Abraham Lincoln
Joseph-Marie de Maistre, en su obra política sobre Francia (1797) dejó una sentencia cargada de pesimismo: Cada pueblo tiene el gobierno que se merece. Siglo y medio después, el escritor y político francés André Malraux le dio un suave giro a la reflexión en cuestión, al apuntar que no es que los pueblos tengan los gobiernos que se merecen, sino que la gente tiene los gobernantes que se le parecen.
Produce, más que extrañeza, perplejidad, que ante comprobados casos de corrupción, de terribles vejaciones, de comprobadas triquiñuelas, de sempiternas burlas a la ciudadanía; del desamparo ante la mortal pandemia, tanto por la incapacidad del régimen de afrontar las terribles emergencias que se han presentado a lo largo de todo este doloroso periplo; pues no es tan solo que corramos un riesgo mortal permanente, sino que precisamente nos han robado nuestro futuro, y aquí y ahora no suceda nada…
¿Por qué la ciudadanía no reacciona con firmeza, ante el marasmo, ocasionado por el régimen, que hace un buen rato nos condujo a un estado de descomposición, de total anomia que ha rebasado todos los límites imaginables?
¿Acaso un país cansado, timorato e incapaz de darle la cara a las penurias que sufre y se acrecientan día tras día, merece su desesperanza y angustia? Nuestra sociedad muestra rasgos de cansancio, de agotamiento. Así están las cosas. Esta sensación subjetiva de falta de energía física o intelectual, o de ambas, se convierte en apatía; es la sensación de que nada va a cambiar, que todo esfuerzo es en vano, que todo va a seguir igual.
Y la lectura que tiene la ciudadanía en general, es que estamos ante una fase más de la puesta en marcha de un imaginario de la irreversibilidad e invencibilidad del régimen, lo que nos hace ver que cualquier opción de cambio está totalmente cerrada.
Nuestra sociedad está especialmente necesitada de momentos de sosiego, de ilusión y de esperanza. Pero si la esperanza es arrebatada la sociedad queda inerme y desamparada, sin porvenir.
Cuando intuimos parte de la verdad sobre cuanto acontece en nuestro país, cuando nos percatamos, aunque sea a tientas, de lo que se nos avecina, más que dudas e incertidumbre, nos da miedo. Tenemos al menos la tentación de huir de la realidad, de cerrar los ojos, de buscarnos un paraíso artificial, un mundo imaginario o utópico, para no afrontar la realidad. Siempre hay una ficción, un pasado imaginado o ajeno, una presunta lealtad fosilizada, un adversario real que pretendemos de fantasía, a pesar de que él sí nos tilda claramente de enemigos; una sutileza ideológica, una querella personal, una familia, un negocio, un viejo amigo con bodegón… Porque abrir los ojos a los problemas reales del país nos obligaría a actuar con realismo ante lo que tenemos por delante.
Resulta lógico que estimemos el orden y demos la espalda a todo intento de anarquía; sin embargo, esta actitud llevada al extremo puede permitir aceptar la excepción como normalidad. Es decir, pueden terminar no sólo reconociendo la dictadura ante la disyuntiva del caos, sino terminar aceptándola por comodidad como un régimen normal, presentándose la paradoja de desconocer con ello la verdadera esencia democrática.
Se hace necesario repetirlo: La dignidad es lo último que se pierde. Si bien es cierto que importantes estamentos de nuestra sociedad en este desmadre la perdió hasta con su vergüenza, tengamos siempre presente que la dignidad es el valor propio de cada persona como ser humano, independiente de su condición política, económica, o social.
Una vez más – y cada día aparecen y aparecerán más trapisondas y acciones de criminal proceder – Maduro y sus secuaces emplean toda su maquinaria en disgregar las fuerzas que puedan poner en peligro su poder. Se han dedicado a la fragmentación de cualquier esfuerzo unitario que se pueda producir. Ya destrozaron los verdaderos partidos demócratas, pero como no les es suficiente, echan mano de la represión y el chantaje para controlar y destruir a cuantos osen oponerse a tantas vilezas y disparates; pero parecen olvidar algo importante: no se trata de una escuálida porción de esta carajeada, angustiada y famélica Nación, se trata del 80 % de su ciudadanía.
El ciudadano común no está enchinchorrado, postrado y menos aún acobardado, simplemente se prepara para cumplir con su cívico deber defender lo que queda de su maltrecha democracia. El ciudadano común solo espera ese momento preciso en el cual la prudente pero segura y responsable dirigencia le indique la ruta a seguir para hacer lo que se tenga que hacer y cómo se tenga que hacer.
Allí está, a la espera de los acontecimientos, un ciudadano comprometido con el futuro de los suyos, que se moverá con la fuerza de sus convicciones y no con la inercia de las circunstancias, pues parece entender que esta compleja crisis que está atravesando nuestro país requiere respuestas inéditas.
Hay que ofrecer alternativas, aunque sean duras. La indiferencia, el silencio y la ausencia no son respuesta a lo que se nos presenta por delante, tampoco lo es la sola crítica a lo que el Frente Amplio y a los carajeados partidos demócratas hacen o dejan de hacer.
Hoy se nos convoca a una participación más directa, comprometida y responsable en todos aquellos ámbitos donde podamos aportar con nuestras ideas y entusiasmo, con mayor vitalidad y firmeza para lograr el rescate de nuestra democracia y por ende, de nuestro país.
Son tiempos propicios para que se vuelva a colocar la dignidad del ciudadano en el espacio que le corresponde, dado que no podemos ni debemos conformarnos con lo que lo que hoy se nos presenta como presente y futuro, ya que bajo ninguna circunstancia, podemos guarecernos bajo el manto de inútiles subterfugios a la espera eterna que un cúmulo de casualidades nos saquen de este indigna trayectoria que hemos venido atravesando.
Manuel Barreto Hernaiz.