La pregunta sin respuesta es si el monstruo nació monstruo, o lo hizo monstruo la monstruosidad. No es una pregunta retórica. Adentrarse en el alma de los verdugos no ayuda a comprenderlos, pero permite mostrarlos como lo que son: personas normales que cenan en casa y besan a sus hijos antes de ir a cumplir con su trabajo, gente común a quienes la impunidad les permite quebrantar todos los límites y aún más. Después tornan a la rutina y sus actos quedan sepultados en sus profundidades más oscuras, donde no hay nada.
Por Alberto Amato | Infobae
Josef Mengele fue el verdugo de Auschwitz, el más grande de todos los campos de concentración y exterminio que los alemanes instalaron, varios en Polonia, antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Nació, monstruo o no, un día como hoy de hace ciento diez años. Era médico. Se hizo nazi, se alió a la monstruosidad, muy joven. Luchó como oficial de las SS hasta que una herida lo sacó de las batallas.
Pidió ser destinado a Auschwitz y encaró allí una serie de experimentos médicos terribles y escalofriantes. Mandó a la muerte, ya fuese con sus experimentos o de forma directa a las cámaras de gas, a miles de prisioneros. Así enfrentó, cuentan sus biógrafos, una epidemia de tifus en el campo: mandó gasear a mil seiscientos gitanos, hombres, mujeres y chicos, que eran el foco de expansión del mal, provocado por los piojos corporales. Lo llamaron “El Ángel de la Muerte”. Un yerro de la ciencia del eslogan: de ángel, nada.
Cuando vio derrumbarse al Tercer Reich, aquel imperio que iba a durar mil años, huyó, se hizo un experto en falsear su identidad y en buscar protección, recaló en Argentina, como hicieron muchos de sus camaradas nazis, gracias a los buenos servicios de alemanes hitleristas, guardias fronterizos austríacos, oficinas de empadronamiento italianas, funcionarios de la Cruz Roja Internacional, obispos y sacerdotes de la Iglesia Católica, empresas navieras europeas y argentinas y funcionarios del país sudamericano, políticos y diplomáticos de aquel peronismo flamante, heredero del espíritu pro alemán de la revolución del 4 de junio de 1943, que buscaba el empuje y la eficiencia alemana para intentar industrializar el país.
Esa era la idea de Juan Perón, que conoció a Mengele en la residencia de Olivos que era por entonces la quinta de fin de semana de los presidentes.
En Argentina, el verdugo de Auschwitz se convirtió, con otra identidad, en un exitoso hombre de negocios, protegido por la poderosa comunidad nazi de la Argentina que no ignoraba a quién cobijaba en sus filas. Cometió la arrogancia de volver a Alemania y a su pueblo natal, donde también lo ocultaron. Un ex preso de Auschwitz lo reconoció y denunció. Regresó a la Argentina y desde entonces, 1951, alternó su país de residencia con Paraguay, adonde fue a vivir de forma permanente en 1959 porque intuyó que en la Argentina corría peligro. No se equivocaba.
En 1960 un comando del Mossad israelí secuestro en San Fernando a Adolf Eichmann, el arquitecto del Holocausto, y se lo llevó a Israel donde fue juzgado y ahorcado. Mengele logró vivir, con nuevas identidades, en Paraguay y Brasil, donde murió en el mar, en la playa de Bertioga, San Pablo, por un accidente cerebro vascular, el 7 de febrero de 1979. Según sus documentos, el muerto se llamaba Wolfgang Gerhard. Y no fue sino hasta 1985 cuando se descubrió que Gerhard era Mengele.
Esta es su historia.
Nació en Günzburgo, Baviera, un pueblo pequeño, entre Stuttgart y Múnich, donde su padre, Karl, era dueño de Tractores Mengele y Cia., la empresa destinada al hijo mayor, Josef. Pero Josef se reveló como un muchacho de talento: fue a estudiar a la Universidad de Francfort de donde egresó a los 25 años como doctor en Medicina. Para entonces se había acercado ya al nazismo.
En 1931, a los veinte años, era miembro de la Stahlhelm (Casco de acero), una organización paramilitar, de choque y uniformada al servicio del Partido Nacional del Pueblo Alemán, que terminaría siendo absorbida por las SA, los camisas pardas, eliminados todos en la Noche de los Cuchillos Largos de 1934. Ingresó al Partido Nacional Socialista de Austria y Alemania y adhirió con fervor a Hitler. Era profesor de medicina en la Universidad de Leipzig cuando se dictaron en Alemania las leyes de “protección de la raza aria”, entre ellas la “Ley de Protección de la Salud Hereditaria” que autorizaba la esterilidad obligatoria para quienes padecieran de imbecilidad, esquizofrenia, depresión maníaca, epilepsia, ceguera hereditaria, sordera, deformaciones físicas o alcoholismo.
Tuvo como maestros a Ernst Rudin, a Alfred Hioche y a Karl Bindong Rudin que defendían que los médicos fuesen capaces, y estuviesen habilitados, de “destruir las vidas sin valor”. En setiembre de 1935 la Ley Racial de Nuremberg prohibió el “cruce de razas” y el casamiento de alemanes con judíos.
Mengele se afilió al partido nazi en 1937 y se integró a las SS en 1938, cuando Europa cedía a las exigencias de Hitler y la Segunda Guerra era inevitable. En 1943, después de ser oficial médico de un batallón, fue destinado a Auschwitz que ya era una maquinaria aceitada de exterminio de seres humanos, con sus cámaras de gas y sus hornos crematorios, sus centros de trabajo esclavo y sus barracas, que se alzaban en un gigantesco complejo de pequeños campos de exterminio integrados: Auschwitz I, Auschwitz II Birkenau, Auschwitz III Monomitz y otros cuarenta y cinco campos satélites.
En la monstruosidad del nazismo, el monstruo Mengele se sintió a sus anchas. A cargo del Bloque 10 de Auschwitz, el llamado “pabellón médico”, aquel doctor en medicina formado al conjuro de las leyes raciales de la Alemania de Bach, Goethe y Beethoven sometida a Hitler, empezó a usar seres humanos como cobayos de sus experimentos.
Probó el efecto de distintas toxinas en los prisioneros, amputó miembros para intentar injertos, sumergió cuerpos en aguas heladas para probar la resistencia al frío que pudiera salvar las vidas de los pilotos que caían al mar, o de los soldados que luchaban, ya en vano, en las estepas heladas de la Rusia de Stalin. Laceraba cuerpos y les insertaba vidrios, trapos sucios, tierra y excrementos para recrear las condiciones del frente de guerra, estudiar la evolución de las heridas y aliviar, si era posible, el sufrimiento de las tropas alemanas del frente; inyectó fenoles, cloroformo, insecticidas o nafta en las venas de sus cobayos humanos, a menudo, directo al corazón; estudió con sadismo la resistencia a los traumas y al dolor; se hizo un experto en el estudio de mellizos a los que buscaba a los gritos de “¡Gemelos! ¡Gemelos!” al pie de los trenes de deportados que alimentaban aquella maquinaria de muerte: buscaba aumentar la población alemana y dotar de más soldados al Reich; realizó experimentos masivos de esterilización y castración en hombres y mujeres y “estudios y ensayos” sobre el funcionamiento y resistencia de la médula espinal. Inyectó distintos líquidos en los ojos de miles de chicos porque quería que cambiaran de color y tornaran al “azul ario” que requerían, sin decirlo, las leyes de pureza racial de aquel infierno; extrajo los ojos de sus víctimas para exhibirlos en un siniestro muestrario de pared sobre las variedades heterocromas. Sus cobayos fueron a parar a los hornos de Auschwitz del que, decían en el campo. Mengele era el principal proveedor.
Gerald Astor, su biógrafo, afirmó que Mengele arrojaba niños vivos al fuego de los crematorios y que siguió su carrera como un respetado médico de Alemania, jamás sancionado por la Academia sino, al contrario, alabado por la seriedad e importancia de sus aportes a la ciencia. Eli Rosembaum, director de la oficina de Investigaciones Especiales del Departamento de Justicia de Estados Unidos se sinceró: “Fuimos completamente sobrepasados por su monstruosidad. Lo más importante es ver que su mente operaba como la de un científico que se concentraba en sus estudios y experimentaba mientras dejaba de lado sus sentimientos. No Creo que Mengele tuviera remordimientos por lo que hacía. Pienso que en su mente de científico, justificaba todo lo que hacía”.
Es probable. Pero también era consciente de lo que su mente de “científico” producía, porque el 17 de enero de 1945, ante el avance del Ejército Rojo, Mengele recogió sus capas, metió los apuntes de sus investigaciones en un maletín y escapó de Auschwitz a su pueblo natal, encubierto en la figura de un simple médico alemán. Cayó prisionero de los americanos y fue liberado porque su nombre, ya citado como criminal de guerra, no era tan conocido.
Uki Goñi, historiador y periodista, el hombre que desmadejó la trama de la fuga de los jerarcas nazis a la Argentina, reconstruyó en La auténtica Odessa el camino de Mengele a Buenos Aires, similar, idéntico casi, al que siguió Adolf Eichmann. Ambos en manos de profesionales, consiguieron una nueva identidad con la ayuda de parte de la jerarquía eclesiástica del norte de Italia, entre ellos el obispo Alois Hudal y el cardenal Giovanni Montini, que en 1963 sería el papa Paulo VI.
Los jerarcas nazis viajaban desde Alemania a Milán, obtenían allí su documentación falsa y regresaban luego a las zonas alemanas ocupadas por americanos, franceses o británicos. Mengele y Eichmann obtuvieron en Italia su “Carta d’Identitá”: Mengele, la 114 y con su nuevo nombre, Helmut Gregor. Eichmann, recibió la carta 131 como Riccardo Klement.
No se conocían. Sí lo hicieron en Buenos Aires. Lo afirma Álvaro Abós en su excelente Eichmann en la Argentina y coloca al dúo Eichmann-Mengele en amables charlas sobre el pasado en la tradicional cervecería alemana ABC de Lavalle casi Reconquista. Y, basado en Goñi y en su propia investigación, también lo hace Bettina Stangneth, autora de un imprescindible Eichmann before Jerusalen que, de paso, demuele con implacable elegancia la teoría sobre la banalidad del mal que Hanna Arendt elaboró, a medida de sus ideas previas, durante el juicio a Eichmann en Israel.
En abril de 1949 Mengele salió de Alemania rumbo a Italia, vía Austria, como Helmut Gregor, según su pasaporte legal, pero falso. El 25 de mayo, en Génova, trepó la planchada del buque inglés North King y partió rumbo a Argentina adonde llegó el 22 de junio. Vivió en una pensión chusca de la calle Paraguay, en Palermo, enseguida pasó a una casa de Arenales 2640, Florida, provincia de Buenos Aires, y se metió de inmediato en la sociedad argentina amparado por la comunidad nazi de Buenos Aires, numerosa y de excelentes contactos.
El monstruo había dejado paso al médico y al inversor. Tuvo un consultorio ginecológico en Villa Devoto y otro en los altos de la confitería La Ópera, en Corrientes y Callao. Una vez lo detuvieron como parte de un grupo de médicos dedicados a practicar abortos clandestinos, pese a que Mengele-Gregor no tenía licencia para ejercer en el país. Pero lo dejaron libre después de sobornar a la Policía.
Mengele, que vivió diez años en el país, entre 1949 y 1959, conoció a Eichmann probablemente al ser presentados por Hans Ulrich Rudel, un ex coronel aviador, as de la Lutwaffe, devenido en Argentina en traficante de armas y asesor del presidente Perón. El médico de Auschwitz invirtió parte de su capital en crear Laboratorios Wander y en 1956 aportó un millón de pesos para fundar otro laboratorio: Fadro Farm. Escribió a la Universidad de Munich para que le restituyeran su título de médico, que quería revalidar en Argentina. En 1951 volvió a Alemania, una osadía impresionante, y a su pueblo natal, donde todos lo conocían y nadie habló, excepto un ex prisionero de Auschwitz, Herman Langbein, que lo denunció, pero fue recién en 1959 la fiscalía de Friburgo presentó un pedido de extradición a la Argentina. De regreso en Buenos Aires alternó su estada con varias visitas al Paraguay, tal vez en preparación de una eventual fuga si las cosas se complicaban en Buenos Aires, como en verdad se complicaron.
En uno de esos viajes a Paraguay, Mengele fue a despedirse de Perón. La escena le fue revelada a Goñi por el escritor y periodista Tomás Eloy Martínez, que entrevistó a Perón en Puerta de Hierro en 1970. Cuenta Goñi que le contó Tomás Eloy, que una mañana de setiembre de 1970 Perón le reveló que en los años 50 solía visitar su quinta de fin de semana, la de Olivos, un alemán “especialista en genética”, que lo entretenía con sus supuestos increíbles descubrimientos científicos. Y que un día ese hombre fue a despedirse porque un cabañero paraguayo le iba a pagar una fortuna para que le mejorara el ganado. Dijo Perón: “Me mostró las fotos de un establo que tenía por allí cerca del Tigre, donde todas las vacas le parían mellizos”, cuenta Goñi en La auténtica Odessa.
Tomás Eloy Martínez, que sabía olfatear una noticia, quiso saber enseguida quién era aquel científico alemán y Perón: “¿Quién sabe…? Era uno de esos bávaros bien plantados, cultos, orgullosos de su tierra. Espere… Si no me equivoco, se llamaba Gregor. Eso es, el doctor Gregor”.
Recién en 1985, cuando se reveló que el alemán muerto en Bertioga era Mengele, y que había usado entre sus nombres falsos el de Helmut Gregor, Martínez supo que Perón le había confiado una información verdadera, pero imposible de rastrear, contrastar y verificar. Eso sí, Perón no podía ignorar quién era Gregor.
Mengele se sintió siempre muy seguro en Buenos Aires. En 1956, después de unos trámites en la embajada alemana, donde tampoco ignoraban quién era, recuperó su apellido real con su nombre de pila en español, “José Mengele”, y tuvo su cédula de identidad: 3.940.484. Y hasta un pasaporte alemán expedido a su verdadero nombre por la embajada en Buenos Aires: su titular, un tipo de nostálgicas simpatías por el nazismo, dijo años más tarde no saber quién era Mengele.
En 1958 se unió a Mengele en Buenos Aires su cuñada, Martha Will, viuda de su hermano menor, Karl. Se casaron en Uruguay después de que el médico de Auschwitz se divorciara de su primera mujer, que había jurado a los aliados que su esposo había muerto al final de la guerra. Vivieron en una casa propia en Virrey Vertiz 970, Olivos, no muy lejos de la Quinta Presidencial en la que había visitado a Perón.
Pero en 1959 todo cambió. La llegada desde Alemania de un pedido de extradición a la Argentina lo puso en alerta a Mengele, que tuvo tiempo para todo, porque las autoridades estudiaron ese pedido durante nueve meses. En ese lapso, Mengele vendió sus acciones en Fadro Farm, rompió su matrimonio y huyó a Paraguay. Fue premonitorio: el Mossad estaba tras sus pasos y los de Eichmann.
Al anochecer del 11 de mayo de 1960, un grupo de agentes secretos israelíes comandados por Isser Harel, secuestró a Eichmann a metros de su casa de la calle Garibaldi, en San Fernando. Lo mantuvieron cautivo durante nueve días, hasta que en la madrugada del 20 al 21 lo subieron a bordo del primer avión de El Al que llegó a la Argentina, y que había traído a la delegación que participaría de los festejos del Sesquicentenario de la Revolución de Mayo, y se lo llevaron a Israel.
Durante esos nueve días el comando israelí mantuvo cautivo a Eichmann en una casona que jamás fue identificada, aunque fue dibujada por uno de los agentes. Allí, y una vez que admitió su identidad, Eichmann fue interrogado sobre sus crímenes de guerra pero, en especial, sobre el paradero de Josef Mengele.
La inteligencia israelí, flamante en un país nacido en 1948, debatió con intensidad sobre la conveniencia, la oportunidad y las probabilidades de éxito de llevarse a los dos jerarcas nazis de la Argentina. Esa dura discusión en el seno del Mossad en Israel, se trasladó al grupo de agentes que mantenían recluido a Eichmann en Argentina, en especial porque el jefe del Mossad, Harel, se había emperrado en llevarse a los dos ex jerarcas nazis. Tanto, que prolongó el cautiverio del arquitecto del Holocausto más de lo prudencial: Eichmann era buscado por un grupo filo nazi de jóvenes nacionalistas peronistas, integrantes de Tacuara, que se habían juramentado liberarlo de su cautiverio.
Eichmann se negó a colaborar con sus captores, sobre todo cuando descubrió que estaba en manos de agentes israelíes. Primero dijo no conocer a Mengele. Pero cuando le revelaron que conocían el contenido de unas charlas que había mantenido en Buenos Aires con un SS holandés, Willem Sassen, aceptó negociar. Delataría a Mengele, pero ¿a cambio de qué? “Usted no está en condiciones de negociar nada”, le dijo Peter Malkin, uno de los agentes del Mossad. Por fin, a cambio de que no tocaran a su familia, algo que no estaba en los planes israelíes, Eichmann dijo que Mengele vivía en la pensión Jurmann, en 5 de Julio 1045, Vicente López.
Mintió. Un agente del Mossad fue a la pensión para que le dijeran que sí, que allí había vivido un tal Mengele, pero que hacía ya años que se había ido y no había dejado nueva dirección. Los agentes supieron que Eichmann jamás diría una palabra sobre Mengele y que era mejor partir cuanto antes de la Argentina con la presa que tenían. Eichmann fue juzgado, condenado a muerte, ahorcado, cremado y sus cenizas fueron arrojadas fuera del mar territorial de Israel.
Mengele vivió dos años en Paraguay y luego huyó a Brasil con el nombre de Peter Hochbicheler. Luego adoptó el de Wolfgang Gerhard, un simpatizante nazi que le cedió sus documentos, viajó a Alemania para tratarse una dolencia y allí fue asesinado a golpes. En sus nuevos papeles de identidad, Gerhard era catorce años menor que Mengele, austríaco, viudo y técnico mecánico.
En 1977 lo visitó su hijo Rolf: quería saber su versión sobre los campos de exterminio. Mengele le dijo que él no había inventado Auschwitz; “No admitió que hubiera hecho algo mal. No demostró culpa ni arrepentimiento. Dijo que había cumplido órdenes”.
La salud de Mengele flaqueaba desde 1972. En 1976 tuvo un pequeño accidente cerebro vascular, era hipertenso, una infección crónica en el oído le producía vértigo, se quejaba de su reumatismo y de su insomnio. En realidad, pasaba las noches en vela porque temía correr la misma suerte de Eichmann: las pocas horas que dormía cada noche, lo hacía con una pistola Walther bajo la almohada.
La tarde del 7 de febrero de 1979 aprovechó una visita a la casa de sus amigos Wolfram y Liselotte Bossert, en la playa paulista de Bertioga y se metió en el mar para nadar. Lo abatió un infarto cerebral. Parece que ni siquiera llegó a ahogarse.
La muerte fue piadosa con él.