Ahora mismo resulta complicado reclamar para Ghislaine Maxwell la condición de víctima. La sospecha de confabulación con el millonario pedófilo Jeffrey Epstein que la llevó a la cárcel el pasado julio se ha convertido finalmente en una acusación en firme por parte de la Fiscalía del Distrito Sur de Nueva York. El cargo es tráfico sexual de menores para abusar sexualmente de una niña de 14 años y prepararla para reclutar a otras niñas. Se confirmaría que actuó como facilitadora de Epstein, pero su complicidad con el pedófilo sube de nivel pena: pasa de reclutadora a traficante. El juicio será el próximo 12 de julio.
Por ELENA DE LOS RÍOS / mujerhoy.com
La vida de Ghislaine hasta el mismo momento de entrar en la cárcel ha estado marcada por el lujo, pero también por la tragedia. Además de los yates, las fiestas con aristócratas, ‘royals’ y millonarios globales y los loos de alta costura, sufrió en carne propia las consecuencias de un padre que era un verdadero monstruo. Hablamos de Robert Maxwell, magnate de los medios de comunicación en los años 80 y 90, y un hombre iracundo, inmoral, cruel. Ghislaine aprendió desde niña cómo sobrevivir a hombres poderosos: con sumisión y aceptación. Su madre fue el modelo de conducta que ella ha replicado, milimétricamente.
Ghislaine Maxwell no vino al mundo, el día de Navidad de 1961, con un pan debajo del brazo. Su nacimiento prologó una tragedia que marcaría la decadencia futura del clan familiar. Era la novena hija de Robert y Betty, millonarios y propietarios de una mansión de 53 habitaciones en Oxford. El patriarca siempre quiso una familia numerosa, un desquite de la suya propia, casi toda desaparecida en el campo de exterminio de Auschwitz. Su sagacidad hizo que pudiera salir de Checoslovaquia huyendo de la guerra y terminar en el ejército inglés, ya con maneras de espía despiadado. Al terminar la contienda, hizo de todo para convertirse en millonario y ser aceptado por la alta sociedad.
Empresario audaz y casi siempre al filo de lo legal, Robert Maxwell logró su objetivo de triunfar al frente de un pequeño imperio de medios de comunicación. Lo tuvo todo, pero por poco tiempo. Solo tres días después del nacimiento de su hija pequeña Ghislaine, su primogénito de 15 años, Michael, quedó en coma por un accidente de tráfico. “Lo que había sido una familia feliz se convirtió en un pozo de dolor. Y Ghislaine terminó totalmente eclipsada por el drama”, cuenta John Preston, autor de la última biografía de Maxwell. “Michael vivió como un espectro familiar durante seis años. Murió de meningitis”, aclara.
Durante sus primeros años de vida, ni Robert ni Betty pudieron mirar a Ghislaine sin recordar a su primogénito. Tanto la ignoraron, desvela el libro que la pequeña desarrolló anorexia cuando aún era un bebé, cosa que reconoció su madre en sus memorias. “Cuando solo tenía 3 o 4 años, la niña Ghislaine se plantó delante de su madre, tiró la comida y le gritó: ‘¡Mamá, existo!'”, desvela el libro de Preston. Desde ese momento, Robert se desvivió por su hija hasta el punto de no negarle absolutamente nada. Toda su atención fue para ella y pasó a ignorar a su mujer y sus otras tres hermanas, incapaces de competir con la pequeña Ghislaine.
En realidad, toda la familia soportó como pudo el carácter agresivo, iracundo y violento de su padre. Era aficionado a mentir, humillar, gritar. Betty escribió en sus memorias que había sido maltratada psicológicamente delante de sus hijos. “Era muy desagradable con ella incluso delante de sus invitados. Lo normal era que la despidiera con un: ‘Desaparece, joder'”, ha recordado Nick Davies, editor de internacional en el periódico ‘Daily Mirror’, propiedad de Maxwell. El patriarca, además, pegaba a sus hijos varones constantemente, unas palizas que veían tanto Betty como la pequeña Ghislaine. Esta pudo tomar nota de la actitud de su madre ante semejantes escenas: mejor ignorarlas. Solo pensaba en complacer en todo al hombre de la casa. Se desvivía por él.
Ghislaine Maxwell no se libró de la ira de su padre, a pesar de ejercer de embajadora estrella de su corporación en Londres y Nueva York. “Cuando Ghislaine entraba en la habitación, lo primero que hacía era saludar a su padre con un beso. La mayoría de las veces, Maxwell le contestaba con un ‘Maldita mujer estúpida, desaparece de mi vista’. Ella se marchaba llorando”, cuenta John Preston en su biografía del magnate. Cuando su padre falleció al caer de su yate, Lady Ghislaine, mientras surcaba aguas de las Islas Canarias, la estabilidad financiera de Ghislaine quedó al descubierto. Con el imperio familiar en ruinas y un fondo que le reportaba ‘solo’ 190.000 euros al año, huyó a Nueva York.
Sola y desprotegida, tiró de su único activo: una agenda de VIPs sin igual. Nueve meses después inició un romance con Jeffrey Epstein. “Él la salvó”, contó un amigo de ambos a ‘Vanity Fair’. “Cuando su padre murió ella estaba destrozada. Era inconsolable. Entonces, Jeffrey la protegió. No lo ha olvidado y nunca lo hará”. Preston opina lo mismo. “Jeffrey le dio seguridad. Ella le presentó al príncipe Andrés, a Naomi Campbell, a Bill Clinton y a Donald Trump. A veces, Ghislaine aprovechaba su licencia de piloto de helicópteros para llevar a Epstein a su isla privada en el Caribe, el lugar donde celebraba sus famosas fiestas. Ghislaine ejerció para Epstein el mismo papel que tuvo en la vida de su padre. Lo aprendió de él”.