La noche del 15 de septiembre de 1978, la fiesta nacional de la Independencia de México, que celebra todo el país, tropezó en Culiacán, Sinaloa, con un suceso que aceleró el ascenso de Miguel Ángel Félix Gallardo en la pirámide del narcotráfico en México.
Esa noche, a la ciudad de Culiacán llegó la noticia de un enfrentamiento por el rumbo conocido como la Y griega. Allí, en una emboscada del Ejército, había sido abatido el legendario Pedro Avilés Pérez, conocido como El León de la Sierra, un personaje que desde los años cuarenta, del siglo XX, tendió los primeros puentes con la mafia italoestadounidense para el tráfico de heroína y marihuana.
Don Pedro, como lo llamaban, había formado un clan que trabajaba para su servicio. Entre ellos estaba Miguel Ángel Félix Gallardo, un agente de la policía judicial de Sinaloa que se desempeñaba como escolta de la familia del entonces gobernador Leopoldo Sánchez Celis (1963-1968).
A aquel hombre alto y enjuto lo distinguían su inteligencia, su buen trato y su capacidad para corromper políticos. Por su cercanía con el poder del estado y sus dotes personales, Don Pedro lo convirtió en su enlace con la clase política de Sinaloa.
Esa es la historia que se cuenta en la serie Narcos: México, secuela de Narcos, la exitosa producción de Netflix centrada en la historia de los capos colombianos de la droga.
El León de la Sierra dominaba la región. Pero hacia los años setenta, las disputas por el poder entre las familias de narco crecieron en Sinaloa, y los enfrentamientos eran cada vez más constantes. Presionadas por el Gobierno de los Estados Unidos, las autoridades actuaron, y en 1975 el Gobierno mexicano puso en marcha la Operación Cóndor, su primera gran ofensiva contra la siembra de marihuana y amapola en la sierra de Sinaloa y Durango.
Lo distinguían su inteligencia, su buen trato y su capacidad para corromper políticos
Don Pedro y su gente consideraron que no había que sacudir las aguas y, mientras estas se aplacaban, movieron su centro de actividades –y progresivamente sus residencias– a la ciudad de Guadalajara, en Jalisco.
Cuando la muerte sorprendió a Avilés, su grupo ya estaba asentado en la Perla de Occidente, y al frente quedó Miguel Ángel Félix Gallardo, seguido en el mando por Ernesto Fonseca Carrillo, Manuel Salcido Uzueta –a quien los estadounidenses llamaban Crazy Pig y aquí lo conocían como El Cochiloco–, Juan José Quintero Payán, Pablo Acosta Villarreal y Juan José Esparragoza Moreno, El Azul.
En un escalafón menor se encontraban Amado Carrillo, Rafael Caro Quintero e Ismael Zambada García, El Mayo. “Muy por debajo de ellos, apenas como pequeños sembradores, traficantes de enervantes y pistoleros, estaban Héctor Palma Salazar, Joaquín Guzmán Loera, los hermanos Arellano Félix y los hermanos Beltrán Leyva”, escribe Anabel Hernández en su libro Los señores del narco.
Con ellos, la DEA inaugura la etapa de los cárteles en México, al bautizarlos como el Cártel de Guadalajara. Desde allí, Félix Gallardo construyó un imperio que, al momento de su detención, en 1989, rondaba los 50 millones de dólares por las ganancias del tráfico de cocaína, de acuerdo con cálculos de las autoridades de Estados Unidos y México. Ya lo llamaban entonces El Jefe de Jefes o El Padrino, y fue el narcotraficante más poderoso de México, al ser el primero en exportar cocaína a gran escala desde Colombia a los Estados Unidos, a través del país, cuando el resto de los grupos solo comerciaba con marihuana y amapola.
De policía a narco
Nacido en un suburbio de Culiacán, en 1946, Félix Gallardo tal vez fue el único de su generación de narcotraficantes que no provenía del campo. De joven había estudiado una carrera comercial que no lo conformó, y decidió mejor enrolarse en la policía judicial de Sinaloa. La corporación le asignó la seguridad de la casa de Gobierno del estado, y después el propio gobernador de la época, Leopoldo Sánchez Celis, lo hizo guardaespaldas de su familia.
Entre los dos hubo una relación muy cercana. Tanto que el gobernador fue padrino en su boda con María Elvira Murillo. Estos, a su vez, lo fueron de uno de los hijos del gobernador, Rodolfo Sánchez Duarte, en su casamiento con Theolenda López Urrutia.
Dicen que su relación con Félix Gallardo le costó la vida a Rodolfo, asesinado en 1990 junto con el abogado Luis Manuel Pérez Fernández y el comerciante Jesús López. A los tres los habían secuestrado al llegar al aeropuerto de la Ciudad de México, procedentes de Culiacán, el miércoles 21 de noviembre de ese año. Al día siguiente, sus cuerpos aparecieron en las inmediaciones de un basurero de la colonia Renacimiento, en el municipio conurbado de Ecatepec. Estaban amordazados, atados de pies y manos, acribillados con metralletas AK-47 y 9 mm, y con el “tiro de gracia”.
Dicen que vino a la ciudad a visitar a su padrino Félix Gallardo, ya entonces preso, acusado del asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena y del piloto mexicano Alfredo Zavala.
La conexión Colombia
Hasta mediados de los años setenta, la DEA sabía poco sobre las operaciones de Félix Gallardo, quien se aparecía en Guadalajara y Sinaloa como un próspero hombre de negocios. Los agentes federales estadounidenses sabían que en 1975 había formado una sociedad con Juan Ramón Matta Ballesteros, el químico hondureño que fue su puente con el narcotraficante colombiano Gonzalo Rodríguez Gacha, a quien llamaban El Mexicano por su afición a los mariachis y al tequila, y era pionero en las rutas de la cocaína a través de México.
Matta Ballesteros presentó a Rodríguez Gacha con su amigo Miguel Ángel Félix Gallardo en 1977. Un año antes había sido aprehendido Alberto Sicilia Falcón, el primer narcotraficante asentado en la ciudad de Guadalajara y hasta entonces contacto de Matta en México.
Preso Sicilia Falcón, Félix Gallardo se hizo de su red en Guadalajara y de la relación con los colombianos a través de Matta Ballesteros. Entre las anécdotas de aquella relación se cuenta la visita de Rodríguez Gacha a la casa de playa de Félix Gallardo en Altata, cerca de Culiacán. El escritor Héctor Aguilar Camín escribe que allí pactó con Félix Gallardo el paso de la coca por México hacia los Estados Unidos: los hombres de Rodríguez Gacha aportarían la droga, y los hombres de Félix Gallardo la llevarían a los Estados Unidos. “Félix Gallardo cobra por el traslado una comisión del 25 o 30 por ciento (los cronistas difieren en esto) sobre el precio de venta”, anota en su artículo.
“Nadie hay tan preparado en México para cumplir ese trato como Miguel Ángel Félix Gallardo. Durante sus días de contrabandista de goma y marihuana, ha montado una red de distribución que une el noroeste mexicano con el suroeste de los Estados Unidos. Pasa la yerba y la goma por un archipiélago de contactos en Sonora, Baja California, Arizona, Nuevo México y California. Para estos efectos, la frontera empieza en las barrancas de la sierra mazateca y termina en el corazón de las grandes ciudades de Norteamérica: Nueva York y Los Ángeles, Miami y Chicago, Washington y Detroit”, escribe Aguilar Camín.
El pacto de Altata consolidó y extendió la capacidad de operación de Félix Gallardo y el Cártel de Guadalajara, al punto de compararlo con el Cártel de Medellín.
De los colombianos aprendió la estrategia de mover la droga en pequeñas aeronaves. De hecho, fue el primer traficante mexicano en establecer un puente aéreo entre Sudamérica, América Central y el norte de México. De allí la mercancía se enviaba por tierra a los contactos estadounidenses.
A principios de febrero de 1977, la DEA tiene la primera evidencia de su poder. Ese año, Johnny Phelps, uno de sus agentes en San Diego, recibió la noticia de que 300 kilogramos de cocaína habían llegado a Culiacán desde Colombia y que un avión privado que transportaba la mitad de esa carga se dirigía a Tijuana. “En aquellos días, nunca se había visto una carga de ese tamaño al oeste de las Montañas Rocosas”, escribe la periodista Elaine Shannon en su libro Desperados: Latin Drug Lords, U.S. Lawmen, and the War America Can’t Win.
De los colombianos aprendió la estrategia de mover la droga en pequeñas aeronaves. De hecho, fue el primer traficante mexicano en establecer un puente aéreo entre Sudamérica, América Central y el norte de México
Phelps convenció a un grupo de federales para que fueran al aeropuerto de Tijuana. Cuando el avión aterrizó, encontraron 141 kilogramos de cocaína, un récord para la época. El responsable era Félix Gallardo, quien en 1979 fue incluido en los archivos de la DEA como “un intermediario especializado en el transporte, sospechoso de ejecutar cargas de tallas grandes de cocaína en Arizona y Los Ángeles”. Su organización creció hasta el punto en que enviaba entre una tonelada y media y dos toneladas de cocaína al mes.
Para los años ochenta, “es el hombre más buscado y menos perseguido del noroeste de México”, anota Aguilar Camín. “Todo el mundo sabe de sus negocios y de su vida. Aparece en fiestas, bodas y bautizos, que la prensa local reseña rumbosamente”.
Él se presentaba en Sinaloa y Jalisco como un próspero empresario ganadero, dueño de restaurantes y centros nocturnos, y hasta era miembro del consejo local del desaparecido Banco Somex. Nadie se atrevía a tocarlo. En los estantes oficiales había al menos 15 órdenes de aprehensión en su contra, acumuladas hasta 1976, por tráfico de cocaína y heroína, escribe el investigador Luis Astorga.
Hasta que la DEA puso en marcha la llamada Operación Padrino, en 1982, para cercar a Félix Gallardo y su gente.
La cacería
Aguilar Camín relata que en 1984 la DEA tenía cuatro agentes radicados en Guadalajara y 30 más repartidos en la Ciudad de México, Monterrey, Hermosillo, Mazatlán y Mérida. Otros 20 van y vienen en tareas temporales. Entre ellos estaba Enrique Kiki Camarena, a quien llaman también El Gallo Prieto.
En la mira tenían al Cártel de Guadalajara. Camarena, particularmente, tenía en la mira a Ernesto Caro Quintero. Por sus informes, el Gobierno federal ordenó una operación en la hacienda del Búfalo, propiedad de Caro Quintero, el 6 de noviembre de 1984. De acuerdo con las notas periodísticas de la época, participaron 270 soldados, 170 agentes de la Policía Judicial Federal, 35 agentes del ministerio público, 50 agentes auxiliares, 15 helicópteros y tres aviones Cessna. Como resultado, Caro Quintero perdió 8.500 toneladas de marihuana ya cosechada.
Su venganza tuvo como diana a los agentes de la DEA que operaban desde Guadalajara. Entre ellos, Enrique Camarena, que había seguido la pista de Caro Quintero en su rancho de Chihuahua gracias a la información que había proporcionado un piloto de la Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos, Alfredo Zavala Avelar, ex militar retirado.
A los dos los secuestró el 7 de febrero de 1985. Los torturaron en la casa de Caro Quintero y los mataron a golpes. Sus cuerpos aparecieron una semana después en Michoacán. A partir de ese momento, la DEA persiguió sin tregua a los tres líderes del Cártel de Guadalajara: a Rafael Caro Quintero, a Ernesto Fonseca y a Miguel Ángel Félix Gallardo.
A Caro Quintero lo detienen el 4 de abril de ese mismo año en Costa Rica. A los tres días, el 7 de abril, aprehendieron a Ernesto Fonseca. Y cuatro años después, el 8 de abril de 1989, cayó Félix Gallardo de la mano del policía Guillermo González Calderón, su compadre y hasta entonces uno de sus protectores.
Cuentan que cuando González Calderón llegó a la casa de Miguel Ángel Félix Gallardo, el capo salió a su encuentro:
—¿Qué pasó, compadre? —preguntó con una sonrisa amable.—¿Qué compadre ni que madres? –respondió el policía y le soltó una bofetada.
La muerte de Camarena evidenció la red de complicidades entre los narcos y las autoridades, y provocó que México tuviera que someterse al Proceso de Certificación de Drogas que aplicaban los Estados Unidos.
Este proceso establecía sanciones financieras y la cancelación de ayuda estadounidense para los países que no aprobaban. Hasta 1997 México debió entregar anualmente un informe de sus acciones contra el tráfico de drogas.
El ocaso del padrino
Cuando lo aprehendieron, Félix Gallardo tenía 43 años. De los tres, solo él sigue en la cárcel por el asesinato de Camarena y Zavala. Tuvieron que pasar 28 años para el llamado Padrino o Jefe de Jefes recibiera una condena de 37 años de cárcel, apenas impuesta en agosto de 2017.
Ahora, de casi 74 años, El Padrino es un hombre muy enfermo, casi sordo, que padece un agudo padecimiento auditivo y neurológico, según el diagnóstico que publicó en su momento en su sitio de internet.
Difícilmente cumplirá en vida la sentencia que tiene por delante. Poco a poco, en el penal de Puente Grande, en Jalisco, se apaga la leyenda del Jefe de Jefes y queda el corrido que en su honor compusieron Los Tigres del Norte:
Soy el jefe de jefes señores
me respetan a todos niveles
y mi nombre y mi fotografía
nunca van a mirar en papeles
porque a mí el periodista me quiere
y si no mi amistad se la pierde.