A lo largo de la historia de la humanidad, las grandes sociedades se han preocupado por tener una forma de gobierno que esté en sintonía con sus necesidades. Esto se manifestaba con mucha frecuencia en el mundo antiguo, con Aristóteles y sus formas puras e impuras de gobierno, como un ejemplo de lo importante que ha sido el sistema de gobierno desde monarquías, repúblicas, dictaduras de derecha o de izquierda, democracias, etc., y sus distintas derivaciones. Cada una de estas formas de gobierno, ha sido aplicada en distintos países, por distintas circunstancias, ya sea por cuestiones de tipo religioso, idiosincrático, crisis económicas, vacíos de poder, falta de liderazgo o guerras. De una u otra manera, la forma de gobierno adoptada siempre tiende a procurar el beneficio de la sociedad.
Una de esas formas de gobierno, es la democracia, que etimológicamente significa “el gobierno del pueblo para el pueblo” la que más se interesa por el bienestar de la sociedad. En el pensamiento político clásico se consideraba que todo gobierno, no solo debía acceder y permanecer en el poder mediante procedimientos legales, sino que además era exigible que concurrieran otros requisitos. El engaño, la mentira o la manifiesta incompetencia para gestionar el bien común no estaban legalmente tipificados como circunstancias que permitían ilegalizar a un gobierno. Pero el hecho de que el engaño, la mentira o el daño irresponsable al bien común no hayan sido legalmente inadmisibles ¿significa que deben ser políticamente admisibles?
Ante lo citado anteriormente, se me antoja una frase del escritor portugués José Saramago: “Todo se discute en este mundo excepto una cosa: la democracia. Pero, ¿Cómo podemos hablar de democracia si aquellos que realmente gobiernan el mundo no son elegidos por el pueblo?”, se preguntaba el poeta lusitano. ¿Son ilegítimos? Me interrogo yo. En el pensamiento político clásico son considerados dos tipos de legitimidad: la legitimidad de origen y la legitimidad de ejercicio. Algunos gobernantes que conocemos, no tienen ni la una, ni la otra. Los gobiernos se tornan ilegítimos cuando no hacen las cosas necesarias para la buena marcha de una democracia.
Un gobernante con legitimidad de origen es aquel ciudadano que fue elegido por sus conciudadanos para administrar los bienes del Estado, que pertenecen a toda la comunidad y que tiene la obligación de garantizar el bien común y velar por el bienestar, la prosperidad y la felicidad del pueblo. Esa es la única función que legitima el ejercicio de un gobernante. Según Jean-Jacques Rousseau la legitimidad la otorga la voluntad general de los sometidos al poder.
La legitimidad de desempeño tiene que ver con la mayor o menor capacidad de un gobernante para respetar las normas, las leyes, la Constitución, es decir, los modos democráticos. Podemos determinar que la legitimidad de ejercicio se atribuye a la legitimidad de cualquier funcionario derivada de sus actuaciones, durante el tiempo destinado al ejercicio de su cargo, ya sea en ejercicio de dichas funciones o en otros ámbitos, por lo tanto, un gobernante puede asumir un cargo público con base en la legitimidad de origen, pero puede no tener necesariamente legitimidad de ejercicio o desempeño.
San Agustín, en su obra, La Ciudad de Dios, apuntaba: “Sin la virtud de la justicia, ¿Qué son los reinos sino unos execrables latrocinios? Y éstos, ¿Qué son sino unos reducidos reinos? Estos son ciertamente una junta de hombres gobernada por su príncipe la que está unida entre sí con pacto de sociedad, distribuyendo el botín y las conquistas conforme a las leyes y condiciones que mutuamente establecieron. Una vez, teniendo preso a un corsario Alejandro Magno le preguntó ¿Qué te parece como tienes inquieto y turbado el mar? El corsario le respondió con gracia y arrogante libertad: “¿Qué te parece a ti cómo tienes conmovido y turbado todo el mundo? Mas porque yo ejecuto mis piraterías con un pequeño bajel me llaman ladrón, y a ti, porque las haces con formidables ejércitos, te llaman rey”.
Pensando en problemas más domésticos, que atañen al poco interés por resolver dificultades, la manera de actuar de un gobierno legítimo o ilegítimo, lo resumió impecablemente el viejo zorro de la política Jean-Claude Juncker, ex-primer ministro de Luxemburgo y más tarde presidente del Eurogrupo: “sabemos exactamente lo que debemos hacer; lo que no sabemos es cómo ser reelegidos si lo hacemos”. Tal y como es el material humano que sostiene a nuestras sociedades, pareciera que estamos abocados a un triste dilema entre ignorar y agravar los problemas manteniendo la decoración democrática o hacerles frente y olvidarnos de cualquier atisbo de democracia y hasta de libertad.
Coordinador Nacional del Movimiento Político GENTE
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