“Mi hora está muy cercana….”, anunció el legendario y misterioso monje que llegó a ser la persona más influyente en el entorno de Nicolás II, último zar de Rusia, y de su esposa Alexandra. “No tengo miedo”, decía también la misiva dirigida a su mujer y a sus hijos
Por Infobae
“Yo no lo veré, puesto que mi hora está muy cercana, pero aunque esto es amargo, no tengo miedo”, escribió Rasputín en una carta dirigida a su familia, un mes antes de su asesinato, y que publica el diario español ABC. La misiva tenía un tono agorero y parecía anunciar, no sólo la propia muerte de su autor, sino los acontecimientos que, en palabras del periodista y testigo John Reed, pronto conmoverían al mundo: la Revolución Rusa.
“Habrá muchos mártires de la fe y el hermano recibirá la muerte de su propio hermano”, anunciaba Rasputín.
El 31 de diciembre de 1916, las calles, iglesias y teatros de San Petersburgo, la capital rusa, se llenaron de gritos, campanadas y aplausos, como muestra del júbilo con el que fue recibida la noticia de la muerte de Grigori Efímovich Rasputín, nombre éste que pasó a la historia como sinónimo de personaje influyente, siniestro e inmoral a la vez. Pero, ¿cuál era la verdad detrás de la leyenda?
El monje iletrado había llegado desde Siberia en 1904 y en pocos años se había convertido en confidente, consejero y curandero de los Romanov, la familia imperial compuesta por Nicolás II, su esposa Alexandra y sus cinco hijos.
Es sabido que la hemofilia de Aleksei Romanov, el hijo menor, único varón y por lo tanto heredero, fue la clave del ascendiente que Rasputín llegó a tener especialmente sobre la madre del niño, la bella Alexandra (Alix de nacimiento), nieta de la Reina Victoria de Inglaterra (y tía abuela materna del recientemente fallecido príncipe Felipe, duque de Edimburgo, consorte de la reina Isabel II).
Luego de engendrar a cuatro mujeres, en agosto de 1904 Alexandra dio a luz por fin al ansiado heredero, Aleksei. La alegría por este advenimiento pronto se vio ensombrecida ante la revelación de que el niño padecía una terrible enfermedad -habitual en los linajes reales -y posiblemente causada por la consanguinidad-, la hemofilia. La sangre del hemofílico no coagula bien y por lo tanto cualquier herida, incluso menor, puede ser fatal. Es fácil imaginar la angustia constante del zar y la zarina y los extremos cuidados con que rodearon al pequeño.
Aleksei tenía 3 años cuando su madre llamó por primera vez a Rasputín como alternativa desesperada ante la impotencia de los médicos imperiales que, lejos de aplacar los síntomas -hematomas, hinchazón, hemorragias-, los agravaban colocando la vida del enfermo en serio riesgo.
La hipótesis más probable es que Rasputín apelaba a la hipnosis para calmar al niño y, de paso, a la madre, creando en el entorno del enfermo un clima de tranquilidad esencial en este tipo de enfermedades. Por otra parte, desechaba remedios que, como la aspirina, ya conocida en ese tiempo, eran muy contraproducentes por su acción anticoagulante.
Pronto sus curaciones fueron asimiladas al milagro, cuando probablemente sólo respondían al sentido común y al saber popular.
Es fácil apreciar el grado de dependencia que los Romanov desarrollaron hacia Rasputín. Pronto, por voluntad de la zarina, el milagroso curandero fue instalado en un departamento en el centro de San Petersburgo, a fin de que estuviera cerca del joven Aleksei para poder asistirlo cada vez que fuese necesario. El lugar se convierte poco a poco en centro de peregrinación de admiradores, seguidores y oportunistas: desde gente en busca de cura y asistencia espiritual, hasta arribistas que esperan obtener de Rasputín, el monje que le habla al oído a la zarina, una conexión con el poder.
Según el historiador Alexéi Varlámov, Rasputín no se negaba a este tipo de favores y hasta había contratado a secretarios y a un consejero jurídico para atender las peticiones que se le hacían. En algunos casos hasta logró “colocar” funcionarios.
Como es de suponer, la creciente influencia de este hombre, visto como un arribista por los miembros de la élite rusa, despertó celos y rencores y llevó a agigantar su supuesta peligrosidad. En concreto, la figura de Rasputín empezó a ser atacada como forma también de “presionar” al Zar.
Una serie de acusaciones, muchas infundadas pero muy destructivas, empezaron a circular en torno a Nicolás II y su esposa por este vínculo. Los reveses sufridos por Rusia en la Primera Guerra Mundial generaron un clima en el cual los orígenes germanos de la emperatriz -era hija de Luis IV de Hesse-Darmstadt- fueron un elemento usado en contra de la familia Romanov.
El complot para asesinar a Rasputín fue urdido por miembros de la propia casa imperial, preocupados por el modo en que la presencia de este personaje, cuyos poderes sobre la pareja real eran origen de toda clase de rumores, afectaba la ya deteriorada imagen de la dinastía. Era un costo político adicional en un contexto de por sí complicado tanto en lo interno como en lo externo.
El jefe de los conspiradores era el príncipe Félix Yusúpov, esposo de una sobrina del Zar, quien, junto con el gran duque Dmitri Pavlovitch, el diputado monárquico Vladímir Purishkévich y otros conspiradores, atrajeron a Rasputín, en la noche del 16 de diciembre de 1916, al palacio de Yusúpov con una excusa.
El modo en que murió, en la madrugada del 17 de diciembre, alimentó aún más la leyenda del personaje. Rasputín fue primero envenenado con cianuro, pero el veneno no pareció afectarlo. El príncipe Yusúpov buscó entonces un arma y le disparó varias veces. Convencidos de haberlo matado, los conspiradores se distrajeron un momento y Rasputín, herido, logró escapar del Palacio. Sus asesinos lo alcanzaron y lo arrojaron atado de pies y manos a las aguas heladas del río Neva.
Luego su cadáver fue recuperado y sepultado en el parque de Tsarskoïe Selo. En 1917, los bolcheviques lo exhumaron e incineraron, por su condición de símbolo del régimen zarista derrocado.
El artículo de ABC cita también un relato de María Rasputín sobre su padre, escrito 55 años después de su muerte, en 1971, y que se publicó en el mismo diario español. “Diablo, fraile loco, libertino, charlatán, son algunos de los nombres con que el mundo llama a mi padre, Grigori Efimovich Rasputín. Para mí, era un hombre justo, un santo”, escribió María.
La mujer también califica a Rasputín como “el hombre más poderoso del más poderoso imperio de la Tierra” y asegura que “la Corte estaba a sus pies y el emperador y la emperatriz buscaban en él guía e inspiración”. Pero, pese a ser “aclamado por sus milagros, adulado y mimado por hermosas mujeres y adorado por los hombres”, Rasputín “continuó siendo un humilde campesino”, sostiene María.
Evoca su niñez en una humilde casa en el campo y luego la mudanza a San Petersburgo, a la Corte Imperial, cuando su padre se convirtió en hombre de confianza de la zarina. “Allí bailé con grandes duques y príncipes hasta que uno de ellos apretó el gatillo del revólver que mató a mi padre”, dice, aludiendo al príncipe Yusúpov.
También recordó que, tras la muerte de Rasputín, pasó a ser una apestada a la que todos eludían: “Solamente la emperatriz seguía siendo buena conmigo. ¡Pobre y querida mujer! Ella y su imperio fueron barridos en el sangriento cataclismo de la guerra y de la revolución”. Aunque Rasputín no lo predijo, en julio de 1918, los bolcheviques ejecutaron a la familia imperial, Nicolás, Alexandra y todos sus hijos, incluido el joven Aleksei.
María Rasputín asegura en ese artículo que su padre era desinteresado en cuestiones materiales –”no entendía el dinero y no le gustaba”; “no poseía nada más que su casaca negra”-; que rechazó las riquezas y honores con que los Romanov quisieron recompensarlo y sólo aceptó el departamento para estar cerca de Aleksei; que era un “místico” y que tenía el poder de curar; que empezó a pasar largos períodos lejos del hogar porque fue llamado por Dios “y tuvo que ocuparse de los asuntos de su Padre” y que se mantenía en contacto epistolar con ellos.
Antes de hacerse monje, a los 21 años, Rasputín se había casado con una mujer de 42, la madre de María, con la que tuvo cuatro hijos. Luego de instalarse en el departamento cedido por la zarina, llevó a sus dos hijas mujeres a vivir con él. María tenía doce años y su hermana Varia, diez. Su padre fue muy severo con ellas y les impuso una dura disciplina, que incluía los mismos largos ayunos a los que se sometía él. María no le guardó rencor, evidentemente.
Ella incluso defiende a su padre de las acusaciones de que era borracho y frecuentaba cabarets. Asegura que, aunque las mujeres lo rodeaban y lo perseguían, él “no buscaba ningún asunto de esa índole”. “No era un libertino con ropas de monje -asegura-. Cuando venían mujeres a visitarlo, dejaba la puerta abierta, y yo he podido ver la vergonzosa conducta de algunas de ellas. Lo miraban a los ojos y le decían que lo amaban, intentando poner los brazos alrededor de su cuello. Pero he visto cómo las alejaba de él, diciéndolas que fueran en paz”.
“Rasputín era invitado a todas partes y en las pocas ocasiones en que aceptaba una invitación, siempre nos llevaba con él, por lo menos a mí. En este período, suavizó sus observancias religiosas y estaba más amistoso, aunque siguió siendo conocido como el hombre que nunca sonreía”, escribió María en 1971.
Al estallar la guerra, Rasputín fue acusado de pacifista, germanófilo y espía, recordaba su hija. Por lo tanto, la predicción de su padre sobre su propia muerte era resultado de su conocimiento de la situación política antes que fruto de algún poder de adivinación. Tanto los que estaban a favor como en contra de la guerra tenían motivos para querer eliminarlo. Los belicistas por desconfianza; los pacifistas -los bolcheviques entre otros- porque Rasputín defendía el régimen zarista.
“Según las personas más informadas de la Corte, incluido el mismo Rasputín, la cuestión estaba en cuál de los dos partidos asestaría el golpe primero. No era muy difícil para mi padre profetizar su muerte”, deduce María.
El príncipe Yusúpov era un habitué de la casa de Rasputín. Visitaba con frecuencia al influyente monje y tenían charlas de política. La noche del asesinato, pasó a buscar a Rasputín que, sin desconfiar, salió con él avisando que volvería a medianoche. A la mañana siguiente, al ver que su padre no había regresado, María llamó a Yusúpov, quien aseguró no saber dónde estaba Rasputín. Ella se comunicó entonces con la zarina que de inmediato dio aviso a la policía.
Tal era la importancia de Rasputín en el entorno familiar, que el Zar, enterado de su desaparición, emprendió de inmediato el regreso desde el frente de guerra. A primeras horas de la tarde, la Policía confirmó la muerte del monje.
“Solamente los Zares y sus hijos estuvieron con nosotros en el funeral. -cuenta María- Allí estábamos, formando un grupo pequeño y triste, mirando por última vez al que había sido un santo para nosotros. Fue enterrado en secreto en las afueras de San Petersburgo, en el parque real”.
El cuerpo había sido hallado en el río, enganchado a un pedazo de hielo por el hábito negro que llevaba. Estaba congelado. Los pies seguían atados, pero Rasputín había logrado desatarse las manos, prueba de que aún vivía cuando lo arrojaron al Neva.
“Con frecuencia me pregunto cuáles fueron los sentimientos de mi padre al ver quién era el traidor”: con esa reflexión concluía el relato de María Rasputín.
TEXTO COMPLETO DE LA CARTA DE GRIGORI RASPUTÍN
Queridos míos:
Bajo este terrible signo yacen grandes desgracias para el futuro. La cara de Nuestra Señora de la Resurrección está velada, no hay ayuda alguna en la que podamos esperar… ¡Terrible es la ira!… ¿A dónde huiremos?… Como dicen las Sagradas Escrituras: “En un día que no conocemos, el Hijo del hombre llegará”, y ahora tu propia hora ha llegado. La sangre no tendrá tiempo de helarse de terror… ¡Cuánta sangre!… ¡Cuántos lamentos! La noche se oscurece con el sufrimiento que se avecina.
Yo no lo veré, puesto que mi hora está muy cercana, pero aunque esto es amargo, no tengo miedo. Tomaré los sufrimientos sobre mí y así ganaré el reino eterno. Será duro para ti y para tus hijos, los verás a menudo, pero no durante mucho tiempo. ¡Rezad y sed fuertes en vuestra aflicción y os salvaréis! Sus angustias y sus voces llenas de duelo son conocidas por Dios, por los demás, ¡yo no rezo! Es imposible enumerarlos a todos. Habrá muchos mártires de la fe y “el hermano recibirá la muerte de su propio hermano”.
La maldad será tan grande que la Tierra entera temblará con ella y con el hambre y la enfermedad y signos milagrosos aparecerán por todo el mundo.
Reza al Señor, pues las oraciones traen salvación y alegría al mundo y por la clemencia de Nuestro Señor obtendremos la protección de Nuestra Señora de la Intercesión.
Grigori