“Lo imposible solo tarda un poco más”.
Grafitti en una calle de Buenos Aires
Fruto de la farsa rechazada por 80% de los venezolanos y por casi sesenta democracias, se instaló el pasado 5 de enero el sanedrín del odio. No encontramos otro calificativo para esa parodia de jurisdicción legislativa, que arrancó desde el primer día profiriendo indiscriminadas amenazas contra venezolanos dentro y fuera del territorio nacional. En sus más altos cargos directivos han quedado juntos: la maestría en el cinismo y la patología del resentimiento. Un tándem que rememora aquella ocurrencia del Duque de La Rochefoucauld, cuando en 1815, viendo a Talleyrand caminar ayudado por Fouché, comentó “allí va el vicio apoyado en el brazo del crimen.”
No hay sorpresas. Acoso, represión, mentiras, propaganda y control es cuanto puede esperarse de este nuevo poder ilegítimo. Un coro de comisarios del partido gobernante, adornado con la dócil segunda voz de opositores tailor-made.
Entre tanto, la pobreza, en todos los terrenos del acontecer nacional, crece sin tregua. Todos los días, en pequeños pueblos y ciudades, la miseria grita, pero en descampado, sin encontrar eco alguno. El régimen, sordo e inconmovible les da la espalda. Pero también prevalece en la mayoría escepticismo y desconfianza en la capacidad y voluntad de la oposición democrática para acompañarlos en sus reclamos.
Los venezolanos olvidados, que son casi todos, no solo los pobres en el umbral de la indigencia, sino también los industriales y productores del campo que generan inversión, producción y empleo, los educadores, los trabajadores de la salud, los empleados públicos, son huérfanos de una fuerza política que, sin mayor retórica, se convierta en su voz y guía y le dé peso a sus reclamos específicos. Una exigencia a la que debe responderse con propósito concreto cuando, libre de apetencias partidistas y personales, se reedifique el hoy debilitado y poco unitario liderazgo de la oposición democrática.