Mérito y meritocracia, fueron términos muy polémicos al finalizar el siglo anterior. En el fondo, reveladores de una pugna que no tardaron en zanjar la tecnocracia petrolera, construida por varias décadas, y la militar, surgida con el Convenio Andrés Bello.
La maledicencia política despreció el mérito profesional a favor del peor estereotipo tecnocrático, reducida la especialización gerencial del Estado a la suerte de un robusto complot contra los más altos intereses del país. Áreas tan exitosas, como la petrolera, la petroquímica y la transportación subterránea, por ejemplo, evidenciaron sendos elencos de especialistas que destacaban y ascendían, acumulando y transmitiendo una importante y decisiva experiencia profesional que tampoco tardó en contrastar con el desempeño de la corporación castrense en terrenos que les fueron y son francamente ajenos, confundiendo el sector defensa con el de seguridad; por cierto, paradójicamente, desempeño que ha comprometido gravemente la seguridad y defensa del país, por no citar el llamado factor de corrección que ha hecho de los ascensos un drama.
Ya, con el siglo XXI a cuestas, poco importaba el interés, la vocación, el talento y la trayectoria de las personas que accedieron a la administración pública, haciendo de la improvisación su mejor credencial para el trepamiento social, añadiendo a los contratistas del Estado que tomaron por asalto. En el fondo, todavía les parece incomprensible que un bigleaguer – verbi gratia – sea fruto del constante aprendizaje y entrenamiento en las ligas menores que prueban la vocación y el talento, pudiendo dizque sobornar el ascenso deportivo.
Luego el ejercicio de la política, menos aún, debe tributarle a las cualidades que se tengan, susceptibles de una trayectoria gananciosa en experiencia y madurez, porque lo importante es gozar de la gracia de algún capitoste que enganche al espirante a un tren, simplemente, porque le cae bien y la única prueba será la del desarrollo de los intereses concertados. Para todo lo demás, está la promoción mediática, el selfie y, en definitiva, la video-política de los tormentos de Giovanni Sartori. Además, de faltar algún detalle, para eso están las condecoraciones oficiales, como las que comúnmente se llaman de Orden al Mérito.
¿No tratamos de todo un régimen, capaz de darle alcance a quienes lo combaten, o simulan hacerlo? ¿No constituye la consumación de una cultura rentista que pugna por sobrevivir, así ya no haya renta petrolera a repartir? ¿Cuán profunda es la internalización de los anti-valores oficiales? ¿Nos esperan mayores sorpresas al remover los escombros que el socialismo dejará al evaporarse? ¿Habrá suficientes reservas morales para la insurgencia de un liderazgo político y social diferente?