Una cortina azul. El monitor de signos vitales sonando casi como un lamento. Varios cablecitos transparentes por los que pasan suero y medicamentos. Una sonda para la orina. Paredes en color crema. Unas baldosas desteñidas por el paso del tiempo. Una cama hospitalaria con el cabezote inclinado hacia arriba. Y allí, con los ojos cerrados, el ceño fruncido, el cabello recogido, los labios rígidos, las cejas arqueadas y la piel joven y lozana, está Martha Luna, acompañada con una crucecita de madera que le cuelga del cuello. Tiene 46 años. Pero está y no está.
La madre separada, originaria del cantón Naranjal, de la provincia de Guayas al sur de Ecuador, y quien hace 19 años empacó maletas con sus dos hijos mayores: Jonathan Marcelo y Johanna, en ese entonces de 8 y 6 años, está muy enferma. Martha tiene cáncer terminal. Lleva más de dos meses internada en el piso 7 del Hospital Bellevue de Manhattan quieta, inmóvil, conectada a las máquinas. Su estado es casi vegetal.
De la noche a la mañana, la ecuatoriana empezó a sentirse mal. Al principio, en su casa de Elmhurst, en Queens, todos pensaron que se había contagiado de COVID-19 y se angustiaron. La salud de Martha siguió decayendo. Creyeron que el coronavirus estaba jugándole una mala pasada, o que tal vez había sufrido algún derrame, y la llevaron por urgencias al Hospital Metropolitan de Nueva York. En un abrir y cerrar de ojos, el mundo se les puso patas arriba a los Latacela Luna.
No era coronavirus, no era un derrame. No era simple debilidad. Era cáncer cerebral: “astrocitoma”, para ser precisos. Un tipo de tumor, en forma de estrella, que se le formó a Martha al lado del tálamo del cerebro. Nunca dio la más mínima señal de estar ahí. Ni un mareo sintió antes. El dictamen de los doctores: “está muy avanzado y es inoperable”. Solo recibe radiaciones.
“Verla así duele en el alma”
Así lo cuenta Johanna Latacela, la hija de la paciente, quien fue transferida al Hospital Bellevue, luego de conocerse el diagnóstico. La joven, de 25 años, tuvo que abandonar su trabajo como mesera en un restaurante, para hacerse cargo de su madre y también de su hermanita Jocelyn, de 12 años, quien lleva una tristeza infinita temiendo que deberá terminar de crecer sin la mujer que le dio la vida.
“Verla así duele en el alma, más cuando ella siempre fue una mujer muy activa. El cáncer ha ido avanzando muy rápido. Ella entró aquí en grado 2 y ya está en grado 3. Al principio nos dijeron que le dan entre 3 meses y 2 años de vida máximo. Pero ya no puede hablar, ya no puede comer, está como en estado vegetativo. Solo estamos en manos de Dios”, dice la hija de Martha, mientras consiente a su mamá en la habitación del piso séptimo del Bellevue, a la que visita todos los días sin descanso, a la espera de un milagro.
Pero es un milagro en el que no creen los doctores que la están tratando, quienes crudamente le han dicho que no hay nada que hacer, por lo que pronto deberá llevársela a su casa, y cuidarla ella misma. Su madre no tiene seguro médico. Los costos de la hospitalización los cubrirá el seguro de emergencia Medicaid, pero de ahí en adelante todo será incierto.
Y mientras pasan los días y el dolor se aferra más en el fondo del corazón, Johanna solo tiene entre pecho y espalda poder hacerle realidad a su madre el último deseo que manifestó antes de dejar de hablar; antes de cerrar sus ojos brillantes y almendrados.
“No me quiero morir sin ver a mi hijo Johnatan. Quiero que esté conmigo aquí. Quiero ver a mi hijo. Quiero ver a mi hijo. Quiero ver a mi hijo”, le pidió Martha a Johanna, quien le dio su palabra de que lo vería antes de que el cáncer la consuma más. Pero hasta ahora no ha podido cumplirle esa promesa y ese dolor la intranquiliza más.
Jonathan Marcelo, quien ahora tiene 27 años y es ingeniero, después de vivir con su madre y hermanas en Nueva York se devolvió a vivir en su pueblo natal en Ecuador en el 2008, y no ha podido regresar por no tener una visa.
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