Era una marea de nazis escapando de los soldados aliados. Todo había terminado. La guerra estaba perdida. Ahora intentaban salvar sus vidas. Muchos vagaban sin rumbo, sin saber dónde estaba el peligro. Otros lo hacían porque no tenían dónde ir. Un país derruido en lo que lo único que abundaba eran los muertos y los escombros. Todo lo demás faltaba. Sus casas habían sido derribadas por los bombardeos, sus familias destruidas. Muchos volvían del frente con necesidad de encontrar su hogar, pero sólo hallaban desolación. Pero muchos otros simplemente se fugaban. Sabían que si eran encontrados por el enemigo, serían juzgados y ejecutados.
Varios jerarcas nazis previendo esta situación prefirieron el suicidio. La gran mayoría había recibido cápsulas de cianuro en caso de caer en manos del enemigo.
Heinrich Himmler creyó hasta el último momento que tenía posibilidades, que la posguerra era para él una época de oportunidades. Estaba convencido de que la caída del Tercer Reich no iba a impedir que siguiera teniendo poder e influencia. Esa conclusión a la que llegó muy rápidamente pertenecía más al terreno del pensamiento mágico que a la realidad. Pronto lo iba a saber.
El 20 de abril había sido uno de los pocos invitados al cumpleaños más triste del mundo. El último cumpleaños de Hitler. Todos sabían que no había nada que festejar en ese búnker. Brindaron con el Führer y salieron a las apuradas de Berlín. Himmler sabía que el final de la guerra era inminente. Alemania ya había perdido. Intentaba mantener su poder, seguir siendo influyente. Creía que tener el manejo de las SS y la Gestapo le proporcionarían la fuerza para presionar a los vencedores, que controlar los campos de concentración le permitiría permutar detenidos al borde la inhumanidad por una posición personal de privilegio. Cuando Göring decidió que ya no se podía hacerle caso a Hitler, Himmler se ofreció como su segundo para liderar la nueva Alemania. El otro desechó la postulación. Al mismo tiempo Himmler intentaba acordar condiciones con los Aliados. Negoció con el gobierno sueco la devolución de un contingente de prisioneros. En su ausencia de realidad, diferente a la de Hitler, pero de efectos similares, Himmler creía que haber sido el Arquitecto del Holocausto, el hombre que diseñó el sistema concentracionario lo blindaría, que era una carta que podría poner sobre la mesa de negociaciones.
Hasta el 28 de abril de 1945 su apellido era sinónimo de lealtad. Había estado cerca de Hitler desde los inicios y había sido una de las piezas claves del Tercer Reich. Las SS, la instalación de la Gestapo en cada territorio del Reich, los campos de concentración, la creación de las Einsatzgruppen y hasta (fallido) líder militar en los últimos meses de la contienda; era el que concretaba los deseos de su líder. Pero la tarde del 28 de abril, alguien entró al despacho de Hitler en el búnker y le extendió un papel. En él habían transcripto un cable de Reuters que consignaba que Himmler había iniciado conversaciones con los Aliados para pactar la rendición. El Führer tomó su cabeza, ocultó la cara contra las manos y de su esternón se escapó un gorjeo, un quejido doloroso. Al día siguiente cuando dictó su testamento, Hitler le quitó a Himmler todos sus cargos públicos, lo degradó y lo condenó a muerte por traición.
Himmler, en ese momento, permanecía escondido mientras pensaba en grandes movimientos. Sus ilusiones eran grandilocuentes. Cuánto peores eran las noticias, más optimista era respecto a su futuro. Tras el suicidio de Hitler, Himmler acudió al Almirante Dönitz, nombrado sucesor por Hitler. Una vez más se ofreció como segundo. Y una vez más fue rechazado. En ese momento Himmler se dio cuenta de que la situación que él estimaba ventajosa, no lo era. Ya no tenía poder. Ya casi nadie respondía a él. Sus recursos, supuestamente inagotables hasta hacía poco, se habían esfumado.
Por infobae.com
Algunos no entendieron cómo, manejando los servicios secretos, Himmler no pudo construirse una vía de escape segura y una buena y trabajada fachada que camuflara su verdadera identidad. Los motivos parecen ser dos. Por un lado, hubiera sido un pésimo mensaje para sus dirigidos que uno de los hombres más encumbrados en la jerarquía nazi preparara un posible escape; por el otro, su soberbia no le permitió ver que el final era inminente y que su poder se había diluido.
Tras la rendición alemana, los distintos jerarcas nazis fueron apresados o se suicidaron antes. Himmler optó por la fuga. Junto a un grupo muy reducido de hombres leales salió hacia el interior de Alemania con un solo plan. Esquivar los puestos de control de los aliados. De este modo su itinerario se modificaba día a día. Eran seis que vagaban por Alemania con identidades falsas. Pero en esa marea de soldados nómades, de un pueblo herido y groggy por la derrota pudieron pasar desapercibidos durante varios días.
Vestían un raro collage. Ropas civiles y uniformes militares: una mezcla de retazos que era frecuente en esos tiempos de escasez. Himmler se había cortado el pelo al ras y había afeitado su característico bigote breve. Sus anteojos redondos, otro de sus signos particulares, los llevaba escondidos en un bolsillo interno de su chaqueta. Uno de sus ojos estaba tapado por un parche negro.
Se movían en los medios que encontraban. Cruzaron el Elba en un bote, atravesaron campos en camionetas desvencijadas y hasta hicieron varios kilómetros en una carreta. Dos semanas después todavía no habían sido apresados. El 19 de mayo se separaron. Tres se animaron a cruzar un puesto inglés, mientras Himmler y otros dos siguieron evadiendo todo contacto con los vencedores.
Hasta que un día después se encontraron de improviso con un retén establecido por soldados soviéticos que habían sido prisioneros de guerra. Los tres alemanes dijeron que eran oficiales de bajo rango que volvían a su hogar y mostraron la documentación apócrifa que llevaban. Himmler era Heinrich Hitzinger, un sargento que había sido ejecutado tiempo antes por derrotista. A los soviéticos no los convenció el relato y los derivaron a un campamento inglés. En los siguientes dos días, los tres alemanes pasaron por diferentes campos de detención aliados. Nadie quería hacerse cargo de su liberación. En uno de ellos se percataron que uno de los sellos de la documentación era falsificado. Ya habían encontrado otros similares en manos de importantes oficiales nazis.
El 22 de mayo en Luneburgo, al norte de Alemania, fueron puestos en una fila para ser interrogados por Thomas Selvester Pero mientras Selvester le hacía preguntas a un ciudadano alemán tratando de dirimir si le estaba mintiendo o no, escuchó que fuera de su oficina alguien levantaba la voz. Cuando salió a averiguar qué era lo que sucedía, se llevó una sorpresa. Uno de los detenidos exigía ser atendido de inmediato, ser interrogado sin demora. Eso nunca sucedía. Los prisioneros solían desear que ese momento no llegara nunca. Intrigado, el inglés despachó al que estaba con él, y recibió al urgido. Era un hombre mayor. Aparentaba casi sesenta años (aunque tenía sólo 45), sus ropas parecían harapos, se lo veía cansado y estaba completamente despeinado. Al oficial inglés, en algún momento, antes de iniciar la conversación, se le cruzó que se trataba de un hombre que estaba fuera de sus cabales. Pero el alemán ingresó en la pequeña oficina, tomó asiento sin que lo invitaran a hacerlo, se quitó el parche del ojo, se peinó con un rápido movimiento de sus manos y se puso sus anteojos redondeados. Mientras el inglés inspeccionaba el documento que decía que se trataba de Hitzinger, el hombre habló fuerte, con una fingida seguridad: “No mire eso. Soy Heinrich Himmler”. Siguió un largo silencio. El inglés trataba de encontrar en su interlocutor los rasgos que tantas veces había visto en fotos, al tiempo que pensaba cuáles debían ser los siguientes pasos a seguir. Le pidió que dejara esa declaración de identidad por escrito y con su firma para poder cotejarla con documentos que ellos tenían suscriptos por el jerarca nazi. Y llamó a su superior. Himmler aceptó la prueba caligráfica pero exigió que el documento fuera roto en su presencia después de que se comparara, y que la firma y la letra eliminaran dudas de su identidad. Como en los últimos días varios militares de alto rango y encumbrados funcionarios y políticos nazis se habían suicidado al ser detenidos, lo revisaron y lo despojaron de sus ropas. En ellas encontraron dos pequeños frascos que contenían cianuro. Le ofrecieron las únicas ropas disponibles que tenían: chaquetas y pantalones del ejército inglés. Himmler no aceptó porque temía ser fotografiado utilizando el uniforme del enemigo. Así que en calzoncillos y cubierto con una manta siguió sentado allí. Sus interrogadores seguían con las preguntas que él respondía a desgano y sin brindar demasiada información. Cada respuesta terminaba con un pedido, una exigencia de hablar directamente con el General Eisenhower, con Churchill o con Montgomery, no aceptaba interlocutores menores.
A las pocas horas fue trasladado a una elegante casa decomisada por el ejército inglés que funcionaba como cuartel general de esa unidad. Comió algo y tomó café. Recuperó su uniforme que fue completado con piezas de otros detenidos. El militar a cargo ordenó que un médico revisara todos sus orificios corporales para asegurarse que no guardaba nada en su cuerpo. La revisación fue bastante rápida y fluida. Pero cuando el médico quiso inspeccionar su boca, el detenido se negó. El médico lo obligó a abrirla y vio algo azul alojado entre sus muelas posteriores. Cuando metió la mano para sacarlo, Himmler se revolvió con violencia, logró alejar su cara y mordió con fuerza. Un chasquido a vidrios rotos salió de su boca. Himmler había mordido una cápsula de cianuro que llevaba escondida entre sus muelas. Los ingleses trataron de hacerle un rápido lavaje de estómago pero no llegaron a tiempo. En menos de quince minutos Heinrich Himmler, el número dos del Tercer Reich durante muchos años, el Arquitecto del Holocausto, estaba muerto. Era el 23 de mayo de 1945.
Para evitar rumores posteriores, los soldados británicos fotografiaron y filmaron el cadáver. También realizaron una máscara fúnebre, cubriendo su cara con yeso para obtener una impresión mortuoria que perdurara y sirviera como una prueba más.
Todos los hombres del cuartel pasaron por esa habitación para ver los restos del jerarca nazi.
Guy Adderley, un oficial britanico de inteligencia, sacó una foto del cadáver con su propia cámara. Esa fotografía fue puesta a la venta en el 2011 por los familiares de Adderley. Pero un día antes de la fecha estipulada, de la que se esperaba obtener varios miles de libras por la imagen, la subasta fue suspendida. La casa de remates quería evitar que se convirtiera en memorabilia nazi. Son muchos los coleccionistas que buscan elementos nazis y levantan secretos altares.
Para impedir que la tumba de Himmler se convirtiera en un lugar de peregrinación para simpatizantes nazis, las autoridades inglesas ordenaron enterrarlo en una zona cercana a la de su suicidio en una tumba sin identificación. El sitio exacto de su localización nunca revelado.
Sin embargo, la figura de Himmler nunca fue reivindicada por (casi) nadie. El mundo entero supo de su innegable papel determinante en la Shoa. Él fue quien llevó a cabo los planes genocidas de Hitler y del Tercer Reich. Creó el sistema de campos de concentración y desarrolló los campos de exterminio (aunque alguna vez mintió al responsabla de la Cruz Roja diciendo que los hornos crematorios habían sido creados par lidiar con los cadáveres que producía la epidemia de tifus). También fue el que extendió la Gestapo y el fundador del temible Einsatzgruppen, los escuadrones de muerte nazis.
Pero Himmler, a su vez, cayó en desgracia para los nazis residuales y los neonazis. Ni siquiera ellos salieron en su defensa póstuma. Lo consideraron un traidor. Alguien que abandonó a Hitler y buscó su propio provecho. A quien no le interesó el sufrimiento de su pueblo y procuró salvarse solo.
No suele haber trabajos únicos en este mundo. Por más raros, exclusivos o poco frecuentes que resulten siempre los llevan a cabo más de una persona a lo largo del planeta. Pero hay uno que fue de una sola persona: la reivindicación de la figura histórica de Himmler. Unánimemente reconocido como un genocida y un lábil dirigente en el que primaba su ambición de poder, su hija Gudrun llevó durante décadas adelante esa tarea solitaria. No quiso cambiarse su apellido hasta que se casó (luego del matrimonio fue conocida como Gudrun Burwicz). Escribió cartas de lectores, publicó artículos, organizó actos y conferencias con el fin de hablar bien de su padre. Pero lo suyo no era sólo un acto de amor filial. Su discurso era nazi y antisemita. Se convirtió en una especie de líder y difusora de las ideas neo nazis, una reivindicadora del régimen asesino. Ello luchó en vano contra historiadores, documentos y víctimas. Contra la terrible e incontrastable verdad histórica de que su padre fue uno de los mayores asesinos del Siglo XX.