a consolidar, a sangre y juego, privilegios para su casta militar dirigente. Como terminó por reconocer el propio Fidel Castro, no representan opción para nadie. Pero como el vocablo “socialista” es polisémico, sirve también para referirse a los estados de bienestar existentes en algunos países europeos –Dinamarca y otros países escandinavos, el Reino Unido, hoy gobernado por el Partido Conservador, Alemania, bajo el liderazgo de la socialcristiana, Angela Merkel–, diametralmente diferentes: economías de mercado robustas, instituciones sólidas que aseguran derechos individuales, civiles y políticos para todos, seguridad social omnicomprensiva y los más altos niveles de vida del globo. Se trata de prósperos países capitalistas, pero con profundo contenido social. Pero, al provenir de una cultura política que tuvo fuerte impronta marxista, la socialdemocracia europea ve obnubilada su percepción de la abominación comunista, que niega toda idea de justicia y de libertad. No entiende que cierta prédica de izquierda sirve, hoy, para encubrir prácticas que en nada se diferencian de las peores expresiones fascistas.
Lo que se juega Venezuela en los próximos meses son sus posibilidades reales de vida como país o, alternativamente, de segura muerte. Ya ha avanzado demasiado su desintegración. El 2020 será el séptimo año consecutivo de contracción: para diciembre, el tamaño de nuestra economía estará en torno a la cuarta parte de la existente en 2013. No es una mera estadística. Es el cierre y la quiebra continuada de empresas, la destrucción de empleo, el colapso de la producción de alimentos y de los servicios públicos, la hiperinflación desatada por un gasto público financiado con emisión monetaria, la práctica desaparición del poder de compra de los sueldos y salarios. Es la consecuente desnutrición, la desesperación y angustia de tantos. Son las muertes evitables –de haberse podido conseguir los medicamentos y salvaguardado el sistema de salud–, es el secuestro del futuro para una generación de jóvenes, el robo de una jubilación digna para quienes trabajaron toda su vida. Son los millones que han tenido que huir, buscando su sobrevivencia. Y ahora emerge la enorme vulnerabilidad de la población ante la pandemia mortal que azota el mundo, dada la falta de equipos e insumos, y el colapso de los hospitales, a pesar del heroico esfuerzo de los trabajadores de la salud.
Pero no sólo es el desplome económico. Con el desmantelamiento del marco institucional que aseguraba nuestros derechos y señalaba nuestros deberes, desaparecen las bases normativas para la convivencia en sociedad. Se asienta la anomia, el dictamen arbitrario del más fuerte, del que posee las armas. Las palancas del Estado están, hoy, en manos de militares corruptos y esbirros cubanos y, crecientemente, de una variada gama de organizaciones delictivas que aseguran la permanencia de Maduro en el poder Sin posibilidades de ciudadanía, sin apego a normas de convivencia civilizadas y con la absoluta ruina de nuestros medios de subsistencia, Venezuela está dejando de ser. Se considera un “Estado fallido”.
Esta consunción no es fruto de guerras ni del azar. Es el resultado inevitable de un régimen de expoliación articulado en torno al poder, devenido en Estado Patrimonialista. La narrativa “socialista” ha servido para justificar el desmantelamiento del Estado de Derecho y el arrinconamiento de los mecanismos autónomos de mercados en competencia para la asignación eficiente de recursos productivos. Los sustituye el arbitrio de la fuerza y la lealtad hacia quienes la comandan, conformando verdaderas mafias que controlan de manera exclusiva y excluyente al Estado: la “revolución” puesta al servicio de una oligarquía criminal [1]. Son los verdugos de Venezuela, en primer lugar, la cúpula militar corrupta y los agentes nazi-cubanos: Maduro, los hermanitos Rodríguez, El Aissami y cía., quienes se han adueñado del país. En próximas entregas, haremos referencia a ello.
Insólitamente, a pesar del desastre urdido por Maduro y la descomposición de su gobierno, el rechazo masivo de la población y el repudio internacional a su gestión, se mantiene aferrado al poder. No ha habido límites éticos, morales o políticos que no haya traspasado con tal de seguir depredando al país. Su perversidad y capacidad para hacer el mal, al costo que fuese, ha superado toda expectativa racional. Cuenta, para ello, con más de 60 años de experiencia represiva cubana. Pone en evidencia, una vez más, que el fascismo concibe a la política como una guerra conducida por otros medios, ahora contra una mayoría decisiva de venezolanos. Su última agresión ha sido cerrar definitivamente los mecanismos constitucionales para que ésta exprese su voluntad, maquinando una farsa para “elegir” en diciembre el parlamento para el período 2021 – 2026, sin auditoría alguna de máquinas y del registro electoral, y cambiando los procedimientos de votación y de asignación de diputados. Para asegurar su triunfo, el tsj de Maduro confiscó los partidos opositores principales y trampeó la designación del CNE, además de perseguir dirigentes opositores, muchos presos o en el exilio. Tales comicios, tan burdamente amañados, han sido denunciados por los voceros de las democracias occidentales.
No hay forma que la oligarquía criminal ceda el poder, que no sea por la fuerza. De ahí la imperiosa necesidad de una respuesta unida, que aglutine la mayor cantidad de voluntades, para convertir a la farsa electoral de Maduro en una gran derrota política. Ello contribuirá a minar, aún más, sus bases de sustento, de manera de forzar las puertas de una transición política que restituya las condiciones necesarias para recuperar la libertad y el sustento de los venezolanos.
La propuesta lanzada por el presidente (e) Juán Guaidó debe ser vista con este fin. No es tiempo para visiones de parcela, sino para aunar esfuerzos que logren la salida del usurpador. En este orden, organizaciones de la sociedad civil proponen realizar una consulta vinculante, conforme al artículo 70 de la Constitución, sobre el cese de la usurpación. Con tal mandato, la Asamblea Nacional electa en 2015 designaría, en un lapso no mayor de dos meses, un gobierno de unidad nacional y el nombramiento o ratificación de los otros poderes públicos, seguido de la convocatoria a elecciones generales libres y justas en un plazo perentorio, solicitando el apoyo y certificación de la comunidad internacional.
El compromiso de los venezolanos demócratas es evitar que desaparezca nuestro país. No se trata de regresar al pasado –de esos polvos rentistas, vinieron estos lodos totalitarios—sino de construir una economía social de mercado, competitiva, de fuerte protagonismo ciudadano. Dependerá de todos.
Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, humgarl@gmail.com
[1] (https://transparencia.org.ve/project/crimen-organizado-y-corrupcion-en-venezuela-un-problema-de-estado/).